¿Cómo referirnos a una película demasiado febril y disonante (¡gracias, Jonny Greenwood!) para ser considerada estrictamente neoclásica, cómo caracterizar esta obra demasiado original para ser etiquetada de posmoderna, cómo domesticar este film demasiado anti-chic y armónico para ser considerado “moderno”? Con su tallo voluble, su espíritu devocional y su apego a las supersticiones, Phantom Thread se enreda por todo lo largo y ancho del Planeta Cine mientras nos invita a perder la razón y aferrarnos a la butaca. En su mejor versión, Paul Thomas Anderson encauza su sentido de la autoexigencia hacia las antípodas de los lugares comunes. Esquivando los cantos de sirena de lo simbólico, Phantom Thread encuentra un modo directo, físico (también poético), de materializar las corrientes de amor y aflicción de sus personajes. Se erige como el film de PTA donde el estudio del deseo y el tormento humanos se fragua de manera más concreta sobre cada milímetro de tela, piel y encuadre: ¡qué logro tan rotundo para una película sobre pespuntes textiles y románticos! Manu Yáñez

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