En 2013, a la edad de 78 años, el dibujante y cineasta japonés Isao Takahata, célebre autor de series como Heidi y Marco (De los Apeninos a los Andes), así como del clásico del Studio Ghibli La tumba de las luciérnagas, regresó a la dirección de cine quince años después de su último largometraje, Mis vecinos los Yamada. Lo hizo con la deslumbrante El cuento de la princesa Kaguya, su particular adaptación de un monogatari tradicional japones (relato ficcional en prosa) del siglo X. En la película, que llega a nuestras pantallas tras presentarse en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes de 2014, Takahata emprende un audaz viaje hacia la simplicidad del trazo y hacia un tipo de abstracción que conecta con las formas del arte tradicional japonés. Mientras, en su vertiente temática, la película aúna elementos panteístas, sintoístas y puramente fantásticos en su acercamiento a la historia de un cortador de bambú que encuentra en el interior de un tallo a una pequeña criatura que rápidamente se transmuta en una deliciosa niña. A la postre, Takahata hace suyo el imaginario folclórico japonés para trazar un viaje emocional que lleva al espectador de lo naïf –la atropellada infancia de Kaguya es de lo mejor de la película– a lo melancólico –la madurez del personaje se halla bañada por un poderoso halo de amargura y fatalismo–.

Pese a la riqueza del sustrato cultural de El cuento de la princesa Kaguya, el fulgor expresivo de la película emerge de su vigor plástico, tan discreto como arrollador. En algunas escenas de exteriores, cuando la abrasante luz solar parece devorar todos los perfiles, el encuadre se asemeja a uno de esos cuadros tradicionales japoneses en los que unas pocas figuras de trazo minimalista se dibujan sobre un fondo blanco. Luego, en la mayoría de escenas, encontramos un interesante choque entre los claros perfiles de los objetos y unos fondos coloreados con lo que parecen ser “manchas” de acuarela. Un deslumbrante despliegue estético –encomiable declaración de amor a la animación predigital– cargado de excitantes fugas oníricas, deliciosos rituales que nos llevan hasta el Japón tradicional (budista) y un fino sentido del absurdo que brilla con fuerza cuando cinco pretendientes de la nobleza local aspiran a conquistar el corazón de la bella Kaguya. Un auténtico bálsamo para los sentidos y la sensibilidad en estos tiempos de cine vampirizado por la sordidez y la crueldad.