El nuevo trabajo de Rúnar Rúnarsson, quien se alzara con la Concha de Oro del Festival de San Sebastián hace cuatro años gracias a Gorriones, supone un evidente cambio de registro en la obra del cineasta islandés. Del coming of age afectado por las circunstancias paisajísticas, pasamos a Echo, una mirada humana mucho más transversal… y a pesar de esto, estática. En otras palabras, la cámara encuentra aquí un cierto reposo mientras el texto amplía el foco de estudio. La quietud se manifiesta como la evidencia de un proceso de maduración autoral, en el que la única filigrana que sobrevive es el juego con el enfoque y el desenfoque entre primer y segundo plano del espacio escénico. Todo lo demás pasa por la meticulosa colocación de los elementos que llenarán la pantalla. Por ejemplo, la película se abre con un cuadro dentro del cuadro, un perfecto tableau vivant. Estamos en un túnel de lavado y, por supuesto, aparece un coche para sacarse de encima toda la roña acumulada. Mientras la maquinaria va operando, el vehículo avanza de derecha a izquierda de la pantalla, creando un efecto ilusorio: uno tiene la impresión de que lo que se mueve es el trasfondo cuando en realidad lo que se desplaza es solo un elemento del encuadre. Se trataría de una inversión de aquel formidable gag de Top Secret donde lo que parecía el movimiento de arranque de un tren revelaba la existencia de un andén móvil.

De aquel túnel de lavado pasamos a la inquietante pulcritud que preside los preparativos para el funeral de un niño. Al difunto le vemos después de que un hombre haya abierto su pequeño ataúd. Corte. Ahora estamos justo en frente de otro sarcófago: una cabina de rayos de UVA. Corte. Ahora presenciamos el incendio provocado de la casa en la que se crió un anciano que, ante tan abrasadora imagen, se refugia en los dulces recuerdos de su juventud. Apoyándose en claves visuales, Rúnarsson ensambla conceptos, navegando así por una serie de postales de la fauna islandesa: un viaje que nos lleva del interés zoológico al antropológico. No en vano, Echo perfila un fresco social que abarca todos los tonos y escenarios de un país, un invento geográfico que no es más que un pequeño laboratorio de la humanidad. De la especificidad nacional pasamos a lo universal, de la riqueza a la pobreza, de la juventud a la vejez, de lo rural a o lo urbano… Un Rúnarsson completista, de visión caleidoscópica.

Y seguimos ampliando el panorama. De las tensiones políticas saltamos a la hermandad familiar, de las angustias coyunturales a la reconciliación que solo puede brindar la providencia. En Echo, los personajes se expresan a través de discusiones o monólogos que derivan en gags brillantes. Perlas humorísticas que siempre nos conducen a nuevas situaciones de apariencia similar pero con distintos protagonistas. La película va tirando del hilo, haciéndose eco del eco, componiendo un cuento navideño coral que podría haber firmado Roy Andersson y que evoca Involuntario, el largometraje que estrenó en 2008 el sueco Ruben Östlund, aunque aquí los niveles de cinismo aparecen rebajados. Luces y alguna que otra sombra para alertarnos de los contrastes y diferencias que, irónicamente, nos conectan los unos a los otros.

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