Página web del Festival de Cine de Ourense (23 de septiembre – 1 de octubre).

TORI Y LOKITA | Jean-Pierre y Luc Dardenne | Francia, Bélgica | 2022 | 88 min.

A esta altura de sus vidas y sus carreras, con un estilo propio muy reconocido y una mirada sobre el mundo de profundo humanismo y consternación por las profundas diferencias sociales, es imposible pedirles a los hermanos Dardenne que cambien o se renueven. Ya han concebido sus mejores trabajos y que solo queda persistir en el camino de la concientización y la reivindicación de los más desfavorecidos del sistema. En la consideración crítica les ha pasado algo parecido a Ken Loach: muchos ya los miran con desdén, con cierto hartazgo y no poco desprecio. A mí, en cambio, su obra me sigue resultando atinada y en varios aspectos valiosa. No pretendo que me sorprendan, me contento con que me acompañen con sus películas nobles en la reivindicación de la empatía y una mayor justicia.

Vamos, entonces, a Tori y Lokita, que como su título lo indica está protagonizada por dos hermanos de origen africano que intentan sobrevivir en el hostil submundo belga. Lokita tiene 16 años y no consigue que le den los papeles de residencia; Tori, de 12, es un niño entrañable, simpático e inteligente (quizás demasiado entrañable, simpático e inteligente) que sí tiene la documentación en regla porque ha ingresado en carácter de refugiado. Pero él está dispuesto a hacer todo lo que haga falta para ayudar a su hermana. Cuando hablamos de submundo no son solo precarias condiciones de empleo y vivienda, sino de tráfico de drogas, prostitución y hasta trabajo poco menos que esclavo. Si bien ambos tendrán efímeras y ocasionales ayudas y gestos de solidaridad, el entorno es casi siempre sórdido, violento, desgarrador.

El estilo de los Dardenne es tan… dardenniano que no cambia ni un ápice. Planos secuencia con cámara en mano pegada a los personajes y un trabajo minucioso y delicado con los actores, muchos de ellos no profesionales, como el caso de los protagonistas y debutantes absolutos Alban Ukaj y Pablo Schils. ¿Que a estas alturas las películas de los Dardenne son un poco previsibles? Sin dudas, pero están concebidas con enorme tensión, sensibilidad y una mirada sin medias tintas sobre el estado de las cosas que desde este espacio que compartimos. Diego Batlle

EL AGUA | Elena López Riera | España, Suiza, Francia | 2022 | 104 min.

En El agua, perviven muchos de los elementos característicos del trabajo de Elena López Riera como cortometrajista, comenzando por la presencia de su tierra natal: Orihuela, la localidad alicantina situada en la Vega Baja del Segura. En su primer largometraje, la cineasta rescata las competiciones de palomas pintadas sobre las que ‘volaba’ Los que desean (2018); el poder de las tradiciones y los relatos que aparecía en Las vísceras (2017); y el concepto de eterno retorno diletante al hogar –basado en su propia experiencia– que cimentaba su primer trabajo, Pueblo (2015). Un gesto autorreferencial que sustenta la personalidad de su ópera prima, una de las películas más singulares, emocionantes, personales y rotundas que se han podido disfrutar esta temporada. Y no solo dentro del cine español.

La tradición del lugar habla de una leyenda en la que una joven que se iba a casar sintió que el agua “se le metía dentro”. Era la llamada del río, la forma en la que este declaraba que se había enamorado de la mujer y que su destino sería desaparecer entre sus aguas. De esa chica nunca más se supo y la historia se transmitió, entre mujeres, hasta llegar a nuestros días. Con este elemento mítico como coartada, López Riera sitúa en el paisaje alicantino a una adolescente que vive junto a su madre y su abuela, y que siente que en ella se puede repetir la leyenda. La cineasta plantea el film como un esquivo coming of age levantino, fijándose en la vida cotidiana de la joven (excepcional Luna Pamiés, una de la magníficas no actrices y actores que acompañan a las profesionales Nieve de Medina y Bárbara Lennie), en su trabajo en el bar familiar, y en su tránsito por afters y raves, dos escenarios nocturnos, lisérgicos y catárticos. Sin embargo, este entramado narrativo no deja de ser un velo que permite vislumbrar muy pronto los secretos metafóricos que esconde, como un preciado tesoro, el film.

El agua se desborda de forma mágica, como la propia mística que corre por el cauce del río, hacia territorios insospechados. El retrato de una cotidianeidad adolescente repleta de incertidumbres se abre a una meditación sobre la necesidad de liberarse de una Historia de sometimiento femenino. López Riera condensa el mensaje político a través de imágenes hipnóticas, por momentos de una exuberante luminosidad, y otras veces fantasmagóricas. Se trata de un ejercicio fílmico en el que conviven la representación naturalista, lo fantástico y el testimonio documental, contenido en secuencias de riadas grabadas con móviles y en los testimonios de mujeres que, a través de los relatos legendarios, evocan sus miedos y sus deseos. Fernando Bernal

FUEGO | Claire Denis | Francia | 2022 | 116 min.

