Carles Matamoros (San Sebastián)

En La isla mínima, quizás el título más estimulante de la trayectoria de Alberto Rodríguez, el cineasta andaluz escarbaba en las contradicciones de la tan cacareada Transición y hallaba en los mecanismos del thriller la posibilidad de hacer sangrar las heridas no suturadas del Franquismo. Aunque en lo formal, el film estaba en deuda con relatos policíacos tan canónicos como Seven (David Fincher) o Memories of Murder (Bong Joon-ho), lo cierto es que Rodríguez sabía transmitir la fuerza telúrica de las marismas del Guadalquivir y lograba que una investigación criminal fuera también el muestrario de una España rural anclada en la dictadura. La mirada incisiva de La isla mínima sobre un tiempo y un lugar muy concretos no acaba de percibirse en El hombre de las mil caras, donde el director de After vuelve a acercarse a nuestro pasado reciente (el de los tiempos de Felipe González, los GAL y el ministro Belloch) a través de recursos del cine de género.

Las imágenes remiten esta vez a las de tantas otras cintas industriales de espionaje (un buen referente sería la saga Bourne, si no fuera porque aquí no hay disparos ni explosiones), si bien el mayor problema del film se encuentra en la incapacidad de Rodríguez para ofrecer una lectura mínimamente crítica sobre los hechos reales narrados. Tanto es así que, mientras el relato salta de un país a otro y presenta a una serie de personajes que son más arquetipos cómicos que individuos con sustancia, uno puede sucumbir en la tram(p)a adrenalítica sin reparar en el contexto político en el que se fraguó la sonada fuga de Luis Roldán. La película, que se inspira en un libro del periodista de investigación Manuel Cerdán, prefiere así la asepsia ideológica y se siente más cómoda jugando al gato y al ratón con un guión trufado de giros, sorpresas y engaños.

La mefistofélica figura del espía Francisco Paesa, que es el eje sobre el que se edifica el relato, nos es presentada a través de los ojos de su más íntimo amigo y cómplice: el expiloto de Iberia Jesús Camoes (el personaje no es ficcional, aunque su apellido real sea Guimerá). Este punto de vista, lejos de resultar atrevido, es más bien un mecanismo ramplón para guiar al espectador por los recovecos de una trama que no quiere dejar cabos sueltos. La voz en off de Camoes abusará así de sobreexplicaciones y chascarrillos en busca de nuestra complicidad sin dejarnos apenas espacio para mirar más allá de la pantalla. La dosificación de la información y algunas salidas de tono dignas de un sainete harán el resto: la película avanzará con fluidez y solvencia hasta su final sin apenas molestarse en profundizar en las motivaciones y circunstancias de Paesa. Suerte que, al menos, este recorrido superficial nos dejará un retrato atípico de Roldán, a quien Rodríguez filma con cierta compasión y evitando lo caricaturesco. Quizás porque, tal y como sugiere alguna escena, el exjefe de la Guardia Civil podría ser solo el chivo expiatorio de una España corrupta.

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Si El hombre de las mil caras se esfuerza en complacernos, en acompañarnos de la mano durante todo su metraje, Orpheline parece buscar precisamente lo contrario y nos deja casi a oscuras en un montaje muy fragmentado. Arnaud des Pallières entra en materia sin contextualizar y llena así su relato de agujeros, casi como si debiéramos completar un puzzle al que le faltan varias piezas. Hasta cuatro personajes femeninos de distintas edades (que podrían ser variaciones de la misma mujer, aunque no compartan nombre) protagonizan las secuencias de un film dominado por la tensión y la sensualidad, cuya razón de ser parece ser la de expresar un sentimiento de orfandad. Un desamparo ligado aquí a lo femenino, pues las protagonistas interactúan con una serie de personajes masculinos violentos, testosterónicos o condescendientes.

La película se sostiene gracias a la entrega descarnada de sus actrices (sobre todo, Adèle Exarchopoulos y Solène Rigot) y a una sugestiva dirección de fotografía de Yves Cape (Holy Motors, Hadewijch, Una mujer en África) en la que los colores rojo y azul resaltan la actitud desafiante de unas mujeres en constante huída de sí mismas. Ocurre, sin embargo, que la estructura planteada por des Pallières acaba resultando caprichosa y, por momentos, solo parece camuflar la inconsistencia narrativa y la dificultad de traspasar la superficie de los personajes. Discutible sería también la mirada sexualizada del director francés en varias escenas que parecen cometer el mismo error que aspiran a denunciar y que solo se redimen al mostrar a las protagonistas como sujetos deseantes (y no solo como objetos de deseo). Por lo demás, una resolución audaz y luminosa acaba despertando nuestras simpatías por Orpheline, aunque intuyamos que su trascendencia sea tan limitada como la de Michael Kohlhaas o Parc, anteriores películas de des Pallières.