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VITALINA VARELA. Pedro Costa. 124 minutos. Portugal (2019). Con Vitalina Varela, Ventura, Manuel Tavares Almeida.

De entre un sombrío pasaje de altos muros coronados por cruces cristianas, un grupo de figuras alicaídas forman, con sus andares arrastrados, una procesión fantasmagórica. Mientras la escabrosa comitiva desfila, en plano general, entre las tinieblas, en un rincón del encuadre avistamos a Ventura –el protagonista de los últimos films de Pedro Costa– tumbado en el suelo y escoltado por dos hombres jóvenes cuyas camisetas de tirantes y aires amenazantes evocan el imaginario de Rainer Werner Fassbinder. Algunos signos apuntan hacia una lógica humana: los bastones y muletas parecen corresponderse con la avanzada edad de los caminantes, mientras su aura harapienta concuerda con un contexto de alarmante penuria material. Sin embargo, la representación parece comandada por fuerzas que yacen más allá de los límites de lo racional: ¿es posible dar cuenta de esta marcha fúnebre sin recurrir a la idea del revenant, del zombi, una figura ya evocada por Costa en su anterior film, Caballo dinero, a través de un homenaje a Jacques Tourneur? Si de algo da cuenta Vitalina Varela, la nueva obra del autor de En el cuarto de Vanda, es del interés de Costa por transgredir los límites del realismo cinematográfico, un gesto que en ningún caso supone una merma para el compromiso del cineasta con la denuncia de las inaceptables condiciones de indigencia que soportan sus compañeros de viaje.

Vitalina Varela lleva el nombre de su protagonista: una mujer que, tras décadas esperando el reencuentro con su marido, acaba realizando el viaje de Cabo Verde a Portugal demasiado tarde, solo tres días después del entierro del hombre que la abandonó años ha. Una fatalidad extrema a la que hay que sumar la indigente realidad que encuentra Vitalina en su (baldía) tierra prometida. En más de una ocasión, nuestra heroína recibe la misma advertencia lapidaria: “aquí en Portugal, no hay nada para ti”. Sin embargo, nada puede frenar la determinación de Vitalina por conocer más detalles sobre la vida y muerte de su antiguo amor. Una “investigación” sin atisbo de resolución que convierte la odisea de Vitalina en un viacrucis que tendrá como centro neurálgico la casucha que habitaba su marido en el barrio marginal de Fontainhas, en Lisboa, escenario por excelencia del cine de Costa desde su aterrizaje con Ossos, su película de 1997.

Situada anímicamente entre la aflicción manifiesta y el amor persistente, Vitalina Varela se eleva gracias a la fructífera relación entre el compromiso realista de Costa y la confección de imágenes fantásticas. Imposible olvidar la evocadora llegada de Vitalina a Portugal en un avión nocturno, clandestino, varado en una pista de aeropuerto semivacía. El plano de los pies de Vitalina bajando las escaleras del avión –unos pies bañados por un llamativo goteo acuoso (¿las espaldas mojadas de los inmigrantes del mundo?)– consigue reunir los imaginarios de Robert Bresson y Luis Buñuel. Una fantasía que se transmuta en pura épica cuando los personajes abandonan sus refugios “subterráneos” para enfrentarse a los espacios abiertos. En la estampa más inolvidable de la película, un imponente contrapicado nos muestra a Vitalina intentando reforzar el endeble tejado de la chabola de Joaquim. Perfilada contra un cielo tenuemente iluminado por la luz del atardecer y encapotado por nubes pasajeras, nuestra heroína combate contra un viento arremolinado que parece venido de la Irlanda de El hombre tranquilo. La referencia no es gratuita si tenemos en cuenta que Costa, con su actualización digital del formato académico, es probablemente el único cineasta contemporáneo capaz de mirar de tú a tú a la monumentalidad crepuscular del cine de John Ford. Manu Yáñez

SANTIAGO, ITALIA. Nanni Moretti. 80 minutos. Italia, Francia, Chile (2019). Con Nanni Moretti, Carmen Castillo, Patricio Guzmán.

