Gerard Casau (Festival de Cannes)
Cuando vemos una película, ¿qué nos interesa más, el relato o el mensaje? Es una cuestión espinosa a la hora de proponer cualquier reflexión, puesto que la fijación en lo tangible podría limitar el alcance la obra, mientras que la elaboración de una teoría en base a sus resonancias podría incurrir en el vicio de la sobrelectura, y alejar el análisis de las especificidades del film. Huelga decir que este riesgo afecta también a los creadores de la película, ya que encontrar el equilibrio entre lo concreto y lo general es un arte en sí mismo.
Justo al inicio de este Cannes, celebrábamos el hecho de que Cristi Puiu no forzaba la simbología de su Sieranevada, dejando que el espectador decidiera si tenía suficiente con la multitud de situaciones que acontecían en ese piso atestado, o si prefería ver los diversos flancos de la función como una alegoría del estado de las cosas en Rumanía. En cambio, su compatriota Cristian Mungiu no parece excesivamente interesado en dejar este margen de maniobra, por lo que resulta complicado acercarse a Graduation por otra vía que no sea la del Diagnóstico.
Lo cierto es que, en sus primeros compases, Graduation parece tener los pies en la tierra: Romeo Aldea es médico; su hija Eliza es una estudiante modélica a punto de graduarse en el instituto, y todo apunta a que obtendrá una beca para cursar la carrera de Psicología en el extranjero. Pero, una mañana, ella es agredida sexualmente, colocándola en una posición traumática que no le permite concentrarse en sus exámenes finales. Preocupado por el porvenir de su hija (en detrimento de su complicado presente), Romeo hará todo lo posible por asegurar que las calificaciones de Eliza no bajen de media, y pueda seguir optando a beca.
Con esta premisa habría suficiente para realizar, al menos, un penetrante retrato de su protagonista: un hombre digno y esencialmente honesto (ni siquiera oculta a su esposa que está manteniendo una relación con otra mujer) al que las circunstancias llevan a cuestionarse sus valores. Pero Mungiu necesita rellenar cada escena y, casi, cada diálogo con algún tipo de referencia a “favores” y “atajos”, dejando bien claro que la rumana es, fundamentalmente, una sociedad que funciona a base de corrupción y nepotismo. Eso es algo que Romeo sabe a la perfección, tras el desengaño que le supuso regresar al país tras la caída del comunismo y encontrar que las cosas no habían cambiado tanto, y por eso está tan determinado a que Eliza abandone una tierra sin salvación posible para prosperar en el Reino Unido. El espectador comprende sus preocupaciones desde el primer minuto, pero el problema no viene acompañado de ninguna evolución. Mungiu no se hace preguntas, ni investiga; simplemente, expone su caso de manera que las imágenes den la razón a una tesis que parecía haber cerrado ya en la primera letra del guion.
Partir de un detalle pequeño para alcanzar una perspectiva global (o, como mínimo, europea) también es práctica habitual de Jean-Pierre y Luc Dardenne. Los hermanos belgas han dedicado toda su filmografía a la auscultación del Viejo Continente; y, precisamente, esa es la primera acción que vemos hacer a la protagonista de su nuevo film, La fille inconue. Jenny (Adèle Haenel) es una doctora tan joven como responsable, cuya primera norma es que las emociones no obstruyan su juicio profesional. Una noche, tras haber cerrado la clínica, alguien llama a su puerta, pero ella decide no abrir, puesto que ya ha cumplido con su jornada laboral. Al día siguiente, la policía le informa de que la persona en cuestión era una joven inmigrante que huía de alguien, y que ha sido hallada muerta. Reconcomida por la culpa, Jenny aprovechará cualquier hueco que le deje el trabajo para hacer pesquisas que aclaren lo ocurrido o, al menos, den con el nombre de la fallecida.
Los Dardenne sitúan la acción de La fille inconnue en el mismo escenario que el resto de su obra, Seraing, pero, en este caso, el paisaje adquiere una connotación adicional, puesto que el municipio es vecino de Lieja, hogar de Georges Simenon. Esta vecindad con la cuna de uno de los grandes autores de novela negra corre en paralelo a la proximidad al género detectivesco que influye a la película, sin llegar a poseerla del todo. A medida que avanza el metraje, Jenny se va convirtiendo en una detective improvisada, y uno no sabe si atribuir por completo a la casualidad el hecho de que la tirante personalidad de la protagonista, e incluso su vestimenta, guarde cierta similitud con la de la detective Linden en la serie The Killing (el papel, además, permite a Adèle Haenel suavizar ligeramente su registro de “antipatía interesante”).
