La flauta con la que Mariano toca con su cuarteto de música antigua suena mal. En realidad, es él quien suena mal. Desde su intento de suicidio, una bala aparentemente le quedó incrustada en una parte del estómago y provoca que el sonido salga raro, sucio, doble. No es el único ruido raro que asoma y perturba, misteriosamente, a lo largo de Dos disparos, la nueva película de Martín Rejtman (referente fundacional del conocido como Nuevo Cine Argentino). Desde que se pegó esos dos tiros –que por razones misteriosas no le produjeron casi ningún daño–, su madre le obliga a andar con un móvil encendido en todo momento. Pero el móvil es viejo y no saben cómo hacerlo sonar. “Lo único que conseguí es cambiarle el ringtone”, le dice a su hermano, Ezequiel, con quien está viviendo después de El Episodio. Y hasta uno podría suponer que Yago, el perro de la familia, desapareció tras escuchar los disparos.
Dos disparos empieza siendo la historia de Mariano, pero pronto el relato empieza a girar hacia otras avenidas narrativas, como en un “elije tu propia aventura”. A diferencia de anteriores filmes de Rejtman, Dos disparos tiene una libertad narrativa inusual, más similar a la de su literatura –los relatos de Tres cuentos, su reciente libro, se accionan con la misma lógica de derivaciones y cambios de punto de vista– que a la de su cine previo, aunque de ellos conserva su gusto, casi su “marca de estilo”, por las actuaciones que apuestan por cierta inexpresividad gestual y una declamación con mínimas inflexiones. Lo que finalmente termina generando la película es una fascinante contradicción entre acción e inacción, entre vacíos llenos de palabras que muchas veces no significan nada y una angustia latente –reflejo de un tipo de molestia, llamémosla, existencial– que queda marcada en el espectador a la manera de una película de suspenso a partir de los disparos del principio. Dos disparos cruza a varias generaciones en su trayectoria narrativa, atraviesa separaciones, rupturas y uniones que nunca se concretan, pero casi siempre el espectador termina volviendo a esa familia normal a la que un día los problemas se les escaparon de debajo de la alfombra (de los estantes, de las cajas, del césped del jardín) y el único que se dio cuenta fue el perro.