Santiago, Italia comienza como tantos documentales sobre el breve (1970-1973) pero intenso período de gobierno de la Unidad Popular en Chile y el golpe militar que terminó con el bombardeo al Palacio de la Moneda y la muerte de Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973. Más allá del buen uso de materiales de archivo, el sentido didáctico y los atinados testimonios (incluidos los de cineastas como Miguel Littín, Patricio Guzmán y Carmen Castillo), esos primeros minutos no van más allá de un correcto ensayo de corte casi periodístico. Sin embargo, tras algunas imágenes e historias conmovedoras sobre los detenidos en el Estadio Nacional, la película empieza a dar un giro, un vuelco para encontrar su corazón narrativo y emocional en el activo y decisivo papel que jugó el gobierno italiano para refugiar en su embajada de Santiago a más de 250 perseguidos políticos en momentos en que otros países ya habían dejado de ayudarlos.

Varios activistas que fueron recibidos en la residencia diplomática y luego obtuvieron los salvoconductos para viajar a Italia cuentan sus experiencias en aquel lugar y cómo después fueron recibidos con cariño en su nueva tierra. Nanni Moretti aparece muy poco en pantalla, pero lo hace en momentos decisivos: por ejemplo, cuando enfrenta a un represor al que entrevista en la cárcel y le dice: “Yo no soy imparcial” (ante una bravuconada provocadora del militar). En otros pasajes, se lo escucha haciendo las preguntas justas o lidiando con tacto con las emociones de los entrevistados. Con una estructura clásica y sencilla, Santiago, Italia va creciendo en su dimensión emocional en la acumulación, diversidad y riqueza de testimonios. Una construcción colectiva que permite acceder a una historia no tan conocida (el papel que jugó la Vicaría de la Solidaridad del cardenal Raúl Silva Henríquez) pero de tintes heroicos en medio de una dictadura que perseguía a sus enemigos a sangre y fuego. Diego Batlle

BLANCO EN BLANCO. Théo Court. 100 minutos. España, Chile, Francia, Alemania (2019). Con Alfredo Castro, David Pantaleón, Lola Rubio.

Pedro, el protagonista de Blanco en blanco, se considera a sí mismo un fotógrafo. Sin embargo, su tarea trasciende la mera captura mecánica de lo real. Cada vez que Pedro planta su cámara para realizar una instantánea, el ritual tecnológico aparece acompañado de un cometido más relevante: la puesta en escena de una representación. Así, cuando Pedro llega, a finales del siglo XIX, a un confín inhóspito de Tierra del Fuego para fotografiar a la futura esposa, todavía una niña, de un enigmático y poderoso capataz llamado Mr. Porter, nada queda al azar. Para contentar a su patrón, Pedro invita a la pequeña a adoptar una pose sutilmente sensual, fabricando una ilusión erotizante que nada tiene que ver con la inocencia de la niña. Este abismo que se abre entre la realidad y la representación será la principal baza conceptual y formal de una película que denuncia el encubrimiento de la barbarie histórica –en este caso, el genocidio de los pueblos indígenas de Tierra del Fuego– tras la pérfida máscara del impulso civilizador.

Court dedica la primera mitad de la estimulante Blanco en blanco a perfilar el personaje de Pedro como un testimonio impávido de un universo contradictorio. Como si se tratara de un burócrata salido de un relato de Kafka, Pedro cumple con su misión poniendo toda su fe en las promesas de grandeza que representa Mr. Porter, un avatar incorpóreo de una “civilización” que impone su supuesta superioridad moral por la fuerza. Ni siquiera la severidad del entorno natural, nevado como en Los vividores de Robert Altman, escarpado como en Jauja de Lisandro Alonso, puede contener la sed de conquista de Mr. Porter y sus armados secuaces. Desde su posición aparentemente distanciada, Pedro –un Alfredo Castro que, de la mano de Court, depura y “esencializa” sus aires maquiavélicos– busca algún sentido a su existencia y finalmente la encuentra en el retrato fotográfico de la cacería itinerante que tendrá lugar en la segunda mitad del film.