Sara (Juliette Binoche) y Jean (Vincent Lindon) disfrutan a solas de un merecido descanso. De hecho, parece que no quede nadie más en el planeta. Sus siluetas, apenas dos manchas en la azul inmensidad del mar, se presentan casi como los últimos vestigios de la humanidad. El agua, cristalina, arroja luz sobre dos cuerpos en total sintonía; tanta, que no sorprendería verles fusionarse en uno de los primero planos que comparten. Pero el idilio no tarda en romperse. A través de un túnel por el que circula un tren a toda velocidad, Fuego nos traslada una París inmensa y abarrotada, donde late el riesgo del contagio. En casa, la gente se comunica a través de videollamadas con una resolución de imagen casi grotesca; en el resto de interiores, no queda otra que taparse la cara con una o dos mascarillas.

Un gesto, una mirada furtiva, y ya se ha lanzado el embrujo. De camino a su trabajo en una emisora de radio, Sara se cruza con François, su expareja y, hace tiempo, mejor amigo de Jean. Y todo se precipita, y todo se va al traste. Fuego, lo nuevo de Claire Denis se articula como un triángulo amoroso que completa Grégoire Colin en la piel de un empresario con una irrechazable oferta laboral. Con su talento para la disección del más mínimo vaivén emocional, Denis despliega, a gran velocidad, el desmoronamiento de una armónica relación de pareja ante la aparición de un elemento disruptor. Luego, mediante un juego perverso de elipsis, la directora de Beau Travail sumerge al espectador en la turbiedad de los laberintos melodramáticos. En esta tesitura, la palabra hablada pierde su poder de interlocución y deviene un amasijo de balbuceos, medias verdades y evasivas. De los primeros planos pasamos al plano detalle. La cámara. fijada antes en los rostros de los actores, baja hasta sus manos: capta sus tics nerviosos, sus gestos delatores, sus marcas y heridas. En paralelo, el aparato cinematográfico acompaña el derrumbe de los protagonistas: la crudeza de las imágenes digitales priva de cualquier posibilidad de glamour a los integrantes de este triángulo pasional, y la profusa partitura de Stuart Staples parece trastocar la psique de Jean, Sara y François, meros títeres a merced de sus propios calentones.

En una escena, el personaje de Binoche explicita una sintomatología que bien podría haber formado parte de los Fragmentos del discurso amoroso de Roland Barthes, en el que Denis se inspiró para Un sol interior: “Ya estamos… una vez más, tocará estar siempre atenta al teléfono móvil… tocará sentirse húmeda”. Para disfrutar de Fuego, hay que acostumbrarse al tono directo con el que el guion coescrito por Denis y Christine Angot va adentrándose en cada tortuoso frente de la función. Solo existen los celos, las desconfianzas y la espera hasta que el móvil vuelva a sonar. Grégoire Colin –actor fetiche de los primero films de Denis– descoloca al representar la facilidad con la que el “galán fatal” pierde la dignidad; Juliette Binoche llora como nadie la pérdida de su propia libertad; y Vincent Lindon (que ya trabajó con Denis en la muy emocional Vendredi soir) da una semi-improvisada y magistral lección sobre la retroalimentación de la frustración. Cada uno con sus propios demonios, y alimentando los de su compañero de cama, como en las relaciones más enfermizas, aquellas de las que no se puede salir tan fácilmente. Víctor Esquirol

EL TRIÁNGULO DE LA TRISTEZA | Ruben Östlund | Suecia, Francia, Reino Unido, Alemania, Turquía, Grecia | 2022 | 147 min.

Con su mirada inconformista y punzante, el sueco Ruben Östlund se ha convertido en uno de los enfants terribles del panorama autoral contemporáneo. Junto a cineastas como Yorgos Lanthimos o Michel Franco, y tomando a Michael Haneke como una suerte de guía espiritual, el ganador de la Palma de Oro de Cannes por The Square ha situado en el centro de su cine la denuncia de las miserias de las clases privilegiadas. Dentro de esta liga de fustigadores del “primer mundo”, Östlund comparte con Lanthimos una preferencia por la sátira, lo que convierte su cine en un festín de situaciones ridículas, en las que la burguesía exhibe (y es castigada por) su frivolidad, arrogancia e intolerancia. Para el director de Fuerza mayor, Occidente vive sumido en la fantasía de un pacto basado en la justicia social, y solo hace falta rascar un poco en la cáscara de nuestra civilidad para revelar la violencia sobre la que se sustenta el sistema capitalista.

Para destapar estas tensiones sociales –que tienen como exponente más evidente la idea de la guerra de clases–, Östlund pasa por su scanner paródico las actitudes de aquellos que ostentan el poder, los privilegiados. Así, el triángulo de la tristezatiene como primeros protagonistas a una pareja de modelos que, durante una noche de fiesta, descubre sus primeras desavenencias. Carl (Harris Dickinson) se escuda en la igualdad de género para exigir a su novia que pague una parte de la cena, mientras que Yaya (Charlbi Dean) tiene muy claro que discutir sobre dinero no es nada sexy. La superficialidad de este dúo de atractivos influencers lleva la película hasta su segunda etapa: un crucero de lujo que remite al encierro que vivían los burgueses de El ángel exterminador de Luis Buñuel. En este escenario, Östlund construye una ristra de sus habituales performances patéticas e incómodas, en las que sus criaturas expresan su amoralidad con una desfachatez asombrosa.

El desprecio que Östlund expresa hacia el universo que retrata convierte a sus criaturas en caricaturas risibles. Y cuando se trata de rematar el discurso del film, la única vía posible parece ser el estudio de la cara más traicionera de todos los personajes: europeos o asiáticos, ricos o pobres, apolíneos u obesos. Östlund es democrático en el reparto de su crueldad intolerable: antes que un justiciero, el cineasta sueco es un misántropo. Manu Yáñez