Página web del Festival Márgenes (23 noviembre – 23 diciembre).

EUROPA. Miguel Ángel Pérez Blanco. 62 minutos. España (2012). Con Alexei Solonchev, Virginie Legeay, Cristina Otero, Roman Rymar.

¿Qué es Europa hoy? ¿Un continente perdido entre ciudades desérticas, fiestas imposibles de encontrar y edificios en ruinas? ¿Una ilusión atascada en las tinieblas del siglo XXI? ¿Un estado de abatimiento del que sólo podemos escapar refugiándonos en el territorio incorruptible de las caricias y los besos? Todas esas opciones se apuntan en las imágenes en fuga de Europa, la ópera prima de Miguel Ángel Pérez Blanco, una obra que nos propone perdernos en su lánguida procesión de figuras extraviadas y estampas manieristas: un esteticista retrato de la catástrofe europea. En su empeño por refugiarse en un intimismo radical, de luces artificiales –a la Philippe Grandrieux, o como si Philippe Garrel y Nicolas Winding Refn hubiese parido un hijo bastardo–, Europa deporta los signos de su discurso político a la esfera de lo conceptual. Lo más parecido a un manifiesto lo hallamos en una pregunta lanzada al aire por un extra perdido (“¿Dónde está la fiesta?”), o en la letra de una canción de baile (“Oye bien lo que está pasando / Mi pueblo está de fiesta y estamos celebrando”) que la psique politizada de este crítico imaginó como el lema feliz de una celebración antisistema a lo 15M.

Una película que transcurre en dos tiempos –las noches de fin de año de 1999 y 2017–, Europa apuesta por los contornos difuminados, por las imágenes difusas: las salas de fiesta, los bosques y los edificios abandonados se materializan en el límite de lo visible, en una penumbra crónica. La película tiene hallazgos fascinantes: sublima los planos de carreteras perdidas de Lynch deformando los carriles, y se atreve a decorar las copas de unos árboles con un agónico desfile de punteros lumínicos rojos (un toque Apichatpong). Filmada en un formato 4/3 que parece aprisionar a sus lúgubres protagonistas, la película rehuye la construcción psicológica de personajes y parece alérgica a lo narrativo. A Pérez Blanco le interesa mucho más la búsqueda infructuosa y la resaca de sus criaturas que la fiesta en sí misma: momentos de flaqueza anímica que los protagonistas sobrellevan arrimándose a sus partenaires o repitiendo sin cesar el nombre de sus objetos de deseo. Conductas que ponen de relieve una profunda vulnerabilidad emocional, una fragilidad que se propaga por un amplio catálogo de gestos desesperados, susurrados gritos de auxilio emocional que buscan la esperanza en los brazos del otro y en la luz del amanecer. Manu Yáñez

A FABRICA DE NADA. Pedro Pinho. 177 minutos. Portugal (2017). Con José Smith Vargas, Carla Galvão, Njamy Sebastião.

Producida por la compañía portuguesa Terratreme –que trabaja en el marco del pensamiento colectivo, persiguiendo la acción artística como herramienta de intervención en el mundo–, A Fabrica de Nada pone la cámara al servicio de conceptos que hoy parecen desterrados del debate público (de forma muy intencionada): la solidaridad, el trabajo en grupo y la conciencia de clase. Y lo hace sin un ánimo de nostalgia de los movimientos revolucionarios pretéritos, sino tratando de actualizar el debate sobre las condiciones de trabajo, producción y explotación que ha ido estableciendo el capitalismo contemporáneo. En el film, cuando los trabajadores de una fábrica descubren por azar que sus patrones la están vaciando en secreto, estos deciden permanecer en sus puestos de trabajo, latentes, a la espera, en defensa de su futuro. “La crisis presente, permanente y unilateral ya no es una crisis clásica, un momento decisivo, es lo contrario, es un final sin fin”, afirma una voz en off. Así, tomando citas sacadas del presente, de los medios, se elabora un retrato casi documental de ese estado de las cosas que ha convertido la crisis en el paisaje común y cotidiano, y la degradación de las condiciones de vida en el único de los horizontes posibles.

En diálogo con esos extractos de realidad, están los tiempos muertos de los trabajadores, un tiempo dilatado que convierte la aparente inacción en una acción cargada de sentido político: la espera deviene una reivindicación de unos cuerpos y unas vidas que solo cobran sentido en común: fabricar nada, pero fabricarlo unidos. A Fabrica de Nada es precisa en su descripción también de las estrategias del capital para acabar con la resistencia: convertir la posibilidad del triunfo, o del fracaso, en una cuestión individual, cargando la responsabilidad en los damnificados, a quienes se les trata de dividir del colectivo para debilitarlos. Es justa, además, en el retrato de los trabajadores, filmados con la cercanía de un primer plano que les dignifica y les resalta, y con la entereza de unos planos generales que les respeta en su integridad física y moral. Y precisa también, pero no ingenua, en la única posible actitud frente a esas estrategias del mal: el colectivo y la alegría. Las dos unidas. “Mundo, nos hiciste tanto daño, pero te amamos tanto”, afirma hacia el final uno de los protagonistas. Gonzalo de Pedro Amatria

COCOTE. Nelson Carlo de los Santos Arias. 72 minutos. Argentina, Alemania, República Dominicana (2017). Con Vicente Santos, Yuberbi de la Rosa, Enerolisa Núñez.

