Endika Rey (San Sebastián)

Carlos Saura aseguraba hace unos días en una entrevista a propósito de La Jota que lo que más le interesaba del cine era el artificio. De algún modo, La Reconquista de Jonás Trueba parece ser una apología de eso mismo. No es que la obra del madrileño esté cerca de la del aragonés –de hecho, estamos ante la que tal vez sea la película más francesa en espíritu de la sección oficial donostiarra–, pero La Reconquista es ante todo una película sobre la “puesta en escena” de uno mismo y de los propios recuerdos. Como en todo el cine de Trueba, los gestos y los diálogos transitan con enorme elasticidad, a veces en el interior de una misma secuencia, entre la naturalidad extrema –propia de lo vivido– y el artificio imposible, que caracteriza a unos protagonistas que modelan su propia imagen ante el otro. Y ahí es donde radica la propuesta más significativa de La Reconquista: la necesidad de verse a través del contraplano para encontrar un yo tan real como aprisionado por los laberintos de la identidad y la memoria.

La Reconquista comienza con un reencuentro entre sus dos protagonistas treintañeros (Itsaso Arana y Francesco Carril). Ambos vivieron al otro como su primer amor adolescente, quince años atrás, y aprovechan una noche de invierno para charlar en presente de tiempos pasados y futuros. Trueba decide dar comienzo a la acción con la lectura de una carta que ella ha guardado durante todo este tiempo y que supuso la confirmación de la ruptura de la relación, pero el espectador no oirá el contenido (casi) íntegro de esa carta hasta el último acto. Antes, pasaremos una noche melancólica con los dos personajes, viviremos la resaca en un segundo capítulo centrado en la relación del protagonista con a su nueva novia, y asistiremos a un flashback de tintes oníricos que reconstruye aquel momento en que la pareja, con quince años, vive la pasión y el desconcierto de los comienzos y finales del amor. Es en esa última parte donde Trueba hace gala de un mayor dominio de ese equilibrio imposible entre lo cotidiano y lo compuesto: ¿Hasta qué punto es ese flashback realista o una conquista del recuerdo que surge precisamente tras esa noche juntos? Tal y como asegura una de las canciones de Rafael Barrio que aparecen en el filme, en La Reconquista existe el miedo a “vivir la vida como si fuese un simulacro” pero también a vivir el propio cine del mismo modo. El simulacro aterroriza por lo que tiene de idealización, pero también por el modo en que vampiriza la realidad de los soñadores y los románticos.

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A diferencia del cine de Eric Rohmer o Richard Linklater (e incluso del de Arnaud Desplechin, en el que Trueba tanto parece haberse fijado) en La Reconquista los diálogos y las miradas no se corresponden a las de un narrador que intenta captar los detalles de la realidad, sino al de uno que intenta construirlos porque sabe que sus personajes persiguen lo mismo. Hay un momento en que el protagonista asegura que prefiere la traducción a la escritura porque eso también es escribir pero sin la necesidad de preocuparse por la estructura o por crear algo nuevo: las ventajas son que uno puede ocultarse en las palabras de los demás. Cuando un rato más tarde los dos protagonistas recuerdan el influjo de Crímenes imaginarios de Patricia Highsmith en su infancia (una novela donde, recordemos, el protagonista llega a creer que ha matado a su esposa sin haberlo hecho), Trueba parece hablarnos de una suerte de doble articulación mental que entra en juego cuando se cita a un referente: hablar al mismo tiempo con una voz propia y con una ajena, encontrar una vía de comunicación pero también un refugio.

