Ganadora del Oso de Plata del pasado Festival de Berlín, El club se sitúa en la zona baja de la irregular trayectoria del director chileno Pablo Larraín, la cabeza más visible del conocido como Nuevo Cine Chileno. Después de realizar la interesante No –una irónica radiografía del camino de Chile hacia la democracia bajo la inquebrantable ley del capitalismo salvaje–, Larraín vuelve con El club a la senda más abiertamente feísta y truculenta de sus dos primeros largometrajes: Tony Manero –la historia de un psicópata fanático de John Travolta que campa inmunemente por el Chile de Pinochet–, y Post Mortem, en la que un médico forense combate sus tendencias asociales en los albores del golpe militar de septiembre de 1973. En sus implacables e incómodos estudios de la historia reciente de Chile, Larraín transforma la realidad en un teatro del horror contaminado por una omnipresente amoralidad: su dedo condenatorio apunta en todas las direcciones, la decencia queda fuera del ámbito de representación, y las embestidas a la sensibilidad y conciencia del espectador se convierten en un mandato incuestionable.

En El club, Larraín dirige su cámara francotiradora hacia los mecanismos de encubrimiento de la Iglesia Católica. En esta ficción protagonizada por curas implicados en los crímenes de la dictadura militar, en casos de pedofilia y en el robo de niños, el director chileno reincide en la cara más grotesca de su cine, ahondando en el patetismo y vileza de sus criaturas. Hay algo extremadamente simple en el planteamiento de El club: la idea de mostrar a unos curas como monstruos impenitentes que se comportan como niños malcriados, pasean por las tinieblas de la inmunidad y se distraen amasando dinero (entrenando a un perro de carreras) es de todo menos sutil. No hay nada más fácil que condenar a estos hipócritas y orgullosos “hombres de Dios” a los que Larraín sitúa, literalmente, frente al paredón de su cámara en unos acusadores planos frontales.

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Por si todo esto no fuese suficiente, la reprimenda a la institución eclesiástica se subraya con sangre narrativa, de forma muy evidente, cuando el único personaje en apariencia respetable –un joven cura que encarna el impulso reformista de la Iglesia– termina cayendo en el pozo de violencia y corrupción moral en el que retoza la película. El cuadro de bajezas se completa con otros tantos aprendices de monstruo: la mujer que atiende a los curas pretende limpiar su conciencia, maltrecha por acusaciones de malos tratos contra su hija adoptiva; unos jóvenes pijos procedentes de la capital se comportan de forma violenta y arrogante; y, sobre todo, el personaje de Sandokan, víctima de abusos sexuales por parte de un cura, es presentado como un vagabundo alcohólico que solo encuentra sosiego rememorando la manipulación emocional a la que fue sometido de niño. De hecho, El club surgió a partir de un monólogo teatral dirigido por el propio Larraín y recitado por el actor Roberto Farías, que en la película da vida a Sandokan. En este sentido, a mi parecer, la escritura artificiosa y la transparencia condenatoria de el club se sitúan mucho más cerca de la elocuencia teatral que de la sutileza cinematográfica.

En cualquier caso, hay que advertir que el cine de Larraín es de todo menos visceral. “Precisión” es la palabra que mejor define la puesta en escena y la organización narrativa de El club, una película marcada por un deambular lúgubre y espectral. A lo largo de la mayor parte del metraje, el film adopta un tono pausado, animado únicamente por unas dosis de crudo humor negro. Larraín pretende dotar de un halo reflexivo, afectadamente meditativo, a su furiosa y unidimensional mirada al horror. Sin embargo, llegado el momento preciso, la acción se acelera hasta culminar en el esperado estallido de violencia final. Como en toda la obra de Larraín, y sobre todo en Post Mortem –una película construida para golpear al espectador con la imagen del cadáver de Salvador Allende rodeado por militares, todo en El club se revela premeditado, calculado, perfectamente organizado para dejar al espectador apaleado y convencido de lo que debe pensar. Una estrategia tan vistosa como vapuleante, tan efectiva como elemental.