Coproducida por compañías alemanas, qataríes y argentinas, Cocote demuestra no solo el talento sin par (parte intuitivo, parte cerebral) para la puesta en escena de su director, sino también la posibilidad de acercarse a los temas del cine latinoamericano –religión, violencia, diferencias de clase– sin caer en estereotipos, subrayados ni pintorequismos. Cocote es una película de mixturas: visuales (fílmico y digital, color y blanco y negro, múltiples texturas y formatos), formales (ascéticos planos fijos y coreográficos planos secuencia), sociales (comienza y termina en la piscina y jardines de una mansión, mientras que el corazón del relato está ambientado en un más que humilde pueblo costero del sur), étnicas (la cultura blanca y la cultura negra) y religiosas (lo católico, lo evangélico y el sincretismo). Con todos esos elementos, contradicciones y matices Nelson Carlo de los Santos Arias construye un film de espíritu tragicómico que aborda problemáticas extremas sin caer en la solemnidad e incluso con sorprendentes dosis de humor negro y absurdo.

La trama principal tiene que ver con el regreso de Alberto (Vicente Santos), jardinero evangelista que trabaja para una familia acomodada de Santo Domingo, al pueblo natal, donde su padre acaba de ser degollado y las mujeres de su familia le exigen venganza mientras se ve forzado a participar de una serie de rituales que remiten a la cultura afroamericana. La película de la sensación por momentos de ser un poco caótica, pero la acumulación de ceremonias religiosas y la interacción entre los diversos personajes, acaba construyendo un universo tan desconocido (para nosotros) como fascinante, envolvente y seductor. Si el año pasado el cine boliviano fue la revelación del Festival de Locarno con Viejo Calavera de Kiro Russo, este parece ser el de la República Dominicana. Diego Batlle

TIGRE. Silvina Schnicer, Ulises Porra Guardiola.
92 minutos. Argentina (2017). Con Marilú Marini, María Ucedo, Agustín Rittano, Lorena Vega.

Ópera prima de Silvina Schnicer (argentina) y Ulises Porra Guardiola (español), Tigre es un film ambientado en el paisaje del Delta del Tigre en Argentina y en el que se dan cita conflictos familiares, historias iniciáticas, cierta tendencia a la fantasía y una reflexión final a propósito de las raíces y el (des)apego hacia éstas. La película arranca con vocación de melodrama coral y se instala en ese género no oficial, pero muy explorado, que se podría denominar de reencuentros familiares. En este caso, dos amigas deciden reunir a algunos miembros de sus familias, amigos y vecinos para pasar una temporada juntos, como medida de presión ante el acoso de los bulldozer de una inmobiliaria que quiere modernizar el urbanismo de la zona y acabar con las viejas viviendas. Un argumento de resistencia que pronto se bambolea, como la metáfora del bambú que usa en un momento de la película uno de los personajes, pero que consigue hallar su rumbo.

La pareja de cineastas va acumulando personajes y situaciones hasta componer un collage de vidas y motivos, arropado por la humedad del río y el ruido de fondo de los animales e insectos que pueblan la zona. Este uso de la naturaleza funciona como algo más que un simple contorno. Tiene Tigre algo de La ciénaga (2001) de Lucrecia Martel, sobre todo a la hora de captar esos ambientes asfixiantes y también de retratar la tensión que se genera entre los personajes. Y también algo del cine-naturalista de Matías Piñeiro en films como Rosalinda (2010). Pero lo mejor de Tigre es que acaba encontrando su propia voz y, sin excesos, mantiene siempre la tensión contenida de una manera sutil, convirtiendo el collage narrativo en una obra uniforme, que no unidireccional, con las formas y colores perfectamente definidos. El ‘cine de reencuentro’ al final no es más que la coartada para afrontar temas de más entidad entre los que acaba por surgir como nexo el paso del tiempo. El tiempo es imparable y, al contrario que las aguas del delta de un río, nunca se estanca. Fernando Bernal

MARIANA. Chris Gude. 64 minutos. Colombia (2017). Con Jorge Gaviria, Edward Duigenan, Mago Cayory.

La primera gran secuencia de Mariana –en la que, de noche, las luces de las motos de unos traficantes juegan al action painting sobre la pantalla– pone de manifiesto el fulgor estético del nuevo film del neoyorkino Chris Gude (Mambo Cool). Pero no es hasta un largo plano desde el interior de un coche, donde una carretera bacheada que atraviesa el desierto entre Colombia y Venezuela deviene una metáfora de la turbulenta Historia de Latinoamérica, cuando la película revela el alcance de su reflexión socioeconómica y geopolítica. La mayoría de escenarios en los que transcurre Mariana parecen remotos, perdidos más allá de la civilización; sus personajes parecen habitar una tierra fantasmagórica, un limbo penitente más allá de toda coyuntura; y, sin embargo, la película invoca, una y otra vez, los ecos de una realidad próxima, globalizada. La miseria y la marginación se presentan de manera alusiva como las piezas de un rompecabezas irresoluble.

Un proyecto desarrollado en las cocinas del Riviera LAB, el MRG/WRK del Festival Márgenes y el BAL de Buenos Aires, Mariana generará en el espectador familiarizado con los hitos del cine radical del siglo XXI una placentera sensación de déjà vu: ahí están los largos trayectos motorizados y las miradas a cámara de Apichatpong Weerasethakul, un plano de seguimiento a la Gus Van Sant (reconvertido, por el camino, en una sorprendente toma subjetiva), los planos generales ladeados, el quietismo y los escenarios en ruinas de Pedro Costa… Todo ello condimentado con un fuerte afán poético y una suerte de deconstrucción de las materias primas de la película: tierra, mar, aire y palabra se presentan como mucho mezcladas, nunca agitadas. La sombra del exceso de cálculo planea por esta obra de gran precisión conceptual. Sin embargo, el arrojo de varias de sus propuestas –como cuando se utiliza un discurso de 2006 de Hugo Chávez para meditar sobre las luces revolucionarias y las sombras populistas de la memoria de Latinoamérica– acreditan el valor transgresor de esta película esquiva. Manu Yáñez