(Imagen de cabecera: Reunión de Ilan Serruya)

Víctor Esquirol (Festival de Sevilla)

Puede que el fútbol brasileño se preste demasiado fácilmente a la exageración. De lo superlativo a lo funesto (sin medias tintas que valgan) en cuatro toques, dos patadas y un salto olímpico de trampolín. Su jugador estrella durante los últimos años da buena cuenta de dicho gusto por el contraste en cada partido que juega. Para más inri, la selección que capitanea es exactamente lo mismo, pero aún más magnificado. No en vano, hablamos de una institución cuya leyenda se ha levantado a base de estrellas sobre el escudo y descalabros con nombre de catedral futbolera. Hablar de los “Maracanazos” es leer la historia del deporte rey… y sin embargo (y ahí iba), el impacto de dichos accidentes no acaba de apreciarse del todo bien hasta que no aparece una persona tocada por los dioses (esto es, un artista) y nos enseña la cara B del titular.

Recordemos aquel 7 a 1 de Alemania a Brasil. Resultado exagerado que provocó gritos, llantos y desmayos en masa… no menos exagerados. Y el más exagerado de todos, que conste en acta, no exageró: lo miró todo desde el hospital. Un cuadro dantesco en un día cualquiera; un apocalispsis absurdo que no se completó (y ya lo dejo) hasta que no apareció, un año después, Sergio Oksman. En O futebol el cineasta remató la tragedia nacional con un drama íntimo. El de un hijo (él mismo) que se reunía con su padre en su país natal, una nación que estaba patas arriba por la celebración de aquel maldito Mundial. Se trataba de un documental a vueltas con la ficción, y cuyo compromiso con la realidad se plasmaba en lo más importante, es decir, en la relación de esas dos personas, unidas por la sangre, pero también por el fútbol. Se sucedían los encuentros (en todos los sentidos) y el espectador iba entendiendo mejor aquel vínculo paterno-filial a través de ese elemento siempre presente entre ambos. Un televisor, una radio a máximo volumen, una tertulia de bar: 22 hombres dándole puntadas a una pelota… y hablándonos de 2 personas. La exageración fue eliminada con el planteamiento cinematográfico. Quedó lo esencial: la reunión. Pues bien, un Mundial después de aquella sacudida, apareció Ilan Serruya con una película de naturaleza similar. Reunión, que así se titula, trata sobre el reencuentro de un padre y su hijo en un terreno de juego muy alejado del hogar. ¿Pero dónde exactamente? Pues en la Isla de la Reunión. Elemental.

A unas pocas millas náuticas al este de Madagascar, aguarda una figura paterna con la que se ha perdido el contacto largo tiempo atrás, y claro, la misión del experimento consiste en entender el porqué de aquella separación, pero más aún el cómo de esa segunda oportunidad. Pantalla en negro y ruido abrasivo mecánico para ponernos en situación. El origen de dicho sonido aparece envuelto en el misterio por los límites impuestos a nuestros sentidos, pero cuando por fin podemos abrir los ojos, maldición, no conseguimos despejar dudas. Un chico se halla delante de un espejo y, tijeras en mano, intenta rebajar su volumen capilar. Una escena sin excesivo conflicto en el plano visual… pero contaminada, y de qué manera, en el auditivo. Las orejas están a punto de estallar, y no es una exageración. ¿A causa de una aspiradora? ¿De una lavadora? ¿De una turbina de avión? Imposible determinarlo con exactitud: con la vista no basta. El problema trasciende lo físico y se asienta en lo espiritual. Es, seguro, esa inquietud; ese asunto por resolver que no se va a callar hasta que no llegue el carpetazo. Con todo esto en mente, se va Serruya (y nosotros con él) a aquella isla. Al aterrizar, se monta en un coche, asoma la cámara por la ventanilla y la pone a grabar. El resultado es un travelling lateral a alta velocidad, que convierte los rasgos del paisaje en una serie de líneas y colores. En una especie de tela que, lo averiguaríamos en breves instantes, servirá para cubrir lo que espera a continuación.