La necesidad de saber que propulsa La fille inconnue lo convierte inmediatamente en un film teñido por una curiosidad positiva, y aunque la decisión de la protagonista de renunciar a un puesto en una clínica de prestigio para seguir ocupándose de una consulta de barrio resulte un tanto precipitada, la dosificada información, plagada de puntos muertos, que estructura este thriller mínimo da cuenta del talento de los Dardenne para manejar en clave realista cualquier tipo de ficción. Los cineastas han domeñado su particular parcela cinematográfica hasta privarla de margen de error y, de hecho, el único problema del film llega cuando intentamos dejar de verlo como la “historia de Jenny” para contemplarlo como “Una Historia de Europa”.
¿Puede la joven muerta de La fille inconnue contener a todos esos inmigrantes y refugiados que pierden la vida cerca de nuestras casas sin que a nadie le importe demasiado? ¿La mala conciencia de Jenny es, también, el estéril sentimiento de culpa de la Unión Europea? ¿Es la costumbre la que nos lleva a esta interpretación, o son sus autores quienes nos animan a ello? Resulta difícil saberlo, pero, en cualquier caso, los fríos aplausos, y el solitario pero sonoro silbido, que recibió la película en el pase de prensa sugieren que, a lo mejor, ese manual de estilo que los Dardenne conocen tan bien empieza a quedarse un poco pequeño si lo que pretende es explicar el mundo.
Además de estos dos títulos, la Sección Oficial también ha proyectado en las últimas horas un tercer film que se mueve entre lo inmenso y lo terriblemente concreto: La mort de Louis XIV de Albert Serra, presentado en sesión especial fuera de competición. En realidad, la película está concentrada íntegramente en el título, pues todo lo que en ella presenciamos es la agonía y muerte de Luís XIV; las postrimerías de la vida de un hombre pero, también, el final del reinado más longevo de la historia de Francia, encarnado en la pantalla por un rostro, el de Jean-Pierre Léaud, que ha envejecido frente a los ojos de distintas generaciones de espectadores, atravesando distintas edades del cine francés, y en el que ya no nos es posible ver al personaje, sino solamente al actor-icono.
Uno de los mayores puntos de interés de La mort de Louis XIV es cómo la cronología histórica de los hechos permite a Serra realizar una maniobra de alejamiento consciente de sus trabajos previos. La primera escena del film muestra al monarca en un jardín para, inmediatamente, encerrarlo (y encerrarse) en el que será su lecho de muerte; despidiendo los espacios abiertos que habían predominado hasta entonces en el cine del director de Banyoles (que solo recuperaremos, brevemente, en un triste plano que observa el campo desde una ventana atravesada por barrotes). La inmovilidad forzosa del personaje también marca distancias respecto a los periplos del Quijote en Honor de cavalleria, de los Reyes Magos en El cant dels ocells, y de Casanova en Història de la meva mort. En un primer momento, a Serra (o a la idea que tenemos de lo que debe ser una película suya) parece costarle un poco adaptarse a esta nueva situación: el estatismo se compensa con un montaje algo más impaciente de lo que sería habitual en él, y los diálogos en francés suenan mucho menos libres y espontáneos que el gozoso catalán de su filmografía previa.
Un temprano instante de ternura entre el rey y sus perros nos anima a mantener la confianza durante el titubeante inicio del film, que va ganando convicción y espesura a medida que la enfermedad se va adueñando del plano. Cuando la gangrena que afecta una de las piernas de Luís XIV se hace gravemente patente, las secuencias adquieren una continuidad infrecuente en Serra. Ya no hay tiempo para digresiones ni para la cotidianeidad de los mitos; solo podemos acompañar al personaje en el declive de su cuerpo, mientras a su alrededor se amontonan médicos incapaces de decidir qué tratamiento seguir, y charlatanes que prometen remedios milagrosos –el interpretado por Vicenç Altaió proporciona los únicos momentos de distensión de la propuesta, en parte debido a su inenarrable acento, plagado de catalanismos-.
El camino mortuorio de La mort de Louis XIV es también el de unas imágenes que se van volviendo puramente físicas, demoliendo el aura mítica para quedarse exclusivamente con el hedor de la carne enferma, reduciendo los iconos a, literalmente, un saco de vísceras, y clausurándose con la sentencia más lapidaria que ha dado el cine de Albert Serra; una frase, “La próxima vez lo haremos mejor”, que interpela tanto a los personajes de la ficción como a los espectadores, devolviéndonos a esa zona ambigua entre las lecturas concretas y el mensaje de ambición universal.