Manu Yáñez (Festival Punto de Vista)

La espada me la ha regalado, el cortometraje con el que Miriam Martín participa en la Sección Oficial del Festival Punto de Vista, nos transporta, inicialmente, hasta los calmos parajes naturales de la Casa de Campo de Madrid. Allí, las estampas bucólicas –en plano fijo o en unos parsimoniosos paneos que remiten a los travellings con los que los Straub gustaban de puntuar sus últimas obras– perfilan un escenario edénico, liberado de las agresiones del bullicio urbano. Aunque este panorama paradisíaco se verá pronto trastocado por la progresiva aparición de signos humanos: ruinas de antiguos monumentos, transeúntes ocasionales, personas que ocupan el parque para actividades recreacionales… Una suma de presencias a las que se sumarán, desde la banda de sonido, una serie de ruidos y voces de otro tiempo. Así toma cuerpo el proyecto conceptual de Marín, así es como La espada me la ha regalado deviene un laboratorio de engarces audio/visuales. Y cabe decir que el tiempo pasado que se evoca a través del off sonoro es todavía más específico que el ámbito contemporáneo de las imágenes: una esfera auditiva que nos transporta hasta 1936, cuando la Casa de Campo devino uno de los últimos bastiones del frente republicano durante el sitio de Madrid a manos de las tropas fascistas. El ruido de las bombas resquebraja la paz del paisaje, el eco de la guerra enturbia la representación. Y, sin embargo, no estamos ante otra crónica abatida de la tragedia histórica; la directora renuncia a componer otra elegía por la caída de la República. En su lugar, Martín construye una suerte de utopía social, natural e histórica en la que los principios del republicanismo encuentran inesperadas vías de comunicación con el presente.

En un momento particularmente inspirado de La espada me la ha regalado, las notas y los versos de la copla Puente de los franceses –inspirada en la resistencia del bando republicano en Madrid durante la Guerra Civil– se superponen sobre escenas cotidianas de la Casa de Campo, lugar de recreo en la actualidad para gente en su mayoría de clase media o trabajadora. Las notas de la copla traen a la memoria, inevitablemente, aquel magistral tratado fílmico sobre la resignificación de las imágenes titulado Canciones para después de una guerra de Basilio Martín Patino. Sin embargo, en La espada me la ha regalado, Martín se desmarca de la ironía contrapuntística para construir un pequeño manifiesto lúdico-político. La imagen de unas niñas que retozan alegremente en un estanque aparece acompañada por la grabación de la lectura de unas proclamas republicanas; otras imágenes de niños y niñas que corretean por senderos del parque se emparejan con reminiscencias de la escuela que construyeron los milicianos republicanos en pleno frente militar. La película no renuncia a su condición de artefacto memorístico: así lo atestiguan las imágenes de monumentos marmóreos que se debaten entre el olvido y la ruina. Pero Martín no tiene ningún interés en construir un film-mausoleo. Como hiciera John Gianvito en la seminal Profit Motive and the Whispering Wind, Martin combina el memento mori con el festín revolucionario, el recuerdo del final de un sueño con el férreo deseo de perpetuarlo.

La otra película española vista ayer en la Sección Oficial de Punto de Vista, He venido a leer la noche de Manuel Fernández-Valdés, también se articula en torno a una utopía, en este caso, la idea de un proyecto vital plenamente entregado a la creación artística. La protagonista del film es Mónica Valenciano, maestra de la danza contemporánea, una fuerza de la naturaleza que nos acerca, con cada uno de sus gestos interiorizados o espasmódicos, a una verdad profunda sobre lo que significa estar en el mundo. La de Valenciano es una forma de vida sublime que, según nos revela la cámara de Fernández-Valdés, transcurre entre su casa en el campo y los ensayos de su siguiente obra. Un universo de introspección, enteramente volcado en la exploración del potencial expresivo del gesto, que el cineasta observa desde una sorprendente cercanía. Sorprendente porque se requiere mucha audacia para plantear un diálogo casi íntimo entre la cámara y Valenciano, cuyo embrujo contamina todo el trabajo de puesta en escena, marcado por unos planos de seguimiento que, sin resultar insidiosos, no renuncian a bailar junto a la bailarina y coreógrafa.

En su fascinante primera mitad, He venido a leer la noche nos invita a merodear en torno al misterio de Valenciano: su búsqueda del gesto depurado, su perenne diálogo (canturreado o gutural) con el más allá artístico, su endiablado trabajo en torno a la palabra –convertida en artefacto físico arrojadizo–, o su apego a una cierta pulsión surrealista que convierte su trabajo en un ejercicio de escritura gestual-oral tan preciso como instintivo-automático. En algunos de los pasajes más reveladores de la película, la compenetrada pareja que forman Valenciano y la también bailarina Raquel Sánchez se sumergen en una disección espástica del universo becketiano (o en una relectura expansiva y acrobática del genial “absurdismo” de Faemino y Cansado). Durante uno de los ensayos, Valenciano, satisfecha con una performance, apunta que, en el apogeo de su arte, el cuerpo “está en el umbral de ser cuerpo que vive, no cuerpo que baila”. De hecho, la bailarina parece encontrar a sus almas gemelas en las imágenes de La Taranta (1962), el documental de Gianfranco Mingozzi sobre los delirios frenéticos de unas mujeres supuestamente envenenadas-poseídas por la mordedura de la tarántulas.

He venido a leer la noche conformaría un excelente programa doble junto a Oleg y las raras artes, el documental de Andrés Duque sobre el pianista ruso Oleg Karavaichuk, otra figura tocada por la genialidad indomable. De hecho, si algún pero se le puede poner al film de Fernández-Valdés es la búsqueda algo forzada de una forma fílmica que pudiese mimetizarse con la personalidad de Valenciano. Un impulso que lleva a la película hacia la sinuosidad malickiana (el virtuoso trabajo del director de fotografía Jacobo Martínez remite al de Emmanuel Lubezki) y hacia un tipo de montaje sinfónico que, pese a estar en sintonía con la creatividad-en-trance de Valenciano, ofrece una imagen excesivamente armonizada del fulgor abrupto, incendiario, en permanente tensión arrítmica, del trabajo la ganadora del Premio Nacional de Danza. En cualquier caso, se trata de una impureza menor tratándose de una película en la que Fernández-Valdés –que ya osó retratar a la dramaturga Angélica Liddell en Angélica [una tragedia]– ofrece una visión privilegiada del arrebatador universo de Valenciano.