El cine ha narrado desde múltiples puntos de vista el infierno que se vivió durante la II Guerra Mundial. Tanto así que resultaba casi imposible concebir que una película pudiera ofrecernos una nueva perspectiva sobre aquel horror histórico. Pues bien, esa parece ser la meta que se propone El hijo de Saúl, que no solo se erige como una de las mayores obras maestras de nuestro tiempo, sino que además nos ofrece una inmersión directa y visceral al corazón de una de las mayores abyecciones de la historia: el Holocausto judío.

El húngaro László Nemes nos hace vivir constantemente con una sensación de asfixia mediante decisiones de puesta en escena increíblemente acertadas. En primer lugar, el formato de la pantalla de un ratio de 1.33:1 hace que la imagen sea cuadrada, limitando de esta manera la cantidad de información que el espectador puede ver y así generando mas preguntas que respuestas sobre lo que sucede alrededor del protagonista, mezclando esto con una distancia focal mínima donde los primeros planos rigen toda la película, nos lamina al cuerpo de Saúl y nos permite vivir el caos que él vive. La película, rodada en su mayoría con objetivos de 55mm, genera una estética realista, sin distorsiones, con una naturalidad cortante que solo en momentos precisos se potencia con primeros planos, utilizando los 35mm para distorsionar la imagen mínimamente y transmitir así un desequilibrio en los personajes.

La cámara en mano, presente durante todo el largometraj, nos da una sensación de intimidad con Saúl, un hombre prisionero de guerra que es el encargado junto con otros “elegidos” de llevar a la cámara de gas a miles de judíos. Seguimos al protagonista en esta odisea mediante planos cerrados y nos convertimos al igual que él en una máquina, una presencia invisible para ese mundo tormentoso que lo rodea. Mediante la utilización del plano secuencia el tiempo se comprime en momentos claves y la tensión que se vive en cada uno de ellos no se rompe con un cambio de plano o un plano contra plano sino que se mantiene, se espera hasta el último segundo para que la agonía de algo que puede suceder en cualquier momento sea lenta. Seguimos en muchas secuencias a Saúl por la espalda, pisándole los talones, somos de cierta manera un ente que lo persigue y lo juzga por sus decisiones, la intencionalidad de los planos realza la incertidumbre de la supervivencia de Saúl en este ambiente hostil.

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Por su parte, la intensa sensorialidad que pone en juego el film se realza con el uso magistral del sonido en fuera de campo. Dejando en claro lo que vemos e intensificando aquello que no, Nemes consigue que el horror que vive Saúl nos sea transmitido fría y crudamente, tal y como el protagonista lo vive y nos implica directamente en su objetivo. Una de las grandes virtudes de este largometraje es que todo aquello que sucede cerca de Saúl es sonido diegético, cada roce de bala, cada llanto y murmullo son sonidos grabados in-situ pero muchos de ellos también agregados en la postproducción con el fin de atmosferizar el filme y que de manera envolvente se genere una espesa capa de ruido sobre el mismo. Los tonos grises y “muertos” corresponden a la perfección con la intencionalidad del director y esta solo se rompe en el momento en que escapan.

El hijo de Saúl nos propone una aglomeración de sentimientos y situaciones que el director nos presenta de manera visceral, con un protagonista que parece frágil, al borde del colapso, pero que se mantiene firme y constante, un autómata que dejó de ser humano pero que vive, siente y nos hace vibrar.