Carlota Moseguí

Cuando todavía seguíamos digiriendo el doloroso cortometraje de Lav Diaz, The Day Before de End, llegó el segundo día de Filmadrid y, con él, una deslumbrante película que plantea una crítica sobre la condición humana idéntica a la del film del cineasta filipino y que, además, la expone a través del mismo género: el sci-fi apocalíptico. El azar y la fortuna quisieron que la última película del primer día y la primera del segundo dialogaran de forma inconsciente. La segunda pieza en cuestión se titula Sayônara y es el penúltimo largometraje de Kôji Fukada, que causó sensación tanto en su estreno en el Festival de Tokio como en su paso por Rotterdam. En octubre de 2015, meses antes de que el autor japonés se alzase con el Premio del Jurado de la sección Un Certain Regard en el pasado Festival de Cannes con la notable Harmonium, Fukada mostró al mundo un proyecto de una osadía incontestable: la primera película protagonizada por un robot-actor.

La máquina en cuestión es un androide de apariencia humana –una mujer de treinta años con rasgos japoneses– construido por especialistas en robótica de la Universidad de Osaka. La inclusión de un androide real en el elenco actoral de Sayônara es vital para comprender la esencia del film y, en especial, su punto de vista sobre el devenir del género humano. Si, en The Day Before de End, Diaz aniquilaba la vanidad del hombre con una escena en la que identificaba al único superviviente del fin del mundo con una insignificante mariposa, aquí Fukada va un paso más allá proponiendo un segundo superviviente con mayor astucia que el hombre. Para el autor de Hospitalité, no sólo la naturaleza es superior a los humanos, también lo son las máquinas que construimos para que fueran nuestros esclavos sumisos.

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Sayônara transcurre en un Japón post-apocalíptico. Tras una catástrofe nuclear, que ha dejado a una pequeña parte de la población del país con vida, el gobierno ha organizado una lotería nacional con el censo de los últimos japoneses. Poco a poco, los ganadores del sorteo serán transportados a las naciones vecinas no afectadas por el accidente atómico, como Filipinas. Sin embargo, dicha lotería no es democrática porque excluye del listado de participantes a los extranjeros que residen en Japón, es decir a los inmigrantes. Éste es el caso de la coprotagonista del film: una refugiada francesa –encarnada por una extraordinaria Irène Jacob– que se encierra en su casa campestre con su robot doméstico esperando la llegada de la muerte.

Los paralelismos con el cortometraje de Diaz son numerosos. Sayônara –que significa ‘adiós’ en japonés– simboliza la despedida estoica de aquellos profetas sensibles que morirán al ser invisibles para el resto de los mortales; unas criaturas que como en The Day Before the End también dedican su último aliento a la recitación de poemas sobre los pecados o las flaquezas del hombre. De este modo, durante dos horas de metraje, apenas somos testigos del exterminio que está sucediendo lejos de ese hogar. El declive de la civilización es divulgado a través de los poemas de Shakesperare, Arthur Rimbaud, Shuntaro Tanikawa o Carl Busse que entonarán Jacob y el androide en la víspera de la muerte de la humana.

Los directores de Filmadrid no quisieron que nuestro último recuerdo del segundo día de festival quedase en esa bella –aunque extremadamente trágica– poetización de la desdicha humana. En una azotea de Madrid aguardaba Javier Rebollo, a punto de iniciar su disparatada Vanguardia Live. Al llegar a la terraza, había dos pantallas, dos mesas con objetos extraños, muchas botellas de vino y ni una sola pista de lo que íbamos a ver. Sabíamos que el director de El muerto y ser feliz quería homenajear a los artistas surrealistas, pero nada más. El misterio fue resuelto poco después, cuando Rebollo y Rita do Carmo se instalaron en la primera mesa, mientras que el artista y diseñador gráfico, Dani Sanchis, se colocaba, solo, en el escritorio posterior.

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Fotografía de Eduardo Cabrera.

La performance consistía en lo siguiente: en el interior de una caja de madera había centenares de papeles con citas –reales, inventadas o reinterpretadas a partir del sarcasmo característico de Rebollo– sobre artistas u obras de arte, que la pareja sacaba al azar y leía en voz alta, creando una suerte de meta-relato absurdo e inconexo; entretanto, Sanchis realizaba collages con recortes de periódicos, anuncios, cartulinas de colores y viejas fotografías, que los espectadores contemplaban a través de una de las pantallas. De este modo, el guiño de Rebollo al Surrealismo se centró en una exaltación del collage –juego que inventaron los surrealistas para entretenerse con el arte de la inutilidad– desde dos focos.

Por un lado, las piezas físicas que creaba Sanchis in situ, las cuales representan nuestra idea básica del significado de ‘collage’. En cambio, la misión del autor de Lo que sé de Lola era componer un collage no-físico, sino oral. De este modo, juntando esas citas fragmentarias y descontextualizadas sobre el arte se generaba una imagen autoparódica de la alta cultura. Rebollo resucitó el auténtico espíritu de los surrealistas convirtiendo su espectáculo –aparentemente innecesario e inútil– en una actividad lúdica, intelectual e irónica, como los fieles al movimiento hicieron antaño. En otras palabras, se trataba de dar sentido a otra provocación gamberra al puro estilo de Javier Rebollo. Como pronunció el cineasta en medio de su vanguardia: “La performance no tiene sentido, pero crea sentido”.