(Imagen de cabecera: Fade to Black de Alejandra Pombo Suárez)

Mariona Borrull (Santiago de Compostela)

En unos tiempos en que la cinefilia parece abocada a la sobrestimulación y la urgencia que imponen el tupido calendario de festivales y el frenesí impuesto por las redes, algo nos recuerda qué nos mueve de aquí para allá, por qué no corremos en vano. Ese algo son los festivales pequeños. Allí parece que el ansia por ser evento desaparece, acallada entre la negativa a plegarse al glamour de las alfombras rojas y el calor de un equipo humano que es más familia que perro guardián. En las pantallas de antiguos cines de pueblo, el cine se vive, no se publicita y, sobre todo, no da clicks. Es allí donde anida la esperanza para un periodismo cinematográfico vampirizado por el hype y distanciado de la noble labor del descubrimiento. Estos festivales son la prueba de que aún podemos conectar con la emoción pura que genera un visionado libre de preconcepciones autoristas y expectativas mediáticas. En estos términos se mueve el circuito de festivales gallegos (Novos Cinemas, S8, Curtocircuito, entre los que conozco), fértil sotobosque en el que el cine reclama, con autonomía y vivacidad, su verdadero estatuto colectivo y artístico.

A su vez, el año 2021 está imponiendo continuas pruebas de fuego para los viejos rituales cinéfilos. Que Sitges haya eliminado definitivamente su zona de prensa, que las entradas en San Sebastián sigan disputándose por internet; todo ello es signo de un cambio asentado, de un nuevo estado de la cuestión. Por su parte, la XVIII edición de Curtocircuito decidió apostar por el turbador cine de Yann González. El suyo es un estilo que, en palabras de Brais Romero, programador en Curtocircuito, “apela directamente a las vísceras, al lado más estético del ser humano: no quiere explicar la sociedad, las relaciones o la noche; quiere hacernos sentir”. De imaginario provocativo y ritmos lubricados, González no dibuja a medias tintas, su universo se presenta como un mundo aglutinado a base de afecto puro, imágenes que solo podemos recibir, nunca negociar.

“Sisters with Transistors” de Lisa Rovner.

¿Cómo tumbar un arte que es totalmente autónomo? “Esta es la historia de mujeres que oían música dentro de sus cabezas”, arguye la voz de Laurie Anderson al principio de Sisters with Transistors, de Lisa Rovner, presentada en la sección Playlist del certamen compostelano. La poeta y cantante se refiere a aquellas mujeres que, a lo largo del siglo XX, tomaron el único territorio que los hombres no habían invadido todavía en el campo de la música y se hicieron con cables, teclados y sonidos venidos de otro mundo. Fueron las pioneras de la electrónica, un género profundamente queer en tanto que elemento disruptivo. Suzanne Ciani, Pauline Oliveros, Daphne Oram, Laurie Spiegel… Ellas perturbarían las quietas aguas de un sistema que primero las miró como auténticos fenómenos de feria y, para cuando hubo fagocitado los signos de modernidad que sus composiciones ofrecían, las abandonó al olvido de la Historia. De Sisters with Transistors destaca su inteligencia, en materia de puesta en escena, al mezclar imágenes y voces radicalmente dispares (grabaciones provenientes de generaciones y emplazamientos remotos) para proponer una conversación entre las mujeres del pasado y las del presente. A través de la palabra, y mediante un montaje interesado, el cine también permite crear comunidad.

Aunque el corazón de Sisters with Transistors cabe buscarlo en la fascinación, compartida por todas las mujeres del film, para con un fenómeno cuya naturaleza profunda no pueden destripar: ¿cómo comprender verdaderamente que un 0 y un 1 pueden convertirse en una nota que nos mueve hasta las lágrimas? Todas sopesan maravilladas el carácter inefable de un mundo de sonidos que apenas logran dominar. En el último plano de la película, una de las artistas se abandona, con los ojos y puños cerrados, a la escucha de una sostenida melodía electrónica. Cuando la música muere, se dirige a cámara y suelta una breve carcajada incrédula. A falta de palabras, buena es la risa.

“Radio Cu Cu” de Berio Molina.

El alborozo destensa, apacigua la inquietud (el unheimlich de Scheling). Tanto es así que, en ocasiones, solo una risotada nerviosa podrá destapar una verdad soterrada. Bajo esta tónica opera Radio Cu Cu, de Berio Molina (7 Limbos), uno de los mejores trabajos de la sección Planeta GZ. En el cortometraje, una emisora de radio (la epónima “Radio cu cu”) recoge material grabado por cámaras de videovigilancia, sobre el que se superponen diálogos inventados o efectos de sonido creados con la boca. Las imágenes provienen de spas, hogares, calles, fábricas, otras emisoras de radio, tiendas, edificios… El rudimentario ensamblaje entre las pistas de vídeo y audio da lugar a una realidad extrañísima, en que (como ya esgrimía Juanjo Giménez en la desincronización auditiva de Tres) el mundo se abisma en la brecha expandida entre imágenes y sonidos, una distancia que genera efectos paródicos y mucho desasosiego. Por un lado, Molina parte de una galaxia de imágenes obtenidas sin consentimiento, gracias a webs como Insecam (un directorio de cámaras de seguridad conectadas en vivo y repartidas por todo el planeta), que remiten a la hipervisibilidad inquietante de un mundo donde todes somos potenciales objetos de burla. Por otra parte, subraya que la burla solo es un juego, una forma algo excéntrica de intentar conectar con realidades ajenas. Bienvenida sea la hipervisibilidad si puede acompañar a alguien para que se sienta menos desamparade. El Berio del corto empieza a llamar a los números que encuentra en un tablón de anuncios, solo para anunciar que existe, para hacerse visible. Mira a la gente, esperando que algún día alguien le devuelva la mirada.

En ocasiones, el cine también transige: ofrece imágenes para maravillarse ante el carácter inefable de la realidad. Un argumento clásico –decodificador para obras crípticas y sostén de ontologías fílmicas– que sin embargo esconde un segundo giro posible: si se hace cine solo para advertir que la realidad sigue siendo un misterio, intentar “articular” un discurso fílmico podría no servir de nada. Fade to Black, de Alejandra Pombo Suárez (también en Planeta GZ), es un ejemplo brillante de ello. El cortometraje combina cintas de vídeo caseras, fragmentos de películas radicalmente distintas e interludios en negro con música de fondo. Su directora describe esta desnuda yuxtaposición audiovisual como una suerte de desmayo, un impasse entre la vigía y la inconsciencia, que da cuenta de la futilidad de intentar explicar, “articular”, una asociación libre, un pensamiento recurrente o una melodía que suena en nuestra mente una y otra vez. En Fade to Black, los cortes de montaje obedecen solo a cuestiones de movimiento (la concatenación entre imágenes de caídas y desvanecimientos), a la semejanza entre planos (una zarpa de león, las patitas de un suricata) o al puro arrebato emocional (de enamoramientos desvaídos en el cine a las lyrics caseras de una canción de Youtube). Al no disponer de razones para justificar ninguna de sus decisiones de montaje, el corto de Pombo Suárez termina por explicarse por sí solo. En la libertad placentera y gratuita del cine nos refugiaremos. Allí permaneceremos, cuando el mundo fuera de las salas agote nuestras fuerzas, cuando todo parezca perdido.