Página web del Festival de Gijón (20-28 de noviembre)
EL TANGO DEL VIUDO Y SU ESPEJO DEFORMANTE. Raúl Ruiz y Valeria Sarmiento. 70 minutos. Chile (1963-2020). Con Ruben Sotoconil, Claudia Paz, Luis Alarcón, Shenda Román, Luis Vilches. Sección Pases Especiales.
Las imágenes y sonidos de EL TANGO DEL VIUDO y su espejo deformante remiten a aquel hito cinéfilo que supuso la reconstrucción de Al otro lado del viento de Orson Welles, una obra que solo podía ser entendida a través de un cierto sentido del extravío. Aquí tenemos un film de Ruiz que se daba por desaparecida, pero que de repente reaparece. Eso sí, sin ninguna pista de audio localizable. A Ruiz se le fue la frase… y la terminó Valeria Sarmiento, quien dobla a los actores de la pantalla y aprovecha para añadir sonidos que surgen del fuera de campo. Un respetuoso proceso de reconstrucción no carente de vocación creativa.
Empieza la historia con un personaje masculino enfocado a contraluz. A nuestros ojos, es poco más que una sombra, y a juzgar por la manera en que se mueve, incluso podría tratarse de un espectro. Hay, desde el primer fotograma de 16mm, una atmósfera fantasmal que, además, se reafirma cuando la trama empieza a tomar cuerpo: lo que hemos visto ha sido un hombre que paseaba tranquilamente por su casa… y que observaba el cadáver de su esposa. Ya tenemos al viudo. Lo que sigue es el tango, saldado mediante una impresionante muestra de cine en descomposición. La película pretende retratar el calvario interior del protagonista: un marido que ha sobrevivido a su mujer, y al que parece que solo le quede llorar su pérdida… o a lo mejor, desmoronarse, junto al mundo que le rodea, por una serie de remordimientos de inenarrable origen.
Conviene tener presente que EL TANGO DEL VIUDO y su espejo deformante bebe del mortuorio poema homónimo de Pablo Neruda. Y, como tal, el film de Ruiz y Sarmiento abunda en gestos poéticos, juegos de palabras, experimentos con el lenguaje. Todo ello en su vertiente más heterodoxa: el empalme de secuencias, la elección de planos, el uso del sonido… nada se corresponde con ningún tipo de lógica convencional. Llegados al teórico fin, la película decide regalar al espectador otro milagro plegándose sobre sí misma, rebotando para volver al principio. En realidad, apenas hemos superado el primer acto, y el segundo se presenta como el eco más cruel imaginable, en una suerte de prefiguración del perverso espíritu de reescritura que invocaría David Lynch en Mulholland Drive. Es el infierno de la repetición, acentuado por el aturdidor efecto de la velocidad y las imágenes invertidas. Víctor Esquirol
THE WOMAN WHO RAN. Hong Sang-soo. 77 minutos. Corea del Sur (2020). Con Kim Min-hee, Kwon Hae-hyo, Lee Eun-mi. Sección Pases Especiales.
“En los cinco años que llevamos casados, nunca habíamos estado separados”, insiste Gam-hee a cada una de las tres amigas con las que se encuentra en The Woman Who Ran. A lo largo de la película, la frase se reitera: aparentemente, el marido de Gam-hee cree que cuando hay amor se debe estar siempre juntos. Ahora, sin embargo, él está de viaje por trabajo, y Gam-hee aprovecha esos días para visitar a dos amigas en sus casas fuera de la ciudad, y para topar por azar con otra conocida en una sala de cine. Repetición y mutación, el cine del surcoreano Hong Sang-soo avanza mediante estos dos impulsos, que se vislumbran también en los setenta y pocos minutos de su nueva película, en la que el estilo del cineasta se muestra depurado, pegado a su esencia, la de planos largos con panorámicas y zooms para reencuadrar.
