Xavier Montoriol
Cuando no hay que viajar para asistir a un festival, sino que este acontece en la ciudad donde uno vive, resulta mucho más fácil no subordinar la vida al cine. Las películas se abren paso en la rutina, alterándola sin llegar a dominarla. Está bien que así sea, puesto que a veces los festivales invitan a perder el mundo de vista. Estas semanas de noviembre, vida y cine coexisten –a veces llegan a ser una misma cosa– en la 31ª edición de L’Alternativa, que se celebra como de costumbre en la ciudad de Barcelona.
Tal vez porque hace tiempo que no salgo de la ciudad, mi itinerario por el festival se llena rápidamente de películas sobre naturaleza. Hay otra explicación. Hace tiempo que este regreso a la naturaleza se ha ido consolidando como lugar habitual del cine de autor; una tendencia que, es de suponer, refleja la preocupación al alza por el medio ambiente, el papel cada vez más central del ecologismo en nuestras vidas, pero que también obedece a la inercia de ciertas modas en el circuito audiovisual. En esta exploración hay quienes atraviesan el bosque por los grandes caminos marcados y hay quienes se aventuran por senderos de cabra, sin miedo a perderse con tal de dar con un pequeño hallazgo que justifique la excursión.
En una sección paralela, L’Alternativa acogió el estreno catalán de The Human Hibernation, la primera película de Anna Cornudella. La cineasta barcelonesa imagina un mundo donde la humanidad hiberna durante los meses más fríos, se desplaza en grupo y convive con el resto de animales en un plano de igualdad. Poco o nada sabemos de esta tierra: las casas se cubren de maleza durante largos inviernos de duración incierta, son como cáscaras vacías que ocupan indistintamente cabras, gallinas y personas; los pastos están llenos de vacas que cobran un aire amenazante; los lagos inspiran cuentos y leyendas, se dice que son puertas a otros mundos, que comunican con los que se fueron. Nada parece demasiado extraño y, sin embargo, hay una pequeña dislocación que hace del mundo un lugar súbitamente desconocido, como un eco lejano de la tierra que Mercè Rodoreda imaginó para La muerte y la primavera.
La película tiene su origen en una beca de creación de la Sala d’Art Jove, para la que Cornudella filmó una pieza breve que se presentó en el MACBA. De esta semilla artística, el largometraje conserva, por una parte, la voluntad de explorar una ficción que es a su vez una investigación especulativa sobre las posibilidades de la hibernación humana. Por otra parte, el film también hereda, de su origen museístico, el ritmo lento, pausado, contemplativo, que lo acerca a los códigos de la instalación audiovisual. A pesar de que la cineasta despliega una pequeña línea narrativa desde la que explorar su mundo (una chica busca a su hermano pequeño, que despertó a destiempo de la hibernación), no parece que su interés principal esté tanto en contar la historia como en habitar ese mundo a través de la imagen, deteniéndose a filmar la naturaleza con una capa de extrañamiento, volviendo una y otra vez a los mismos escenarios, ensayando puntos de contacto entre la gestualidad humana y la animal mediante las lentas coreografías de sus tableaux vivants.
En la sección oficial, Apple Cider Vinegar de Sofie Benoot también ensaya una aproximación a nuestra relación con la naturaleza, centrando su atención en la dimensión geológica del planeta. Para ello se inventa la figura de una antigua presentadora de documentales, evocadora del universo David Attenborough, a quien da voz la actriz Siân Phillips. Siempre en off, la narradora nos cuenta que le han encontrado una piedra en el riñón, y toma este suceso como punto de partida para hilar una búsqueda serpenteante que va de Palestina a California, pasando por Cabo Verde o Inglaterra. A partir de una estructura fragmentada, llena de asociaciones imaginativas, Benoot va leyendo en las piedras la historia del mundo, y de nuestro impacto en el mundo. En Palestina, los trabajadores extraen de las canteras la piedra que servirá para construir casas en Israel; en Inglaterra, los geólogos se detienen en la cuneta para examinar los estratos de la roca, allí donde el monte fue cortado para que cruzara la autopista. Una misma imagen se repite, como una rima: la del borde, la del abismo. Una muchacha palestina tiene pesadillas porque su casa se alza en el saliente de la cantera; en Inglaterra, el mar se come el litoral, las casas desaparecerán dentro de poco; en California, el precipicio se oculta bajo tierra, en forma de una gran placa tectónica.
