Endika Rey

El detonante narrativo de La doctora de Brest surge cuando la protagonista (Sidse Babett Knudsen) observa atónita, junto a un colega de hospital, una ecocardiografía donde vislumbra claramente una serie de daños en el corazón de una paciente. Será entonces cuando se dé cuenta de que el Mediator, un medicamento para la diabetes que cientos de miles de franceses usan como saciante, es el causante de deterioros cardiovasculares que pueden llegar a resultar mortales. En ese instante, la cámara de Emmanuelle Bercot se centra en el movimiento de los ultrasonidos de la ecografía: una estampa difícil de descodificar para un profano. Queda claro que ni a los protagonistas ni a la directora parece importarles demasiado que el espectador llegue a comprender lo que está ocurriendo con la paciente. Bercot no busca “explicar” los procedimientos reales que marcaron la denuncia sanitaria más importante de la historia de Francia, sino que prefiere “imbuirse” en los mismos y dejar que sea la propia estructura y ritmo del filme los que guíen al espectador.

La doctora de Brest no es una película con una construcción especialmente compleja, pero lo cierto es que su trama pasa por diversas fases cuando menos peculiares. Así, cuando la doctora ha convencido a su colega (Benoît Magimel) de que su grupo de investigación ha de realizar una serie de análisis estadísticos sobre el medicamento, Bercot decide congelar el tiempo en un plano de la protagonista con un fondo neutro que se convierte a través de un encadenado en tablas y números provenientes de un Excel. Estamos ante un guión en el que la posible publicación de un artículo indexado es un centro de tensión alrededor del que gira parte del relato, y es ahí donde radica el mayor interés de la película, ya que Bercot parece plantearse una cuestión insólita: ¿Cómo poner en imágenes una metodología de trabajo que es casi anti-cinematográfica por definición? La respuesta, desgraciadamente, no está a la altura de la cuestión: cuando los dos protagonistas han de escribir el artículo académico en tiempo récord, Bercot se limita a realizar un montaje con música de sintetizadores de fondo donde lo cotidiano se mezcla con lo profesional mientras se muestra el avance del escrito.

Para intentar hermanar forma y fondo, La doctora Brest emplea herramientas fílmicas tan sobadas como una banda de sonido inundada por la auscultación de un corazón o una lucha burocrática que al final acaba abusando de motivos visuales cercanos a la escenografía del cine de juicios. A la postre, descubrimos que la negativa de Bercot a adentrarse en los procedimientos científicos y burocráticos es más una cuestión de incapacidad que de desinterés. Ese es el gran problema de La doctora de Brest: sus limitaciones a la hora de proponer una puesta en escena acorde con el metódico proceso de sus protagonistas.

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No es el único problema de una obra que, pese a todo, resulta correcta. Bercot parece tan asustada por salirse del renglón de los acontecimientos reales en que se basa que sólo se permite una licencia junto a Séverine Bosschem, su coguionista: convertir a su protagonista en una mujer excéntrica de provincias que dotará a la historia de diversas salidas de tono chistosas. Así, por ejemplo, Irène Frachon (nombre real de la doctora) no tiene reparos en parar una reunión para decirle a uno de los presentes que se suba la bragueta, como si la directora tuviese miedo de que la historia del proceso científico y legal resulte demasiado exigente para el espectador y estuviera necesitada de dotar de aire varias secuencias. Esta idea en ocasiones funciona pero en general da la sensación de que es otro modo de disfrazar el relato. Del mismo modo que el plano del Excel en realidad no aportaba una visión distinta del tema, sino simplemente un ornamento, la actitud de la protagonista a lo largo de todo el filme no es sino un mero abalorio que intenta hacer olvidar que ésta es en realidad una película sobre el trabajo. En este sentido, hay una secuencia que parece toda una declaración de intenciones por parte de Bercot: cuando una de las pacientes afectadas por el medicamento muere y la protagonista se dispone a hacerle la autopsia, ésta agarra un corazón mucho más pesado de lo habitual y lo sostiene en plano mientras una lágrima sale de sus ojos. Al final La doctora de Brest es eso: una película que parece querer ser invisible y realizar una operación analítica sobre unos acontecimientos reales (apasionantes) pero que en realidad acaba intentando buscar sin pausa un corazón de la historia que desgraciadamente está muerto.

La película inaugural de un festival también suele ser toda una declaración de intenciones por parte de sus organizadores —al menos una velada, a medio camino entre el qué quiero conseguir y qué puedo conseguir—. José Luis Rebordinos lleva seis años al frente del festival de cine de San Sebastián, y en esas ediciones hemos asistido a dos pistoletazos de salida que sembraban una lanza a favor de un cierto tipo de cine de género español rodado en inglés (Regression en 2015 e Intruders en 2011), dos producciones estadounidenses que permitieron una amplia cobertura mediática desde el primer día (Denzel Washington y The Equalizer en 2014, Richard Gere y El Fraude en 2012) y la primera vez que una película animada formaba parte de la sección oficial del festival coincidiendo con una retrospectiva sobre el tema (Futbolín en 2013). Este año, la 64 edición del Zinemaldi ha comenzado con La doctora de Brest, una película que parece querer indicar que San Sebastián no está tan lejos de Cannes (Emmanuelle Bercot inauguró allí hace dos años con La cabeza alta) ni del discurso social europeo (estamos ante un alegato antifarmacéuticas). Al igual que el “pon todo en condicional” que pronuncia la protagonista en un momento del filme, aterrada por las posibles consecuencias legales de un libro de denuncia que ha escrito, por ahora es el momento de poner en condicional todo lo que queda de festival. Si San Sebastian hubiese conseguido otra película inaugural y La doctora de Brest sólo formase parte de la sección oficial a competición, probablemente no le daríamos tanta importancia. En este instante, da la sensación de que su elección se corresponde con una de sus faltas: escogiendo a Emmanuelle Bercot para inaugurar el festival se sitúa en primer plano la única película dirigida por una mujer que tiene este año la competición oficial.