Precisamente con un zoom culmina una de las escenas más bellas y cómicas del film: un vecino llama a la puerta de la casa de la primera amiga para quejarse porque ella da de comer a los gatos callejeros, y estos le resultan molestos. Él aparece de espaldas con sus quejas egocéntricas, y ellas –la amiga, su compañera y Gam-hee– le replican que los animales también tienen derecho a comer. Mientras tiene lugar el encontronazo dialéctico, un gato permanece en la parte inferior izquierda del cuadro; cuando todos los personajes abandonan el plano, Hong realiza un zoom hacia el felino, que primero bosteza y luego mira a cámara. La escena no solo resulta cómica, sino coherente tanto con el estilo de Hong –repetición: el zoom para reencuadrar y redefinir el tono– como con uno de los nuevos temas –mutación– que planea en The Woman Who Ran, el de la relación de los humanos y los animales. No en vano, la película se abre con el plano de unas gallinas, y su primera parte transcurre entre conversaciones en torno a la carne.
“¿Te cortaste el pelo?”, le preguntan a Gam-hee, resaltando así el look diferente de la actriz, Kim Min-hee, que se explaya con la respuesta. “No bebo”, le dice una amiga en otro momento, explicitando a la vez otra pequeña mutación, la de la ausencia de borracheras en la película. Hong evidencia los cambios, como si en su cine el placer no fuese solo el de las pequeñas cosas, o el de observar la fragilidad sutil de los sentimientos, sino el de contemplar justamente cómo su obra avanza suavemente, como la propia vida. De las distintas películas de Hong junto a Kim Min-hee, The Woman Who Ran es la más directa en su voluntad de indagar en los personajes femeninos, a los que se contraponen unos hombres que aparecen como un engorro. En la tercera parte del film, la Gam-hee se topa con una antigua amiga, que decide pedirle disculpas porque inició una relación con el novio de la protagonista. Este “episodio” se abre y se cierra con la imagen de una playa proyectada sobre una pantalla de cine. La textura revela la condición de imagen de las vistas marinas, y la banda sonora también se explicita como una reproducción. De hecho, la música que acompaña las transiciones resuena distorsionada, evidenciando la idea de estar escuchando una grabación. He aquí otra de las mutaciones. A lo largo de la película, vemos diversas pantallas: la de las cámaras de seguridad de la casa de la primera amiga, y la del interfono de la segunda. Las superficies de estas imágenes aparecen mediante panorámicas; y la distancia entre unos personajes y otros expone la dificultad en la comunicación entre hombres y mujeres, discurso perenne en el cine de Hong. El reverso está en un gesto reencuadrado con un zoom: el de las dos conocidas cuyas manos se tocan mientras una se disculpa con la otra por algo que sucedió tiempo atrás. Violeta Kovacsics
LE SEL DES LARMES. Philippe Garrel. 100 minutos. Francia, Suiza (2020). Con Logann Antuofermo, Oulaya Amamra, Louise Chevillotte, André Wilms. Sección Pases Especiales.
En Le Sel des larmes, el francés Philippe Garrel filma el presente como si fuese otra época. En su cine, el flirteo no se gestiona a través de Whatsapp, tampoco en las redes sociales, sino mediante un simple plano-contraplano, de un lado al otro de la calle, que acaba con el chico pidiéndole a la chica que queden cuando ella salga del trabajo. El amor siempre responde a una concepción binaria de la sexualidad, aunque ese aparente reduccionismo no se transfiere al ámbito racial: Garrel se abre en esta ocasión al retrato de una Francia no únicamente blanca. En Le Sel des larmes, también se estudia la posibilidad de aquello que hoy en día se ha dado en llamar el poliamor, y que en la obra de Garrel siempre se ha canalizado a través de las idas y venidas sentimentales de sus personajes. Aquí, el tránsito emocional lleva a Luc (Logann Antuofermo) de Djemila (Oulaya Amamra) a Geniviève (Louise Chevillotte, una de las protagonistas de L’Amant d’un jour, anterior film de Garrel), y de esta a Betsy (Souheila Yacoub), a quien tiene que compartir con Paco (Martin Mesnier). Como en Los amantes regulares, Garrel incluye un pasaje musical, que se corresponde precisamente con el despertar del enamoramiento.
