Jaime Lapaz (Sitges)

En la sección Seven Chances del Festival de Sitges, que recupera material clásico inédito y/o restaurado, se ha presentado una pieza audiovisual perdida hasta el año 2019. Se trata de The Amusement Park, dirigida por el maestro del terror George A. Romero, que en 1973 encaró el único encargo de toda su trayectoria como cineasta. El film arranca con un prólogo explicativo en el que el actor Lincoln Maazel habla directamente al espectador para ponerle en contexto de lo que se dispone a ver: una película de concienciación financiada por dos fundaciones religiosas sobre la falta de compasión de la juventud hacia los problemas de la tercera edad. El principal objetivo del intenso mediometraje es que sintamos en nuestra piel los temores de la vejez. Y Romero lo consigue.  

Una vez superada la introducción de corte didáctico, el director de El día de los muertos propone un juego de intenciones poco sutiles y de desarrollo tan previsible como efectivo. Filmada con encuadres crudos y expresivos, que remiten al imaginario de La noche de los muertos vivientes –obra capital del terror que Romero había filmado cinco años antes–, The Amusement Park transcurre en el parque de atracciones/diversiones del título, escenario sobre el que se esbozan alegorías, algunas más refinadas que otras, sobre la soledad y la indefensión en la vejez. La sensación de violencia y angustia se sustenta tanto en la puesta en escena como en el guion, cuyo trazado bordea la crueldad en momentos lacerantes. Una pareja de señores mayores accede con dificultad a la atracción de los autos de choque, puesto que antes de subir deben pasar un examen oftalmológico. El protagonista también sube a la atracción y presencia un accidente de tráfico en el que la pareja no ha tenido culpa. Pese a ser el único que puede dar testimonio, este queda anulado porque no llevaba puestas las gafas. La película se queda en silencio y la cámara se fija en los rostros de la vejez, cuyo agotamiento deviene melancolía en contraste con un espacio lúdico, pero únicamente pensado para la juventud.

Escribía el novelista Milan Kundera en La insoportable levedad del ser que “la felicidad es el deseo de repetir”. Si algo tienen los parques de atracciones es la posibilidad de satisfacer ese deseo de forma inmediata. Sin embargo, el protagonista del film sale de cada incómodo viaje más magullado, y se harta de probar más atracciones. Porque si la película de Romero fuera una atracción, sería, sin lugar a duda, una galería de espejos. Uno entra en la película y se refleja en diversos cristales distorsionadores, algunos más deformantes que otros, hasta que resulta imposible no cuestionarse ciertos pilares de la propia identidad. El problema es que The Amusement Park nunca llega a funcionar como un laberinto de espejos terrorífico. Como apunta su estructura circular, la película funciona, de manera bastante evidente, como una galería con una misma puerta que sirve tanto de entrada como de salida. En todo caso, para quien escribe estas líneas, que se encuentra en la más rabiosa juventud, el momento más terrorífico del film tomó forma en un epílogo de tintes discursivos: “Y recuerden, un día también serán viejos”.

“The Feast” de Lee Haven Jones.

Por su parte, en la Sección Oficial Fantástic de Sitges, se pudo ver The Feast, en la que una familia pudiente de la Gales rural recibe la súbita visita de una joven desorientada que viene a sustituir a la sirvienta habitual de la casa. Poco se sabe del pasado de la que será la protagonista del film, un misterio que se extiende también al siniestro cóctel de superstición y leyenda que oculta la finca familiar. El film, dirigido por el galés Lee Haven Jones –autor de algunos episodios recientes de Doctor Who–, se presenta como un trabajo de folk horror que apenas se esfuerza por introducir con claridad sus elementos folclóricos. En la película, se perciben los ecos de grandes referentes contemporáneos del fantástico como Robert Eggers (aquí resuena La bruja) y Bong Joon-ho (Parásitos), pero The Feast carece del magnetismo formal y del dominio del tempo del primero, así como de la transparencia arquitectónica y la fuerza subversiva del segundo.

En una escena, la dueña de la casa en la que se concentra la acción se planta frente a un gran cuadro abstracto que tiene en el salón para impresionar a su invitada. Se trata de un tapiz rugoso y colorido que parece difícil de descifrar. La anfitriona, algo embriagada tras el gran banquete, resuelve la intriga de la obra sin que la comensal lo haya ni siquiera planteado. Al parecer, el cuadro esconde grandes temas: el amor, la esperanza…, pero en realidad se trata de algo mucho más simple y trivial: un mapa de la finca. Este detalle podría explicar por qué el filme de Jones carece de misterio y de sutileza. Una vez despojado de manierismos formales, resulta tan elemental y mecánico como el cuadro del salón.