Jaime Lapaz (D’A Film Festival Barcelona)
Las tierras del cielo, la ópera prima de Pablo García Canga, presentada en la sección Un impulso colectivo del D’A Film Festival 2023, empieza con una conversación en la que un hombre le está contando una película a alguien por teléfono. Se trata de una obra del cine clásico japonés. “Te habría gustado”, afirma antes de empezar el relato, pero no escuchamos la respuesta al otro lado, solo un murmullo. Tampoco vemos al que habla. Las imágenes de García Canga recorren una ciudad de noche, y apenas se distinguen los edificios, solo las luces. A medida que la narración avanza y conocemos al otro protagonista –el de la película que se está contando–, la cámara se desplaza por diversos espacios de una casa con jardín. El narrador no escatima en detalles; cuenta hasta cómo es el viento en la película que acaba de ver, un viento que se hermana con la suave brisa veraniega que zarandea los árboles del jardín. La voz dota de un significado poético a unas imágenes aparentemente vacías, como ocurría en La casa Emak Bakia de Oskar Alegria o en el cuarto episodio de la libérrima La Flor de Mariano Llinás. De pronto, la cámara se posa en un espejo, y aparece la persona al teléfono. Se sienta en el suelo y hay un plano tatami de manual, como en el cine de Ozu. Es un plano breve, o quizás solo nos parezca breve, al igual que los escasos dos minutos en los que desconocíamos quién hablaba al teléfono, cuando todo era posible.
García Canga interrumpe el fascinante arranque, lleno de oportunidades y misterio, para indagar en otra incógnita: ¿De qué película están hablando los personajes? Para ello, apuesta por escenas en un solo escenario y con pocos actores. Las conversaciones entre ellos parten ahora del film que han visto, y no solo divagan sobre lo que ocurría en la pantalla o lo que sentían sus personajes, sino en cómo se sentían ellos al verlo, en qué recuerdos les han suscitado las escenas, qué emociones han aflorado. Las tierras del cielo es una obra decididamente romántica en cuanto a la primacía de lo subjetivo sobre lo objetivo. También se antepone en ella un tipo de narrativa enmarcada. Como en Las mil y una noches, a partir del relato inicial (el clásico japonés que vieron en el cine) se van tejiendo otras historias que, justamente dramatizadas, generan la ilusión de una presencia. “¿Eso sale en la película?”, le pregunta un personaje a otro: “No, eso me lo imagino yo”. En la enigmática cinta, un panadero escribe breves poemas sobre lo cotidiano, sobre las migas de pan, sobre sus clientes. Es como Paterson en la obra homónima de Jim Jarmusch. Aunque uno echa en falta más momentos mágicos como el arranque, cabe resaltar el partido que García Canga saca a los contados y estáticos elementos escénicos. La intensidad sentimental del filme, que bordea el artificio sin caer en lo superficial, queda mitigada por los hallazgos que afloran en el trabajo actoral y en la belleza de los diálogos.
También enmarcada en la sección Un impulso colectivo, el D’A 2023 ha proyectado la notable ópera prima de Alberto Gastesi: La quietud en la tormenta. En ella, una pareja vuelve de París a San Sebastián con la vaga idea de mudarse de nuevo al País Vasco. Durante el viaje, Lara sabe que ha olvidado algo, pero no recuerda qué. Ya en Donostia, cae en que se dejó una ventana abierta, y al ver llover aquí, duda de si lloverá allí. El agua se convierte así, desde lo aparentemente banal, en el principal agente narrativo, caótico y azaroso de una película construida sobre coincidencias. Durante una mañana gris, el paseo de la Concha solo tiene ojos para lo que ocurre en la arena. La cámara se fija en el rostro de la gente y no vemos el contraplano hasta mucho más tarde, después de que Lara baje las escaleras hasta acercarse a la playa. Frente al mar, hay una ballena varada, y a su alrededor, los cuatro protagonistas de la película dispersos entre la gente. Más tarde, al visitar juntos el piso al que se plantean mudar en el centro de San Sebastián, descubrirán que la tormenta de ayer rompió una ventana hoy. El agua une y separa a los personajes, ejerciendo de demiurgo.
Gastesi se acerca a ambas escenas con la pausa y el arrojo del que domina el tempo cinematográfico. La quietud en la tormenta podría describirse como un La La Land sin el pulso endiablado e impetuoso de Damien Chazelle. Si el cine del americano es una montaña rusa, el de Gastesi opera a la manera de un pausado y seguro teleférico. Sin apenas música (aunque haya buen jazz), el director donostiarra rueda un melodrama con el temple de un cine modesto, basado en gestos sutiles, en travelings cortos. En una cena entre amigos, el montaje solo incluye los discursos más genuinos, saltando entre ellos con elegancia, dejando que, como en una banda de jazz, cada uno tenga su solo. Ello no implica que condense la narración: hay en realidad un gran manejo del diálogo en un sentido clásico. La comunicación es el otro gran pilar de La quietud en la tormenta. Si Chazelle concretaba un posible romance a través de un número musical, Gastesi dilata aquellas primeras citas que desde el recuerdo parecen perfectas (aquí están escritas de forma impecable), y deja que Loreto Mauleón e Iñigo Gastesi vibren en las conversaciones más difíciles, aquellas sobre las heridas que nos acompañan siempre, y para las que hay que encontrar a alguien con quien sea posible curarlas.