En medio de esta búsqueda del amor, está el padre de Luc, un carpintero de ataúdes –un oficio también de otra época– con quien el protagonista tiene la relación más bella de toda la película. El plano del padre, solo en el salón, releyendo orgulloso la carta de aceptación de su hijo en una escuela de ebanistería rebosa ternura. Así se maneja Garrel en este mundo inestable de los sentimientos, que se exponen abiertamente, quizá porque la construcción de la ficción se erige sobre algo profundamente verdadero. Tras el rostro del padre ebanista, se intuye el recuerdo del propio padre del director, Maurice Garrel, una presencia recurrente en la obra del director de La Cicatrice intérieure hasta su muerte en el año 2011.
Garrel explicita la condición ficcional, casi fabulística, de la película mediante toques de humor y una voz en off que en algunos momentos lleva al personaje a situaciones inverosímiles. Este es un tránsito constante en la obra de Garrel, entre la vida y la ficción. En diversos pasajes de Le Sel des larmes, los personajes se topan con una puerta cerrada: Luc se despide de Djemila en el umbral de su casa; el padre no puede entrar en la casa de su hijo tras perder el tren; y es precisamente una puerta tras la que el personaje esconde su dolor. Por momentos, la película de Garrel respira algo del cine de Hong Sang-soo, del mismo modo que las habituales tribulaciones afectivas en torno a la infidelidad en el cine del director coreano tienen algo de garreliano. En Le Sel des larmes, se vuelven a invocar el encuentro, el azar, el amor, la explicitación de las costuras de la ficción y, ahora, también, un toque de humor que convive con las heridas que deja la vida. Violeta Kovacsics
LA ÚLTIMA PRIMAVERA. Isabel Lamberti. 77 minutos. Países Bajos, España (2020). Con María Duro Rego, David Gabarre Duro, David Gabarre Jiménez. Sección Esbilla
La Cañada Real es un poblado chabolista de Madrid que no aparece en los mapas ni en las estadísticas. Solo se hace ocasionalmente referencia a sus habitantes en la sección de sucesos de los medios o cuando se quiere hablar de marginación. La cineasta Isabel Lamberti ha decidido ambientar en este ‘no lugar’ su primera película, La última primavera, un film luminoso y directo, que apela continuamente a la dignidad de sus protagonistas, y que toma como material de partida la realidad para reconstruirla con la mayor veracidad posible en un dispositivo fílmico de ficción.
A través de asociaciones que trabajan en la Cañada Real, Lamberti entró en contacto con el poblado y posteriormente con los Gabarre-Mendoza. Los hijos fueron los protagonistas de su cortometraje Volando voy (2015), pero para su primera película decidió ampliar el retrato a toda la familia, en un momento de sus vida absolutamente crítico, cuando les comunican la orden de desahucio y el posterior derribo de su casa. En La última primavera, resulta inevitable encontrar resonancias de la forma de trabajar de Isaki Lacuesta en Entre dos aguas (2016) y La leyenda del tiempo (2006). Lamberti tuvo un contacto estrecho con sus protagonistas, a los que denomina su “familia”, y las escenas estaban escritas previamente a partir de hechos y situaciones reales, aunque los diálogos se fueran improvisando.
Lamberti apuesta por un estilo que apela al reportaje periodístico. Cámara en mano y eludiendo los planos subjetivos, sigue a los distintos miembros de la familia en los días previos a que tengan que abandonar su humilde hogar. La búsqueda de trabajo de los jóvenes, las asambleas de vecinos o las peripecias administrativas del padre para encontrar un nuevo lugar para vivir son algunas de las situaciones en las que la directora acompaña a sus personajes reales. Sin embargo, los momentos que brillan con una especial intensidad son los que pertenecen al ámbito privado, esas charlas donde muestran su vitalidad y sus miedos, y también sus celebraciones.
En estos momentos es cuando el espectador se sumerge en la verdadera intimidad de los Gabarre-Mendoza, como lleva haciendo la cineasta desde hace años, y entiende el fuerte arraigo que sienten por el lugar donde viven. El grado de cercanía hacia ellos se percibe con mayor intensidad en cada nueva secuencia. Lamberti consigue este efecto de progresiva aproximación a través de imágenes atravesadas en todo momento por la naturalidad y la frescura. Estamos así ante una ópera prima singular que, como efecto beneficioso, deja al espectador con ganas de conocer cómo serán las vidas de sus protagonistas lejos de la Cañada Real. Fernando Bernal