El hijo encuentra al padre, pero la catarsis que esperábamos nosotros como espectadores no llega. Se sientan uno delante del otro. Les separa una mesa, o esto vemos, pero en realidad (lo percibimos) hay mucho más. Silencio. Corte. Esa misma mesa, en ese mismo patio, con esas mismas personas ocupándola, pero visto todo desde un ángulo distinto. Silencio. Corte… y vuelta a empezar. Pero cuidado, hay gato encerrado. El montaje no es multi-vista, o tal vez sí, pero indudablemente no es a tiempo real. Cada vez que la cámara parpadea, han pasado horas, quién sabe si días. El reloj va avanzando a ritmo de calendario, pero parece que la escena no se desencalla.

Hasta que el chico hace uso de aquella tela, y escapa. Lejos de aquella casa y de aquel hombre del que no se desprende nada, aguarda un mundo de maravillas naturales en el que refugiarse; tal vez, en el que comprender mejor lo que sucedía entre padre e hijo. Y ahí está el qué. De repente, los parajes volcánicos de aquella Reunión nos hablan de aquellas pulsiones volcánicas familiares. El entorno es para Serruya lo que el fútbol para Oksman: una vía de escape, pero también un bisturí para incidir. Así, entre idas y venidas; entre comidas y excursiones, transcurre la experiencia. Sin prisa; con los tempos marcados no por las exigencias artificiales de una película, sino por las necesidades del cuerpo. Un auténtico viaje en “slow-filming”, en el que tanto la filmación como el posterior montaje se llevaron a cabo pensando, en parte, en dar al espectador el aire y tiempo necesarios para que él solo entienda qué está pasando ahí.

Y así, tuvo que pasar media hora (no exagero) para que alguien abriera la boca. Y no pareció forzado, al contrario. Tuvieron que cumplirse cinco minutos más de añadido para que escucháramos una respuesta. En versión acelerada: “¿En qué piensas?”, pregunta el hijo, “En el camino que hay que recorrer”, responde el padre. Y así, ese viaje que en un principio (pero sólo muy al principio) parecía montado a base de descartes, se descubre altamente revelador en cada decisión tomada. Aquel poeta gitano, a todo esto, debía estar asintiendo en algún rincón, pues llevaba razón: las fuerzas telúricas tenían un impacto directo en el destino de los seres humanos. En Brasil no se les puede entender sin pasar por el verde del césped; en la Reunión sucede igual, pero con la naturaleza. Con el diálogo con el mar, la niebla, las cascadas y esa montaña cuya cima, a lo mejor, podría coronarse junto a ese hombre que antes no estaba, pero ahora sí.

“Viaje a Kioto” de Pablo Llorca.

Al llegar arriba de todo, respiramos aliviados. Aquella maldita turbina se había apagado, y al abrir de nuevo los ojos, volvíamos a estar en España. En Madrid, para ser más exactos. Ahí, un grupo de personas extrañas se disponía a entrar en una casa no menos extraña. Llevaban bajo el brazo una orden judicial de embargo, pero se quedaron con las ganas, porque al parecer, el propietario del apartamento no estaba. Lo afirmó una señora de la escalera, la cual añadió que el hombre se había ido de viaje, y que nadie sabía cuándo volvería. De modo que se retiró la comitiva del juzgado, y entonces, se descubrió el pastel. La señora era en realidad la madre del requerido, que no había marchado, sino que se ocultaba entre las sábanas de su cama… y los recuerdos de tiempos pasados. Así arranca El viaje a Kioto, de Pablo Llorca, extraña tragicomedia con la decadencia (artística, principalmente) como eje vertebrador, y con las relaciones materno-filiales no como enigma a descifrar, sino más bien como refugio infalible para protegerse de todas las inclemencias de la vida. Un músico comercialmente venido a menos planea juntar sus últimas fuerzas (y recursos económicos) para celebrar un último concierto: esta vieja reminiscencia de la Movida madrileña necesita sentirse viva por última vez.

