Como en una de aquellas amplias y abarrotadas vistas de las películas de Jacques Tati, El gag visual –excitante y riguroso ensayo firmado por Manuel Garin– esconde detalles reveladores por todas partes. En su imponente y referencial introducción, descubrimos que Garin está más interesado en describir que en interpretar el gag: propone una cartografía del gag que pasa por comprenderlo más como un medio que como un fin. Más adelante, en uno de los suculentos pies de páginas, descubrimos que el gag puede trascender el ámbito de la comedia y ser trágico –las risas crueles de un equipo de cineastas al ver a la niña de Bellisima de Visconti– o puramente humanista –la espontánea sonrisa de Harry Carey en el clímax épico y dramático de Caballero sin espada de Capra–. Y, de propina, podemos llegar a comprender nuestra obsesión por aquel vídeo de Youtube del niño que descubre que Darth Vader es el padre de Luke Skywalker al relacionarlo con la espontaneidad, fugacidad y poso documental de las risas de los niños que asistían al espectáculo de títeres de Los 400 golpes o de los granujillas saca-lenguas del cine de Yasujirō Ozu.

En una época dominada por la lectura en diagonal y los fogonazos tuiteros, El gag visual se erige en un balsámico maratón intelectual, una vacuna contra las tesis efímeras, una experiencia al mismo tiempo reflexiva, eléctrica y tónica. Esta aparente paradoja tiene mucho que ver con el interés del autor por combinar el estudio sistemático y profundo, propio de la academia, con la ágil y libre asociación de ideas que caracteriza al buen crítico. Garin –que viajó hasta el Performing Arts Archive de Los Angeles para revisar los guiones originales de películas de Lubitsch o Hawks– sobresale a la hora de tipificar o deconstruir el gag. Los amantes de la comedia en mayúsculas disfrutarán con las precisas definiciones de la energía sustractiva del “toque Lubitsch” y de los elípticos y ambiguos finales felices de la películas de Buster Keaton. Por mi parte, reconozco mi debilidad ante pasajes como aquel en el que Garin encadena una escena en la que Mr. Bean (Rowan Atkinson) embute un steak tartar en el bolso de una señora con un gag de The Hole, de Tsai Ming-liang, en el que los protagonistas intercambian objetos y fluidos a través de un agujero que comunica el suelo de uno con el techo del otro. Dos gags “saturados” que revelan el potencial cómico de la atracción que genera el vacío, los agujeros por rellenar.

Super Mario

En El gag visual, el cinéfilo hallará análisis de gags para dar y tomar: gags de faldas al vuelo, gags con pollos (de los hermanos Marx a Padre de familia, pasando por los Monty Python), gags de miembros amputados (de la joroba de El jovencito Frankenstein a Tim Burton), gags a dúo o en trío, gags animados o gags suicidas, los que más parecen fascinar a Garin. Todo ello enmarcado en una sólida reflexión teórica que reúne a filósofos como Henri Bergson, el padre del estudio de la risa, Kant, Baudelaire o Kierkegaard, y a literatos como Mark Twain, Dickens o Cervantes.

Siempre he sentido debilidad por los críticos que abusan del epíteto “sublime” y Garin lo emplea con soltura. En su envidiable prosa, los parsimoniosos gags del sueco Roy Andersson “coagulan como un líquido estanco”. En su escritura, las expresiones más llanas, populares (lo cafre, lo bizarro), se dan la mano con la jerga más analítica: sinécdoque, hermenéutica, ¡¡anagnórisis!! ¡Eso es un buen gag!

Nada se le puede recriminar a la claridad con la que Garin estructura su ensayo, que va de lo físico a lo espacial, del corte de montaje al movimiento, de los personajes a los gags recurrentes. Sí que resulta chirriante algún exceso anglicista: puede que el acting añada alguna capa de significado al término “interpretación” o “actuación”, pero a mí se me escapa. Por otra parte, el autor maneja una lista ampliamente razonada de autores predilectos: de los maestros del slapstick a Lubitsch, de Tati a Pierre Etaix, de los animadores de la Warner Bros a Hayao Miyazaki. Un marco de preferencias que, en ciertas ocasiones, parece limitar el abanico de ejemplos que ofrece el estudio, algo especialmente llamativo en las, para mí, escasas referencias a la Nueva Comedia Americana. Me cuesta recordar un gag de suicidio mejor que la inmolación involuntaria, cigarro en boca después de una fiesta de gasolina, de los amigos-modelos de Derek Zoolander (Ben Stiller). Y qué decir del trabajo de alelamiento y desproporciones físicas ejecutado por Will Ferrell bajo la batuta de Adam McKay. En fin, crucemos los dedos para que, en algún momento, Garin nos deleite con su análisis de las películas del coreano Hong Sang-soo y el argentino Matías Piñeiro, dos heterodoxos (no tan) ocultos de la comedia actual.

El gag visual –al que no le habría sobrado un índice onomástico– se cierra con una audaz cadena de trompicones y pericias físicas, de las carreras de Buster Keaton a las proezas de Super Mario (sí, el fontanero de Nintendo) pasando por los tortazos de los concursantes de humor amarillo. Una demostración final de que, como se apunta en la introducción del libro, el gag visual funciona como “un juego del mundo que reinventa la realidad”; por ejemplo, desorganizando el empuje cronológico de la Historia. He aquí la guinda de un libro con forma de pastel hilarante que, como reclama Garin al gag visual, nos hace reír pero sobre todo nos invita a pensar.

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