Página web de la 7ª Muestra de Cine de Lanzarote (23 noviembre – 2 diciembre).

NO INTENSO AGORA. João Moreira Salles. 127 minutos. Brasil (2017).

Años después de la notable Santiago, el brasileño Joâo Moreira Salles presenta la sobresaliente No intenso agora. Con abundante material de archivo, se trata de una larga evocación de los años ’60, convulsionados con movimientos revolucionarios, durante los cuales toda una generación creyó que otro mundo era posible. Con imágenes tomadas por su propia madre durante un viaje a China realizado con un grupo de brasileños de la alta burguesía, asistimos al apogeo de la Revolución Cultural de la mano de Mao Tse Tung para, sin intervalo, pasar a las barricadas del Mayo Francés en Paris, cuando toda la juventud intelectual se unió a la clase obrera, alzada contra el orden establecido y luego sofocada por De Gaulle. Al mismo tiempo, la Primavera de Praga, donde había florecido una incipiente independencia, era reducida por la entrada de los tanques soviéticos.

Las imágenes de este ensayo son todas tomadas de films rodados por otros: noticieros, home movies, películas poco conocidas de la época, con un montaje poco convencional. Resulta muy impactante ver los diversos entierros que se llevan a cabo en Europa y Brasil de manifestantes muertos, símbolo del fracaso de la utopía. Y, sin embargo, el film refiere al agora, el ahora, que de cierta manera Moreira Salles vincula con aquel ayer, con melancolía, y cierta desesperanza. Josefina Sartora

ZAMA. Lucrecia Martel. 115 minutos. Argentina, España, Francia, Países Bajos, Estados Unidos, Brasil, México, Portugal, Líbano, Suiza (2017). Con Daniel Giménez Cacho, Lola Dueñas, Matheus Nachtergaele.

¿Cómo poner en imágenes la voz interior de un personaje que, sin venir demasiado a cuento, afirma estar “espiritualizado”? En la locura que es Zama –una película sobre la vileza del colonialismo y la tragedia de las esperanzas incumplidas–, el protagonista, “un asesor letrado de la corona” española en Latinoamérica, escucha lo que parecen ser voces espirituales, al tiempo que la realidad que le rodea va complaciendo y al mismo tiempo obstruyendo sus deseos: la materia prima del film. A la sed de cuerpos femeninos de Diego de Zama, la película (una adaptación de la novela homónima de Antonio di Benedetto) responde con ninfas juguetonas, pícaras “señoras” españolas (Lola Dueñas) e indias maternales. Al orgullo desbocado del protagonista, Martel responde con voces susurrantes o imaginadas que celebran “el tormento de la pureza”. Al tratamiento ambiguo del tiempo histórico de Benedetto, el anacronismo musical de Martel. Al derrumbamiento de la máscara civilizada del colonialismo, el declive de un cuerpo (el del actor Daniel Jiménez Cacho en la cumbre de su talento para la inquietud) y de la materia: apolillada, sangrante, encharcada, apestosa.

En Zama, como en todos los films de Martel, los bordes del encuadre escinden los cuerpos de los personajes, los planos condenan a un limbo borroso a los personajes que se atreven a moverse, el fuera de campo sonoro dice tanto o más que las imágenes, y las elipsis narrativas ayudan a poner bajo sospecha el flujo natural de las historias. Y, de hecho, en Zama la Historia se vuelve confusa, al igual que el lugar del ser humano en el circo violento de dominación que es el colonialismo: “¿Quién eres tú?”, pregunta varias veces Zama a diferentes personajes, buscando en los demás la certidumbre que no encuentra en su persona. Como afirmaba una mujer mayor en la novela de Di Benedetto, “todos, casi todos, somos pequeños hechos. Elaboramos presente menudo y, en consecuencia, pasado aborrecible”. Por su parte, en la febril película de Martel, las miradas, las líneas de diálogo lanzadas al vacío y los planos alucinados parecen amontonarse unos sobre otros como las capas de una milhoja afrodisíaca y agria. Manu Yáñez

NIÑATO. Adrián Orr. 72 minutos. España (2017).

En una de las primeras secuencias de Niñato, la cámara se instala en la habitación de tres niños pequeños que se resisten a levantarse de la cama y vestirse, un momento que debería ser un instante pero que se convierte en una larga espera, entre la penumbra de la madrugada, que dota de un carácter extraordinario la más absoluta cotidianidad. Los tres niños son Oro, Luna y Mimi. Junto a ellos, está David, un rapero treintañero, apodado Niñato, que vive junto a sus padres y hermana, y que no tiene empleo. Orr ficcionaliza la realidad: los personajes se interpretan a sí mismos y la paciencia del cineasta tanto en los tiempos de rodaje (estuvo con la familia Ransanz durante años, primero para su corto Buenos días resistencia y, ahora, con Niñato) como en los planos confieren un aura realista a la representación.