Con todos estos elementos dramáticos sobre la mesa, Llorca decide rebajar las pulsaciones y tranquilizarse. No exagerar, si se prefiere. Ese “viaje a Kioto” que promete el título es en realidad la canción de más éxito (¿la única?) de un compositor torturado por la condena del “One Hit Wonder”. Es el anhelo de fuga de una realidad a todas luces decepcionante, pero también la casilla final para un canto del cisne que, en contra de los pronósticos, no va a buscar ni la épica ni el golpe de gracia. Madre e hijo flirtean por algún momento en convertirse en aquel Erich von Stroheim y aquella Gloria Swanson que deambulaban por aquel Sunset Boulevard, o Crepúsculo de los dioses, pero al final todo queda en amago.

El carácter descaradamente amateur de la mayoría de actores da al conjunto un aire de extrañeza, pero también de proximidad. Una calidez cercana que pide expulsar de la mente cualquier artificio. Prohibidas quedan las segundas lecturas y otros tipos de voluntades malintencionadas. A lo mejor no son malas interpretaciones, sino simplemente auténticas. Gente de verdad dando vida a un micro-universo de personajes con aspiraciones a convertirse en realidad o, al menos, a evocar una cierta realidad. Esa madre y ese hijo se muestran pues como lo que son. Dos seres que se quieren y que se apoyarían en todas las locuras que hicieran falta. Cine sencillo (que no necesariamente simple), orgullosamente bienintencionado, aunque no por ello ingenuo. Madres e hijos en su esencia más pura.

“Mole” de Ildikó Enyedi.

Por último, y al margen de cualquier relación familiar que pudiera venir a la mente, apareció Ildikó Enyedi. La retrospectiva que le dedica el Festival de Sevilla nos permitió recuperar su primer largometraje, presentado en 1987, es decir, dos años antes de que la directora húngara captara la atención de la comunidad cinéfila con aquella Cámara de Oro conquistada en el Festival de Cannes, gracias a Mi siglo XX. En Mole, que así se titulaba su auténtico debut, ofreció una atípica pieza de ciencia-ficción muy avanzada a su tiempo. Tanto, que parecía anunciar, con casi veinte años de antelación, la llegada de la Primer de Shane Carruth, otra obra (y otro autor) que parecía venir del futuro. Total, que a la película le bastaron setenta minutos de metraje para descolocarnos, aturdirnos, impactarnos… Para sorprendernos.

En la espesura de un bosque dibujado a través de un montaje frenético de imágenes y músicas, aparece un hombre. Un topo, un infiltrado que debe observar y anotar minuciosamente los movimientos de un grupo de gente cuyas intenciones esconden claramente algo muy siniestro. La revelación, por cierto, consiste en darse cuenta de que el mundo es en realidad una imagen proyectada. La bomba estalla de forma virtuosamente cinematográfica: mediante la destrucción de las bases sobre las que se levanta el lenguaje audiovisual. Cine en descomposición para una realidad irreal, sin certezas, inmersa en una destrucción total. El observador cae en que estaba mirando a gente que no hacía más que observar. Su cometido pierde el sentido; su existencia, también. A la propia película le pasa lo mismo, y con esto, adquiere conciencia propia. Cuando queremos despertar, notamos que algo tan básico como el juego plano-contraplano se ha convertido en un obstáculo insalvable. El topo está a pocos palmos de una de sus víctimas, pero en realidad le separa el salto infinito (insalvable, desde luego) del corte en la sala de montaje. El restó corre a cargo de un juego sinestésico brillantemente ejecutado: un reflejo cegador activa una distorsión acústica, y ésta arremete contra la lógica espacio-temporal. Presente, pasado y futuro; sueño y realidad se funden en un todo inquietante que acaba descubriéndose, tras un ultimísimo salto mortal, como la forma más lúcida para mirar, cara a cara (y no exagero), a ese inquietante arte llamado cine.