Manu Yáñez (Zinebi)

En la presente edición del Festival Zinebi, hasta seis cortometrajes con producción vasca participan en su Sección Oficial competitiva. Una selección que permite atisbar un amplio abanico de propuestas, desde las más narrativas hasta las más vanguardistas. En este último territorio, cabe destacar el trabajo de Teresa Sendagorta en la pieza de 18 minutos /It Is All Right Here. Concebido como un cortocircuito entre el experimento estructuralista y la actualización poética del “efecto Kuleshov” (técnica consistente en la creación de diferentes significados a partir del reordenamiento de unas mismas imágenes), el enigmático cortometraje de Sendagorta toma unas hipnóticas imágenes de Groenlandia filmada en formato Super 8 en 1986 y las enfrenta a unas narraciones en off recitadas por voces femeninas totalmente desdramatizadas, casi robóticas. Tras el shock inicial y el desconcierto posterior, el espectador va poco a poco entreviendo las posibilidades del juego: a cada nueva iteración de las imágenes, en órdenes diferentes, las diminutas presencias humanas que deambulan por el paisaje van adquiriendo más entidad, mientras las voces femeninas van generando un amasijo de posibles significados en los que palpita un relato imposible sobre el conflictivo mundo de la pareja (las narraciones están construidas a partir de la mezcla de palabras encontradas en más de 2000 novelas románticas norteamericanas). Así, ensayando una fabricación compulsiva de “momentos Chris Marker” –apuntando micro-fábulas, sugiriendo significados a través de la interrupción, sopesando en serie el valor que pueden tener 5 minutos o 30 años– /It Is All Right Here deviene un objeto fílmico a ratos fascinante, a ratos irritante y siempre estimulante.

Entre la programación de cortos vascos, cabe destacar otras dos piezas reseñables. En primer lugar, Amor siempre, el nuevo trabajo de Maider Fernández Iriarte. Planteada como una obra dual gracias al uso sistemático de la pantalla partida, la película presenta, a la izquierda de la imagen, la concepción del amor según Gloria, de 82 años, la abuela de la directora, mientras que, a la derecha del encuadre, María, de 16 años, nieta de Gloria, ofrece su propia visión del universo amoroso. Este viaje por las diferentes acepciones de la palabra amor arranca con una excitante batalla entre un conjunto de fotos viejas (grávidas, desvaídas, memorísticas) y un muro de Instagram (etéreo, lustroso, vívido); y termina con un endiablado “juego de las diferencias” en el que se sugiere que el amor no solo está siempre sino que lo es todo. Por el camino, Gloria y María ofrecen visiones del amor que, pese a resultar previsibles, no dejan de ser instructivas y emocionantes: de un lado, el amor maternal, casto y de raigambre cristiana; del otro, el romanticismo juvenil y atolondrado. Fernández Iriarte encuentra una cierta comodidad trabajando alrededor de la frontalidad compositiva, y parece descubrir su “lugar” cuando filma a la altura de los ojos de los personajes (menos llamativos son los desdoblamientos y animaciones que “decoran” el film). Delicado y performático, Amor siempre termina haciendo justicia a su título, un logro nada menor.

El segundo film destacado es Ancora Lucciole de Maria Elorza, que apela al texto El artículo de las luciérnagas, escrito por Pier Paolo Pasolini en 1975, para componer un viaje lumínico por un presente en descomposición. En su encendido artículo para el Corriere Della Sera, Pasolini analizaba la historia de los fascismos y denunciaba un vacío de “poder” (en un sentido más moral que autoritario) que estaba condenando a la sociedad italiana a una suerte de debacle neocapitalista. Por su parte, Elorza toma la vertiente histórica del texto de Pasolini y busca transcribirla en términos vivenciales y cinematográficos. Así, por un lado, la directora filma a su abuela y a una niña, que encarnan la conciencia y la inconsciencia del tiempo, respectivamente: mientras la abuela detesta a Trump y opina que “el mundo se acabará por la insensatez del hombre”, la niña juega alegremente con una luciérnaga metida en una jarra de vidrio. Aunque el mejor hallazgo de la película consiste en “cazar” a espectadores que consultan sus teléfonos móviles, sin disimulo alguno, durante proyecciones cinematográficas. Luces irrespetuosas, luces inconscientes y ofensivas a las que Elorza responde con una imágenes de corte vanguardista: celuloide pintado o manipulado. Para cerrar el círculo, estas últimas imágenes experimentales y sublevadas, ajenas a los códigos del mercado, albergan otro diálogo histórico, entre un pasado que todavía palpita en su textura original, y un futuro que se manifiesta en la materia pixelada que emerge de su proceso de digitalización. Elegíaca e insubordinada, Ancora Lucciole busca, en los entresijos de un mundo en transformación, atisbos de belleza que nos permitan pensar en un futuro posible.

También en Zinebi se ha visto la coproducción vasco-rumana Cadoul de cracium de Bogdan Muresanu, en la que –siguiendo los preceptos del realismo crudo del conocido como Nuevo Cine Rumano– se cuenta la historia de un padre que sucumbe a la paranoia cuando su hijo pequeño le confiesa que, en su carta a Santa Claus, ha pedido para su padre la muerte del “tío Nico” (Ceausescu). A medio camino entre la obra de terror social y la sátira absurdista (con toques del cine de Corneliu Porumboiu), Cadoul de cracium adolece de un formato, el cortometraje, que la obliga a acelerar los acontecimientos y forzar la aparición de su significación socio-político-histórica. Por su parte, Azken Otsoa de Iker Maguregi propone un salvaje retrato familiar en el que la violencia más primitiva trae a la memoria la obra de Sam Peckinpah o John Boorman, aunque aquí el resultado adolece de una cierta tosquedad dramática y unos desmesurados arrebatos líricos. Por último, el documental Il dolce far de Richard Sahagún ofrece un retrato de la cultura toscana a través de un grupo de bon vivants que comparten con el espectador sus impresiones sobre la vida y el arte. Aferrada a la observación relajada de unas charlas desprovistas de rumbo –una celebración de “la utilidad de lo inútil”, a la manera de Rohmer o Linklater–, Il dolce far no consigue trascender el ámbito de lo anecdótico.