Apple Cider Vinegar no se parece en nada a los documentales de flora y fauna que su narradora produjo en el pasado. Quizás porque también el mundo se parece cada vez menos al de Planet Earth de Attenborough; o porque en el fondo la imagen se resiste a ser disecada y expuesta en una vitrina, y busca siempre nuevos caminos que la alejen de un territorio ya conquistado por la órbita de Netflix. La tensión entre el mundo pasado y el mundo presente se traslada así a los códigos del documental, abriendo una grieta fructífera que Benoot explora recurriendo a herramientas modernas como las cámaras nocturnas, operadas a distancia por grupos de voluntarios, y desplazando el tono solemne de la típica voz en off de documental hacia una ironía fina pero mordaz. Todo ello le permite examinar el mundo con tono ligero y mirada grave, sin el peso lastrante de una nostalgia apocalíptica.
La naturaleza reapareció como eje central en varios de los cortos programados, tanto en la sección nacional como en la internacional. Habría que precisar que rara vez se trata de un eje central en solitario: las películas suelen negociar más bien nuestra relación con el planeta, ya sea evocando una comunión orgánica (Cuando la llanura encuentra el piedemontede Jonás Radziunas, una obra con ecos de Eduardo Williams que hace de la fluidez del agua su imagen central); ‘desarchivando’ un territorio (Muestrario de Sofía Hansen, una oda al bosque chileno de Hornopirén, amenazado por el extractivismo industrial); explorando la fuerza expresiva de un cine más experimental para acercarse al bosque como si fuera la primera vez (Ojo de agua de Héctor Gardez); o tomando la forma de una fábula ecologista con toques de fantasía (O jardim em movimento de Inês Lima, llena de colores saturados y vibrantes, de sobreimpresiones y centelleos). También otras películas de temática distinta tuvieron algo que decir en esta conversación sobre cómo filmar el entorno: pienso en el plano de un atardecer en Cumpleaños feliz (Miguel Ariza), filmado con un teléfono y pixelado hasta el punto en que la estampa natural roza la abstracción rothkiana.
De nuevo en la sección oficial, también pudo verse Bogancloch, la última película de Ben Rivers, nombre habitual de L’Alternativa. Filmada en 16mm, en blanco y negro, supone el regreso del ermitaño Jake Williams a la filmografía de Rivers desde que juntos filmaran Two years at sea, en lo que el cineasta describió como ‘a friendship and a filmship’. El primer tramo bien podría llamarse The Last Man on Earth (¿acaso las tareas diurnas de Williams son muy distintas de las que llevaba a cabo Vincent Price?), antes de que otras presencias vayan llegando a poblar momentos concretos de la película: así, vemos a Williams dando clases de astronomía en una escuela local, o cantando junto al fuego con otros rostros que apenas vislumbramos.
El montaje intercala una serie de instantáneas en color, la mayoría estropeadas por el paso del tiempo, que permiten imaginar un pasado remoto de Williams lejos de su enclave actual en los bosques de Escocia. Son apenas una breve transición entre las largas escenas que le muestran cocinando, reproduciendo casetes o paseando por el monte. No hay historia, y apenas discurso. Aunque a veces opte por alejarse abiertamente de su impulso documental, Bogancloch es en esencia un ejercicio observacional hecho de tiempo y de imágenes granuladas, atravesadas de pequeños incidentes y veladuras que le dan una aura extraña. Es así como, en su paciente registro de las distintas estaciones, la película de Rivers va armando un retrato del hombre y la naturaleza que detalla otra forma de habitar el mundo, difícil pero posible. La última escena condensa la imagen de una relación más harmoniosa con el cosmos: la cámara, que apenas se había movido en hora y media de película, inicia un movimiento ascendente mientras Williams se baña en una vieja tina. El plano no se detiene hasta que el ermitaño no es más que una mancha en el paisaje, aunque en todo ese tiempo seguimos escuchando de cerca su chapoteo y el crepitar de la leña con la que calienta el agua de la bañera. El último corte nos muestra un cielo límpido y oscuro, repleto de estrellas, filmado en un pequeño zoom out que rima con el plano anterior, dibujando la íntima unión de todas las cosas.