Con una cámara que transita entre la quietud y el movimiento sinuoso, al borde de lo espectral, Court somete la película, en su recta final, a los sugerentes rigores del extrañamiento. En un momento particularmente deslumbrante, un larguísimo fundido encadenado llega a poner en entredicho los cimientos figurativos de Blanco en blanco, empujándola al terreno de la abstracción, una operación que ya puso en práctica Kelly Reichardt en aquel fundamental neowestern titulado Meek’s Cutoff. Aunque si hablamos de estampas icónicas, ninguna puede superar a aquel contraluz perfilado por una puerta que se abría desde la oscuridad en el arranque de Centauros del desierto de John Ford, un plano que reaparece en Blanco en blanco para invocar la dialéctica de lo civilizado y lo salvaje, aquí dos caras de una misma moneda. Manu Yáñez

MATTHIAS & MAXIME. Xavier Dolan. 119 minutos. Canadá (2019). Con Gabriel D’Almeida Freitas, Xavier Dolan, Pier-Luc Funk.

Matthias & Maxime, lo nuevo de Xavier Dolan, cuenta la historia de Matt (Gabriel D’Almeida Freitas) y Max (el propio Dolan), dos amigos de la infancia que, llegada la treintena, siguen resistiéndose a aceptar el deseo amoroso que late entre ambos. La posibilidad del romance parece lastrada por un entorno castrador. Max quiere escapar de Canadá y de su tóxica familia para buscar nuevos horizontes vitales en Australia (la cuenta atrás de dicho viaje fija cronológicamente el relato), mientras que Matt parece atrapado entre una estresante carrera profesional en el mundo de los negocios y una novia complaciente.

Como suele ocurrir en el cine de Dolan, Matthias & Maxime reparte entre el público un buen número de golosinas para los sentidos. La filmación en formato analógico genera un extraño anacronismo: la textura de las imágenes busca despertar la nostalgia por el cine predigital, mientras que los personajes, abocados a la incontinencia verbal, no ahorran menciones a Instagram, los iphones o las series de HBO. Las múltiples referencias a la cultura popular, de Dragon Ball a El indomable Will Hunting, buscan despertar la complicidad del público, mientras se nos invita a reír con el patetismo encantador de numerosos personajes (un recuerdo particular para la madres pintorescas y vulgares, puro kitsch, que son ya una marca de fábrica de Dolan). A la postre, el truco más efectivo de Matthias & Maxime llega con la invocación de la fraternidad masculina que impera en el grupo de colegas del que forman parte Matt y Max. Ahí la película encuentra una fuente inagotable de indolencia y hedonismo, ingredientes fundamentales de una comedia de la irresponsabilidad que Dolan explota a placer.

El problema de Matthias & Maxime es que los aperitivos de dulzor efímero apuntados en el párrafo anterior no consiguen hacer olvidar los problemas que encuentra Dolan para dotar de densidad emocional la historia de amor prohibido entre la pareja protagonista. Sostenida por un conjunto de gozosas escenas musicales (al ritmo de Pet Shop Boys o Britney Spears), la película va dando bandazos por la existencia de unos personajes carentes de profundidad psicológica. Dolan confía en su capacidad para capturar la intensidad del vínculo amoroso a través de las miradas furtivas y melancólicas que intercambian sus amantes crucificados, pero la afectación emocional de dos actores de talento limitado (Dolan y D’Almeida no son Tony Leung y Leslie Cheung) no basta para mantener en pie el circo sentimental. Manu Yáñez