Carles Matamoros (San Sebastián)

El cine de Bertrand Bonello se siente cómodo en espacios cerrados, ya sean estos una mansión (De la guerre), un prostíbulo (L’Apollonide) o una casa (Tiresia). Dichos lugares delimitan e incluso potencian las obsesiones de sus personajes, que saben que el tiempo queda allí suspendido mientras el mundo exterior sigue su curso. En la segunda mitad de Nocturama, la nueva película del cineasta francés, el lugar elegido para la acción es un centro comercial, donde se refugian varios jóvenes durante una noche tras haber cometido una serie de atentados en París. Lejos de estar preocupados, la mayoría de ellos optan por interaccionar con los productos que allí se encuentran (vestidos, maquillaje, videoconsolas, juguetes, vehículos, equipos de audio, camas) dando lugar a una suerte de desenfreno consumista. Su comportamiento les define como seres indisociables de la sociedad en la que habitan y a la que, solo en apariencia, combaten a través de la violencia. La obsesión por la moda, la fama y la belleza que invadía las páginas de Glamourama, la novela de Bret Easton Ellis que Bonello traslada muy libremente a su imaginario, podría rastrearse aquí en el narcisismo de estos adolescentes terroristas necesitados de atención mediática y de ideología difusa. ¿O es que acaso la revolución no es más que una marca, un simulacro, en la sociedad del espectáculo?

La incontinencia verbal, el cinismo y las citas constantes a figuras públicas que dominaban el desmesurado relato de Ellis dan paso en Nocturama a una cierta abstracción, a un vacío en el que apenas se cuelan algunas referencias explícitas a nuestro presente. Es, de hecho, en la primera mitad de la película (que abarca la preparación y ejecución de los atentados) cuando vislumbramos el inesperado talento de Bonello para el thriller más depurado; aquel en el que sobran las palabras y son las acciones las que hablan por los personajes (es incluso posible pensar, por momentos, en Jean-Pierre Melville). La coreografía orquestada por el cineasta francés por el metro, las calles y diversos edificios de París avanza al son de una acelerada melodía electrónica que se diría que impulsa los calculados movimientos de estos jóvenes. La cámara se engancha al cogote de los actores, se deja llevar por los desplazamientos de un vagón por las vías o contempla la ciudad desde las alturas, mientras que cada nueva acción incrementa la tensión: no sabemos qué ocurre exactamente pero sí cómo, y eso es más que suficiente. La precisión narrativa de Bonello, que solo se ve lastrada por algún flashback explicativo, encuentra su clímax en un estallido de violencia expuesto en una pantalla dividida en cuatro partes. Este recurso, que ya fue empleado por el director en L’apollonide y Saint Laurent, permite sintetizar en una sola imagen las consecuencias del atentado múltiple. El color del fuego, de un dorado irreal como el de la estatua que arde, perdurará desde entonces en nuestras retinas.

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Aunque es probable que el elemento que más recordemos de Nocturama sea la música, que se integra orgánicamente en las imágenes hasta el punto de ser inseparable de estas. Bonello, que escribió el guión al mismo tiempo que componía la banda sonora, alcanza aquí lo sublime en al menos un par de ocasiones: el baile colectivo adolescente tras planear los atentados y el playback de My Way (en la versión de Shirley Bassey) de uno de los jóvenes en el centro comercial. Esta última escena, de gran ambivalencia por la letra y por lo que supone para el chico que la canta (que se ha vestido de mujer) acaba por definir la capacidad transformista de una película plagada de capas y sugerencias, donde la aparente arbitrariedad de los atentados entra en crisis con la posterior respuesta implacable del Estado francés. Bonello, que patina al incluir algunas referencias provocadoras de trazo grueso sobre el terrorismo islámico y el Gobierno actual (se menciona incluso al primer ministro Manuel Valls), opta, en cualquier caso, por ofrecernos una película abierta en la que las imágenes y los sonidos se prestan a múltiples lecturas del espectador. Nosotros aún no hemos desentrañado el significado de ciertas secuencias, pero ya nos hemos dejado arrebatar por su misterio.

La ambición de Nocturama contrasta con la modestia de The Giant, el debut en el largometraje de Johannes Nyholm, que también compite en la Sección Oficial de San Sebastián. Este realizador sueco, que alcanzó una cierta notoriedad en el circuito de festivales con su extravagante cortometraje Las Palmas, propone en su ópera prima una curiosa combinación de costumbrismo, fantasía y épica deportiva. Todo ello con un personaje, Rikard, que sufre autismo por sus graves deformidades en el cráneo y que, pese a ello, se convierte en un jugador brillante de petanca. La película, que evita lo ofensivo y se mueve en el terreno de lo bienintencionado, mantiene un agradecido tono cómico y contiene algún hallazgo estético (ese gigante que atraviesa bellos paisajes rojizos). Sin embargo, la emotividad y ternura que desprenden sus imágenes no parecen suficientes para convertir The Giant en un ejercicio relevante. El referente de El hombre elefante (David Lynch) queda muy lejos.