Orr cierra el encuadre sobre sus personajes. Así, el piso en el que viven parece todavía más pequeño, mientras las voces resuenan en off. En este sentido, se toma su tiempo a la hora de ir dilucidando los vínculos entre el núcleo familiar: los abuelos, la hermana, los hijos y David. Todos ellos forman una organización implacable, en que las labores se reparten, en que la madre de David le lava la ropa; en que él va a buscar a sus hijos al colegio al mediodía, para evitar así pagar el comedor escolar; y en que los dos hermanos conversan sobre cómo abordar las rabietas cada vez más constantes de Oro. Del espacio, apenas vemos algunas cosas, como las paredes del apartamento, garabateadas por los niños, grafiteadas por el adulto que no quiere crecer, o raídas por el tiempo.

Cuando Oro comienza una suerte de huelga infantil a la hora de hacer los deberes, David debe dejar de hacer honor a su apodo y ejercer su estatus de adulto y de padre. Así se compone este retrato de unos tiempos de crisis, esta brecha que ha precipitado nuevas formas de cuidado y de convivencia –los abuelos como sostén familiar–. Niñato termina erigiéndose en el retrato de una generación de treintañeros que navega sin empleos, dependientes de los padres; de la dificultad a la hora de asumir las responsabilidades de la edad adulta; y de la necesidad de recurrir a otros modelos familiares. Violeta Kovacsics

120 BATTEMENTS PAR MINUTE (120 BMP). Robin Campillo. 140 minutos. Francia (2917). Con Nahuel Pérez Biscayart, Arnaud Valois, Adèle Haenel.

En la notable 120 battements par minute, el joven actor argentino Nahuel Pérez Biscayart encarna a Sean Dalmazo, un militante de 26 años de Act Up París (AIDS Coallition To Unleash Power), organización que desde su fundación en 1989 y durante varios años luchó –muchas veces como grupo de choque con medidas de acción directa– por los derechos de los portadores y los enfermos contagiados con el virus del SIDA. Su nuevo trabajo en el cine francés está lleno de matices (energía, vulnerabilidad, audacia y un progresivo deterioro físico que lleva con dignidad, sin estridencias, golpes bajos ni desbordes lacrimógenos), pero es además quien carga con el peso emocional de la película dentro de una estructura coral en la que también se lucen Arnaud Valois, Adèle Haenel, Antoine Reinartz y Aloïse Sauvage.

Campillo –director de reconocidos films como Les Revenants y Eastern Boys, además de coguionista de El empleo del tiempo y Ela clase, de Laurent Cantet- integró de joven Act Up París y de hecho vivió varias de las extremas situaciones que se presentan en esta película que coescribió con Philippe Mangeot, presidente entre 1997 y 1999 de la entidad. Tras pelear durante muchos años para concretar este proyecto –que podría definirse como una mixtura estilística entre la apuntada La clase y La vida de Adéle, con largos debates internos en asambleas y contundentes escenas de sexo, de demostraciones callejeras y de bailes con música house en discotecas–, Campillo pudo saldar esa deuda pendiente con una narración que logra trasmitir un espíritu de época y un retrato generacional (al menos de un sector como el de los activistas gays con HIV) gracias a una potencia, una convicción, una credibilidad y una crudeza propias del mejor cine francés contemporáneo. Diego Batlle

ARABIA. Affonso Uchoa y João Dumans. 97 minutos. Brasil (2017). Con Aristides de Sousa, Murilo Caliari, Gláucia Vandeveld. 

André y Cristiano viven en un pueblo de Brasil llamado Ouro Preto. Apenas se conocen. Sin embargo, cuando Cristiano muere a causa de un accidente en la fábrica de aluminio donde trabaja, el azar hará que el pequeño André recorra los últimos veinte años de la vida del obrero gracias a la aparición de un manuscrito que la película Arábia se encargará de poner en escena. Un giro que evoca el sorprendente cambio de la primera a la segunda parte de Tabú del portugués Miguel Gomes. La primera película dirigida a cuatro manos por los brasileños Affonso Uchoa y João Dumans es una maravillosa cinta de raíces neorrealistas que aborda escenas cotidianas de lo más trágicas con suma ternura y delicadeza, suavizando así su carga melodramática. El film no pretende exaltar la desdicha de los personajes, sino plasmar el sentimiento de soledad y melancolía que los envuelve y los acompaña en su lucha por la supervivencia.

Arábia retrata un Brasil donde la pobreza económica ha superado sus fronteras y, ahora, carcome el alma de su gente. La escritura, que debiera ayudar al protagonista a deshacerse del recuerdo de su amada, termina causando un efecto imprevisto: despertarle de su alienación mientras rememora su vida. En las últimas páginas de las memorias de Cristiano, el personaje confiesa que sólo cuando deja de escuchar el sonido del metal de la fábrica consigue oír el latido de su corazón. Justamente Uchoa y Dumans dejarán en fuera de campo la muerte inicial de Cristiano para que esta deslumbrante película nos deje con una única incógnita: ¿Tuvo Cristiano un accidente o, en realidad, murió de pena? Carlota Moseguí