Carles Matamoros (San Sebastián)

En nuestra segunda crónica desde Zinemaldia 2016, recordábamos la influencia de David Fincher y Bong Joon-ho en La isla mínima, de Alberto Rodríguez. Hoy nos sentimos obligados a volver a referirnos a Seven y Memories of Murder para describir las formas de otro thriller español aspirante a la Concha de Oro de San Sebastián: Que Dios nos perdone. La película de Rodrigo Sorogoyen, que narra la persecución por parte de dos policías de un asesino y violador en serie, se sitúa en el verano de 2011 en una Madrid calurosa marcada por la eclosión del Movimiento 15-M y la llegada de más de un millón de peregrinos por la visita del Papa. El citado contexto parecía presagiar una mirada política, pero el film descarta tal posibilidad en beneficio de una trama que avanza casi al margen de su entorno. Nada habría que objetar a ello si Que Dios nos perdone aspirara únicamente a cumplir los códigos del género policiaco; sin embargo, es evidente que Sorogoyen aspiraba a más y, a nuestro entender, se queda a medio camino. La película es sólida como thriller, pero insuficiente como estudio político-social.

La socorrida elección de un dúo de policías de personalidades contrapuestas se sostiene gracias al trabajo de Antonio de la Torre y Roberto Álamo, que logran insuflar credibilidad a dos personajes que son puro arquetipo: el nerd que se fija en todos los detalles de la escena de un crimen y el animal violento que prefiere tomarse la justicia por su cuenta. Ambos se moverán por las calles de Madrid en un recorrido por un imaginario castizo de bares, iglesias y comunidades de vecinos en busca del criminal, que dejará un rastro de cadáveres que nunca aparecen en la prensa (alusión obvia al silencio informativo causado por la visita de Benedito XVI). La brutalidad de los asesinatos y la adrenalina de las persecuciones a pie incrementarán la tensión de una ficción rodada sin alardes, pero que mantiene el pulso incluso cuando la investigación cae en lo inverosímil. Lástima que el film se resienta de varias caracterizaciones de trazo grueso y de unos exabruptos cómicos tan excesivos como los de El hombre de las mil caras. Llegados a este punto, y aun reconociendo que la trama mantiene el interés hasta su clausura, cabe preguntarse si el thriller español debe seguir replicando con eficacia modelos ajenos (tal y como hacen Sorogoyen y Rodríguez en sus últimas películas) o puede aspirar a ofrecer acercamientos singulares que no ignoren su contexto.

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La personalidad que echamos de menos en Que Dios nos perdone sí la encontramos en la contundente Lady Macbeth, ópera prima del británico William Oldroy que también compite en la Sección Oficial. La película, que se basa libremente en un cuento del escritor ruso Nikolái Leskov (que, a su vez, se inspiró en la célebre tragedia de William Shakespeare), transcurre en la Inglaterra rural de la segunda mitad del siglo XIX y gira alrededor de Katherine, una joven de origen humilde casada con un hombre acaudalado que le dobla en edad y que reprime su libertad controlando sus movimientos. La trama, despiadada y cruda, se desarrolla a través de una puesta en escena despojada en la que las pocas estancias del palacete donde transcurre la acción (un comedor, una sala de estar, un dormitorio) se exhiben casi desnudas de objetos y muebles. La austeridad de los interiores ayuda a resaltar el protagonismo de las figuras humanas, que sobresalen en las cuidadas composiciones de Oldroy. La imagen recurrente de Katherine en el centro del encuadre, vestida de azul mientras espera sentada en una posición incómoda e inmóvil la llegada de su marido o de su suegro, expresa la sumisión que estos le imponen. Pronto, sin embargo, asistiremos a una rebelión que dará lugar a nuevos roles en un relato que fluctúa con lucidez entre varias formas de dominación: sexual, de género, clasista, racial.

El estallido de una relación sexual apasionada entre la protagonista y Sebastian, uno de los mozos de la casa, nos hará pensar por momentos en la desinhibición carnal femenina que exhibían con naturalidad Cumbres borrascosas (Andrea Arnold) y Lady Chatterley (Pascale Ferran), aunque aquí el entorno campestre es secundario y el sexo tiene consecuencias más funestas si cabe. No en vano, Katherine hará todo lo posible para conservar a su amante, incluso asesinar a los personajes que se interpongan en su camino. La película, consecuente con tan maquiavélica protagonista (interpretada con contenida brillantez por Florence Pugh), mantendrá la sobriedad formal mientras van produciéndose los crímenes. La violencia, aunque explícita en algunas ocasiones, tendrá lugar también en un fuera de campo aterrador. Aun así, Lady Macbeth nunca caerá en un tono grave o escabroso, en buena parte gracias a su oscuro sentido del humor y a un desarrollo conciso, implacable, en el que no hay lugar para planos que no hagan avanzar la trama. Quizás la película podría haber llegado más lejos en sus conclusiones, pero nos deja un estudio sobre las relaciones de poder fascinante y un planteamiento estético estimulante. Desde ya, el nombre del británico William Oldroy deberá ser tenido en consideración.