Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)

Este año han coincidido en la sección oficial del Festival de San Sebastián dos cineastas que hasta este momento habían desarrollado su trabajo en el campo del documental y que ahora plantean su primera incursión en la ficción. Joshua Oppenheimer, conocido por sus películas a propósito del genocidio en Indonesia, y Maite Alberdi, que llegó a estar nominada al Oscar por El agente topo (2020), por la que ya recibió en Donosti el premio del público, plantean dos formas distintas de dar ese paso. Lo hacen a través de sendas propuestas en las que, sin embargo, se pueden rastrear algunos rasgos de su producción como documentalistas, sin que ninguno de los dos llegue a los resultados que obtuvieron en el ámbito en el que hasta el momento habían conseguido éxito y reconocimiento crítico.

El cineasta estadounidense, afincado en Dinamarca, Joshua Oppenheimer inventa para su ópera prima en la ficción, The End, el concepto de musical postapocalíptico. En un momento indeterminado de nuestra historia, la humanidad se ha extinguido y, aparentemente, solo resiste un grupo se seres humanos. Sobreviven refugiados en unas galerías excavadas a 800 metros bajo tierra en una mina de sal, donde llevan viviendo más de dos décadas. Entre grandes galerías se encuentran diseñadas varias estancias –en realidad, corresponden a cada uno de los decorados en los que va a transcurrir de forma casi teatral la totalidad del film– de lo que podía ser un palacete que desprende un gusto recargadamente kitsch y donde cuentan con todo tipo de comodidades y lujos, incluso con una pinacoteca que reúne las mejores obras de cada uno de los grandes movimientos pictóricos de la historia.

Allí habita un matrimonio y su hijo, que con veinte años no conoce la realidad fuera de esa cueva, una prestigiosa chef, un médico y un sirviente que asiste a la familia. Su existencia es monótona, cada nuevo día se parece al anterior. El padre y el hijo se dedican a escribir las memorias del primero, que nunca tendrán lectores, mientras que la madre redecora constantemente la casa y cuida de su galería de arte. Sin embargo, la llegada de una joven, que parece ser otra superviviente, perturba una armonía que hasta ese momento parecía idílica. Hay que reconocer la audacia del autor de La mirada del silencio (2014) a la hora de plantear este escenario a propósito del fin del mundo –en este mismo festival se ha proyectado otro hallazgo similar en la decepcionante sátira política Rumours (2024), de Guy Maddin, Evan Johnson y Galen Johnson– y, por supuesto, merece toda la atención al hacerlo en clave de musical. Sin embargo, la composición no acaba de funcionar como obra completa.

El descubrimiento del pasado de cada uno de los habitantes de ese hogar subterráneo acaba siendo solamente una coartada para mostrar en pantalla, durante dos horas y media, un buen número de canciones y números musicales muy descompensados en sus resultados, aunque resulte apreciable el esfuerzo que realizan cantando los siempre estupendos Tilda Swinton y Michael Shannon, como los padres, y George MacKay, en el papel del hijo, al que recientemente también hemos podido ver en The Beast (2023), de Bertrand Bonello. También resulta reseñable la labor de planificación del cineasta, que se esfuerza en ofrecer distintas soluciones formales a estos pasajes, que ocupan más de la mitad del film, recurriendo a números rodados en plano fijo, otros con travellings circulares, otros articulados mediante el montaje convencional y algunos, los menos, que pueden llegar a recordar a las coreografías de un musical del Hollywood clásico por su ritmo y energía.

Sin embargo, a nivel dramático parece repetir, con todas las distancias y respeto, el dispositivo utilizado en The Act of Killing (2012), y así conformarse con ser un mero observador de los comportamientos y actitudes de sus personajes, pecando de falta de profundidad dramática. Algo que en la ficción no le funciona. El resto lo deja en manos de las canciones (bastante irregulares) y del trabajo de dirección de arte y de la fotografía de Mikhail Krichman, habitual en la filmografía del cineasta ruso Andrey Zvyagintsev, que consigue crear una atmósfera tan irreal como asfixiante y cargada de extrañeza. De este modo, lo que realmente es un planteamiento original y muy disfrutable ­–por lo que cuenta y por tratarse de un musical–, recae en lo reiterativo y sus momentos de brillantez no logran compensar su resultado final. Pero, al mismo tiempo, resulta una experiencia absolutamente desconcertante.

Maite Alberdi también toma prestados en El lugar de la otra algunos elementos de sus anteriores trabajos. Aquí vuelve a hablar sobre secretos e identidades que se desvelan y se pueden intuir algunas soluciones visuales que planteaba en El agente topo. Aunque ella misma haya hablado de su película como un “documental de época”, nos encontramos plenamente instalados en el terreno de la ficción. Sí es cierto que la película toma como punto de partida un hecho real, acontecido en Chile en 1955, cuando la popular escritora María Carolina Geel asesinó a tiros a su amante, delante de toda la gente que en ese momento se encontraba en el comedor del lujoso Hotel Crillón. Algo que supuso una auténtica conmoción para la sociedad de la época y que ocupó titulares en prensa durante meses.

El caso movilizó a la opinión pública, e incluso, la premio Nobel Gabriela Mistral pidió el indulto para la mujer, que antes de salir en libertad pasó un tiempo recluida en una institución, donde escribió su libro Cárcel de mujeres.Alberdi se vale de este pasaje de la historia de su país para contar la historia de Mercedes (Elisa Zulueta), la secretaria del juez que debe dictar sentencia sobre el caso, y que, de algún modo, comienza a asumir la forma de vida de la presunta homicida. Consigue entrar en su casa, viste su ropa, lee sus libros, adopta sus costumbres… En definitiva, comienza a vivir otra vida lejos de su humilde hogar y de una familia que no le muestra cariño ni la comprende.

Como retrato de estas dos identidades femeninas tan opuestas y distanciadas, pero que a la vez se reflejan, y como declaración de la necesidad de disponer de un espacio propio –algo que remite a lo planteado en su mítico ensayo por Virginia Woolf– el film funciona. Y también en su reivindicación de tener referentes a la hora de dar un paso hacia la liberación personal.  Esos mensajes quedan enunciados por encima de la coartada del true crime y la investigación judicial. Incluso también tiene su valor como melodrama familiar. Sin embargo, Alberdi se pierde entre la pomposidad de la recreación histórica –la dirección de arte y la puesta en escena funcionan con mucha dificultad– y una dirección demasiado plana y tendente al subrayado. Aquí, la cineasta se muestra mucho más constreñida que en su faceta como documentalista, donde cuenta con absolutos hallazgos como Los niños (2016) o, la más reciente, La mirada infinita (2023).