David San Juan

En el coloquio que siguió al estreno de Dede en el D’A Film Festival Barcelona, su directora, Mariam Khatchvani, fue cuestionada sobre la posibilidad de establecer una lectura de género de este largometraje, su estreno en el largometraje de ficción. Ella misma se encargó de alejar, un tanto azorada, dicha posibilidad, afirmando que su única pretensión era la de construir una aproximación de corte documental a un lugar y una época: la región de Svanetia en los años que siguieron a la guerra civil georgiana. Sin embargo, la pregunta no era trivial, ni mucho menos gratuita. Durante toda la proyección, el fantasma del terror machista estuvo presente en la mente de muchos espectadores, entre los cuales me incluyo, así que las únicas opciones eran, o bien el baladí ejercicio de ignorar este espectro, o bien abrazar la posibilidad de establecer conexiones –tal vez improbables, tal vez necesarias– entre nuestro momento y el de la película.

Dede, que significa “madre” en el dialecto de la región, arranca con un grupo de jóvenes volviendo de la guerra que ha dividido al país. Devienen tiempos de cambio, pero ninguno de los personajes está preparado para ellos. Todavía viven bajo la sombra de sus usos y costumbres, donde la superstición se mezcla con la rigidez y el folclore es sagrado en todo el sentido de la palabra. La comunidad de Ushguli se encuentra en una región montañosa del Cáucaso, frecuentemente aislada por su difícil acceso. La belleza de los parajes, registrada con detenimiento y mimo (e, importante, sin efectismos de postal), contrasta con las arduas condiciones de vida de sus habitantes. El frágil equilibrio de su supervivencia hace que respetar la tradición sea algo fundamental, y, en tanto a ello, quien se opone a ésta pone en jaque a toda la aldea. Conceptos como el honor o la afrenta están grabados a fuego en su idiosincrasia, siendo ellos mismos los garantes de sus propias leyes.

Así, los momentos de conflicto de Dede están hilvanados con una serie de rituales, donde la mirada antropológica y documentalista de Khatchvani se acerca a los mismos con cuidado en vez de retratarlos con soberbia o distancia. La protagonista, Dina (Natia Vibliani), un trasunto de la abuela de la propia directora, no es ninguna heroína feminista, pero sí una víctima fácilmente identificable de la violencia que ejercen las instituciones contra las mujeres. Tampoco es Antígona, pero sí una mujer que intenta zafarse de las leyes de los hombres, siempre bajo la amenaza latente de terminar asumiéndolas como propias. En su caso, un matrimonio concertado se opone al matrimonio deseado, en cuyos vértices se enfrentan los amigos Gegi (George Babluani) y David (Mose Khachvani), y es aquí donde el drama rural deviene en una de esas tragedias de sino inevitable.

La película se articula a través del contraste entre opresión y libertad, pasando del movimiento de la cámara que zanganea en torno a los enamorados, o que salta de un contertulio a otro en una discusión; para olvidarse de ello y expresar desde la quietud y la frialdad la incomunicación de Dina desde el instante en que toda su suerte está echada. La luz del exterior apenas se cuela en los habitáculos de los svan, aunque dentro de la oscuridad de lo cotidiano seguimos encontrando pequeños ejercicios de intimidad que nos hacen identificar sus vivencias con las nuestras, y con ellas, también sus vicios con los propios. No es este un film de grandes estridencias. Es chiquito y práctico, pero, ante todo, profundamente humano. Que el reparto del mismo esté compuesto por actores no profesionales (con la única salvedad de George Babluani, protagonista de 13 Tzameti) es un elemento a celebrar, pues sus rostros inconquistables, hendidos por las marcas de la vida, son un elemento más de naturalismo y sinceridad de la película.

Cuando la madre baña a su hijo en un barreño, o cuando espera afectuosa y desconsolada que este sane, no importa que la observemos con ojos de nuestro tiempo y condición, pues sus avatares trascienden cualquier particularismo histórico, del mismo modo que sus cantos regionales o su forma de velar a los muertos se mezclan con las nuestras. En definitiva, tal vez la película nos termine hablando de asuntos que nadie había previsto, pero esto es solo porque su mejor observación es tan universal como decir que la vida puede ser terrible y, tal vez, hermosa.