Habrá quien pueda sentir un cierto rechazo ante las numerosas banderas estadounidenses que aparecen ondeantes en la magnífica El puente de los espías. En un momento de esta película de espías que transcurre en el corazón de la Guerra Fría se sugiere que los norteamericanos se preocupaban más por el bienestar de los espías rusos que los propios soviéticos, a quienes, en una escena que se sale del tono general del film, vemos torturar a un joven soldado americano. Caben pocas dudas sobre el lugar que adopta Steven Spielberg para hablar de la Guerra Fría, sin embargo, en una obra tan compleja como El puente de los espías, las claves deben buscarse tanto en los brochazos más evidentes como en las pinceladas más sutiles. De hecho, esperar de Spielberg un retrato neutral de la Guerra Fría sería tan absurdo como pedir que John Ford hubiese hecho un western donde los cowboys y los indios fuesen tratados con la misma consideración. Aun así, y para empezar a avistar las virtudes del nuevo film histórico de Spielberg, hay que reconocer que, con el tiempo, el maniqueísmo y sentimentalismo que caracterizaba el trabajo del padre de Indiana Jones ha ido dejando su lugar a un visión más crítica y ambigua de la realidad; un proceso cuyo origen cabría situar a principios del siglo XXI, con películas como Minority Report o Atrápame si puedes, y que alcanzaría su plenitud con la majestuosa Lincoln.
Como resultado de este proceso de madurez expresiva y despertar crítico, podemos advertir que, del mismo modo que Ford supo censurar la ceguera vengativa del John Wayne de Centauros del desierto, Spielberg lanza en El puente de los espías una mirada reprobatoria a la suspensión del estado de derecho propuesta por su gobierno en nombre de la “seguridad nacional”. Una tesis plenamente contemporánea y políticamente incorrecta. Dicho esto, lo destacable aquí no es solo que Spielberg sea capaz de poner al gobierno norteamericano en su punto de mira –adoptando el punto de vista del abogado defensor de un espía ruso–, sino la inteligencia con la que el director de Encuentros en la tercera fase pone en escena la compleja relación que se establece entre las convicciones personales del individuo, las corrientes ideológicas de su tiempo y los condicionantes impuestos por la coyuntura histórica y política.
Para intentar verter algo de luz sobre este complejo panorama interior y exterior, mental y material, Spielberg pone en escena, en la segunda mitad del film –cuando el abogado viaja al Berlín que vio nacer el Muro–, una laberíntica y deliciosamente inverosímil trama de espionaje en la que la grisácea moralidad del contexto contrasta con la fortaleza ética de un héroe común. Tom Hanks, a quien en Philadelphia vimos enfrentado a la injusticia en condición de testimonio, adopta aquí el rol que desempeñaba Denzel Washington en la película de Jonathan Demme: el del abogado que supedita sus pareceres personales a su fe en el sistema, conectando así su credo ideológico con una intachable dignidad personal. Gracias a una milagrosa aleación de seriedad y socarronería, Hanks sale airoso del reto mayúsculo que le propone el guión de los hermanos Coen: poner cara a las múltiples caras de la historia norteamericana, la del “triunfo” de los valores democráticos, la de los turbios secretos de estado y la que se dejó por el camino un larguísimo número de vidas rotas.
El puente de los espías, que ficcionaliza el conocido como “Incidente del U-2”, que enfrentó a yanquis y soviéticos en 1960, tiene un arranque deslumbrante: una prolongada set piece muda –a lo Rio Bravo de Hawks– que se abre con un plano que anuncia el tema de fondo de la película. En la imagen, un hombre a quien al poco descubriremos como un espía ruso aparece sentado sobre una banqueta de pintor y rodeado, simétricamente, por un autorretrato (a la derecha) y por su propia imagen reflejada en un espejo (a la izquierda). El encuadre tiene una lectura “interior”: el hombre que se busca a sí mismo, que se hace a sí mismo y sabe reconocer sus propias contradicciones. Y luego, también, una lectura “exterior”: el hombre que, pese a las múltiples imágenes que los demás proyectan sobre él, permanece inmóvil, sereno, fiel a sí mismo, digno. El resto de la película va ratificando estos postulados a través de las figuras de dos hombres (el espía ruso y el abogado norteamericano) situados a ambos lados de la contienda. En otro momento clave de la película, Spielberg regala al personaje de Hanks un momento sublime de reconocimiento a través de otro retrato pintado.
Resulta reconfortante ver a Spielberg componer con tanta claridad y elegancia este sofisticado juego simbólico. Lejos parecen quedar los tiempos en que el director de Tiburón necesitaba colorear (¡de rojo!) la chaqueta de una niña perdida para evocar el dolor del pueblo judío (en La lista de Schindler). En El puente de los espías incluso los montajes paralelos –uno de los habituales puntos débiles del trabajo de Spielberg– consiguen esquivar la obviedad. En el más llamativo de estos montajes, se emparenta una vista judicial en la que Hanks defiende al espía ruso con los vuelos sobre territorio soviético de unos aviones-espía norteamericanos. ¿Dónde reside el heroísmo? ¿En la batalla legal de Hanks o en la guerra secreta del ejército, en la que luego el propio Hanks tomará parte? La respuesta, como dicta una realidad plagada de espejismos, no puede ser sencilla. Spielberg explora este universo de incertidumbre confiando plenamente en la fuerza reveladora de la narración. En El puente de los espías todo fluye en la misma dirección: los giros de la trama, los simbolismos y el trabajo gestual de los actores, como en ese maravilloso momento en que el rostro de Hanks pasa, en cuestión de segundos, del confort a la amargura: maravillosa representación de las contradicciones inherentes al viaje del personaje y al curso de la Historia. Antes, metido de lleno en el juego de engaños, negociaciones y pantominas del mundo del espionaje, Hanks exclama: ¡Hay mucha ficción en marcha por aquí!