Hay ocasiones en que esta idea funciona de manera fascinante. Al asistir al reencuentro entre los dos protagonistas, uno ve la forma en que se miran, se comportan, y sabe que, por una noche, están edificando una imagen de sí mismos que hace tiempo que no sacaban de paseo ante los demás. Al llevar tanto tiempo sin verse, los antiguos amantes parecen reencarnarse en sus yo pasados y se cortejan de manera inconsciente, sacando a primer plano todo aquello que, creen, el otro busca en su persona. Sin embargo, como en las anteriores películas de Trueba, el mecanismo no siempre funciona, sobre todo cuando la cámara se aleja del plano/contraplano entre la pareja. Hay una secuencia paradigmática en ese sentido: tras tomar una copa, la pareja asiste con otros amigos a un bar donde todos los asistentes bailan swing. Es allí donde surgen las imágenes más abstractas de la película: el escenario donde todos bailan nunca acaba de situarse en el espacio y todos danzan frente a unas paredes negras sin profundidad de campo en una decisión que busca explícitamente desanclar la película de la realidad. Estamos ante un no-lugar y ahí Trueba parece perder el vínculo con el relato: la arquitectura escénica, el trabajo conceptual, distorsiona la propia relación que se establece entre los protagonistas. Algo parecido ocurre en ese segundo capítulo en que la actual novia del protagonista (Aura Garrido) lo interroga sobre la noche anterior: el artificio cobra más peso, también en la interpretación de los actores, y el ardid del director queda demasiado expuesto. En estos casos los personajes dejan de actuar para el otro y para sí mismos y pasan a actuar para el espectador.

No se puede decir que esa decisión no sea plenamente consciente. De hecho, el último plano de la película remite justamente a la autoconsciencia del cine de la modernidad y rompe la cuarta pared con una mirada a cámara. Antes, hay un instante en que uno de los personajes asegura que “en la peli que me he montado en la cabeza era feliz”, y las imágenes de la La Reconquista parecen revolotear en torno a esa misma idea. La cabeza, por si queda alguna duda, es la de Trueba.

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Algo similar puede decirse de la segunda película de la sección oficial que pudimos ver ayer. Como en todo el cine de Hong Sang-soo, en Yourself and yours (Lo tuyo y tu) asistimos a una deconstrucción de la realidad a través del dispositivo y, en esta ocasión, la propuesta está todavía más depurada que en las últimas obras del coreano. La película comienza con una conversación entre dos amigos donde uno le cuenta al otro que han visto a su novia borracha en plena calle. Poco después, la pareja discutirá, ya que habían llegado al acuerdo de que ella sólo podría tomar cinco copas al día (¡!) debido a sus problemas con el alcohol. Es ahí donde la relación salta por los aires y comienza una película de desdoblamientos y repeticiones que, pese a encajar perfectamente en la filmografía del director, avanza hacia caminos hasta ahora inexplorados. Asistimos a las nuevas relaciones de una protagonista liberada de las limitaciones etílicas impuesta por su ex pareja, pero nunca sabemos exactamente si esa mujer es la misma, una hermana gemela o una nueva identidad inventada. Al poner el alcohol, hasta ahora en los márgenes, en el centro de la película, Sang-soo parece romper una lanza ante el yo borracho como extensión lógica del yo sobrio. En Yourself and yours, la identidad es eso que se transforma pero que nunca deja de ser parte de un mismo todo.

Hay una imagen que de algún modo resume toda la película: el protagonista va a buscar a su ex novia a la tienda de ropa donde trabaja pero ésta no ha aparecido por su puesto laboral. Su jefa decide entonces cambiar el vestido del maniquí que se encuentra en el escaparate y para ello primero desencaja los brazos del mismo y lo desviste delante de la cámara. La película de Sang-soo es eso: una rotura y un desnudo ante el espectador, un intento por alcanzar aquello que nos define en el fondo a través de la forma. El director parece querer decir que, si algo define certeramente al individuo, es precisamente su relación con los demás. En este sentido, cuando en la última secuencia del filme lo que parece ser la pareja original se reencuentra (aunque nunca estemos seguros de que esa mujer sea la misma), Yourself and yours ofrece, de una manera similar a la película de Trueba, un discurso sobre el amor como forma de reinvención continua. De nuevo, la realidad parte de la necesidad del artificio porque sólo podemos mirarnos de verdad cuando nos vemos a través de los ojos del otro.