Cuando los miembros del jurado de la pasada edición del Festival de Rotterdam tuvieron que escoger la ópera prima que se alzaría con el Premio Especial del Jurado no dudaron en apostar por el rompedor largometraje de Pablo Lamar, La última tierra. Desde sus orígenes, el certamen neerlandés había otorgado tres galardones sin distinción cualitativa entre los ganadores. Sin embargo, en 2016 la nueva directiva cambió la dinámica del palmarés, imponiendo dos trofeos: una única mejor película –el Hivos Tiger Award que recibió Radio Dreams– y la mención especial de Lamar, otorgada al mejor logro técnico entre los ocho films de la competición. Cuando Miguel Gomes subió al escenario para anunciar el segundo vencedor proclamó que ese merecidísimo premio festejaba una verdad obviada por muchos cineastas, críticos y programadores: el tratamiento del sonido en una película no debe considerarse inferior a las imágenes que acompaña. El director leonés, Jorge Suárez-Quiñones Rivas –único representación español en la sección oficial del Filmadrid–, ha concebido Amijima respetando dicha premisa. Así, tras la premiere mundial de su nueva obra articuló unas palabras similares a las del director de Tabú: “La imagen no es más pura que el sonido, por eso hay que respetarlos o jugar con ellos por igual”.
En este sentido, tanto La última tierra como Amijima experimentan con las posibilidades del sonido para convencer al espectador de que existe un diálogo entre el protagonista y un interlocutor incorpóreo. Si en el film de Lamar el personaje ausente no es otro que la esposa recién fallecida, para Suárez-Quiñones Rivas el oyente invisible se identifica con la amante que dispone a suicidarse al mismo tiempo que nuestro antihéroe. Así, esta brillante adaptación personal de la obra de teatro bunraku Los amantes suicidas de Amijima, escrita por del japonés Chikamatsu Monzaemon a finales del siglo XVII, tan sólo ilustra los actos que realiza el comerciante Jihei por terminar con su vida; en cambio, las tentativas de suicidio de su amante –la geisha Koharu– permanecen en un fuera de campo visual, manifestándose a través de esa violencia acústica (no apta para todos los oídos, pues, en ciertos momentos decisivos de la cinta, muchos temimos por salir de la sala con los tímpanos perforados).
Más allá de ese lógico y consecuente reto sonoro que Amijima impone al espectador, su singularidad reside en sus persistentes intentos por desvincularse del argumento de la pieza teatral japonesa sin salirse nunca del texto. En otras palabras, el cineasta altera el orden y el sentido del texto original, dejando intacta la esencia del relato. La intención del director no es reproducir las acciones suicidas del personaje masculino de la obra de marionetas nipona, sino plasmar en cincuenta y cuatro minutos de metraje la inmovilidad e impotencia que padece ese hombre. Suárez-Quiñones Rivas aniquila toda representación realista de ese hecho anecdótico –el suicidio– para poner en escena algo tan intangible e inmaterial como la agonía en sí misma, el dolor sin atributos, el sufrimiento sin el rostro del que sufre.
Amijima no es la crónica de un individuo que desea autoinmolarse por amor. Es una representación pesadillesca del agujero negro donde queda atrapado aquel que intenta morir sin éxito. En este sentido, el título de esta estelar adaptación cinematográfica es una declaración de intenciones, pues ‘Amijima’ tan sólo alude al (no)lugar geográfico en el que se lleva a cabo el doble suicido en la obra de Monzaemon. Las acciones cíclicas que protagoniza Guillermo Pozo y los extractos del libro que recita repetitivamente certifican el estancamiento en el no-espacio y el no-tiempo del desconsuelo universal. Sin lugar a dudas, Amijima es la propuesta más fresca, subversiva e inspiradora de la competición del Filmadrid.
Durante el tercer y cuarto día también asistimos a proyecciones de dos películas de sección oficial que reafirman el carácter agitador e innovador de este festival (anticipado en la primera crónica del Filamdrid). Desde el continente africano llegaron dos películas transgresoras que denuncian el deambular de una juventud alienada, prácticamente inerte. Nos referimos a la argelina Rondabout in My Head y al cortometraje de la cineasta marroquí, Randa Maroufi, Le Park. La parálisis de los adolescentes de Marruecos que protagonizan la imponente pieza de Maroufi no es una cuestión metafórica; la directora ha representado dicho anquilosamiento de forma literal, mediante la congelación de las imágenes. La cámara de Maroufi se desplaza con libertad, saltando entre tableaux vivants, originando una serie de planos secuencia que evoca la exquisita puesta en escena del film estonio, In the Crosswind.
Por otro lado, el deambular de una generación perdida puede manifestarse en el lugar menos esperado como, por ejemplo, en un matadero de Argelia. Dejando en fuera de campo el degüelle de los animales, el cineasta Hassen Ferhani centra su inquietante debut en aquello que ocurre en las cortas o largas pausas de los trabajadores. Así, en Rondabout in My Head conoceremos todos los pasatiempos que practican los autóctonos: desde cuestionables torturas de gaviotas encadenadas a adictivas partidas al dominó. Sin embargo, los entretenimientos de los operarios no son las escenas que interesan a Ferhani. El documentalista anhela desenmascarar la desidia de los muchachos. Por ese motivo les filma incansablemente, mientras escuchan consejos de sus compañeros ancianos, para conquistar mujeres o hacer fortuna, sin ninguna esperanza. El título de este largometraje (‘una rotonda en mi cabeza’) está inspirado en las palabras que pronuncia el protagonista en el único momento en que se encuentra solo frente al entrevistador. Tras insinuar que su cabeza es como una rotonda donde se presentan todos los caminos que puede tomar en la vida, rectificará. Los jóvenes de Argelia tan sólo pueden tomar tres rutas: suicidarse, agachar la cabeza y vivir cual muerto viviente, o cruzar el mar.