La gran mayoría de los cineastas –o al menos aquellos que son conscientes del potencial del lenguaje cinematográfico– dedican el conjunto de su trayectoria a buscar la distancia justa desde la que observar el mundo (personajes, escenarios, temas): un posicionamiento que es tanto físico como ético y moral. El austriaco Ulrich Seidl, uno de los grandes cineastas de nuestro tiempo, descubrió ese posicionamiento allá por 1995, cuando en Animal Love decidió retratar frontalmente y desde una distancia prudencial la devoción que sienten algunos de sus compatriotas por sus mascotas. Mediante un cierto barroquismo escénico, generando un espacio para que sus personajes se autorretrataran junto a sus animales de compañía, Seidl estaba consolidando las que serían las constantes de su particular abordaje a la realidad: frontalidad, simetría, encuadres centrípetos (cerrados, autosuficientes), una cierta negativa a imponer juicios morales sobre sus personajes, un sexto sentido para el retrato social y una punta de ironía, expresada sobre todo a través del montaje. Una serie de preceptos nacidos para lo documental pero que pronto se extendieron por las ficciones del austríaco, notoriamente en Hundstage (Dog Days), que se llevaría el Gran Premio del Jurado de Venecia en 2001 y que supondría la consagración del idilio que Seidl mantiene con los grandes festivales europeos.

En realidad, no tiene demasiado sentido hablar de documental o ficción en el acercamiento de Seidl a lo real: sus ficciones son ensayos prácticos sobre lo observacional y sobre el trabajo con actores no profesionales; sus documentales, desnaturalizados ejercicios de puesta en escena. Seidl ha aplicado estos principios formalistas al estudio del fanatismo religioso, la vida de las modelos, el turismo sexual, los flujos migratorios entre países europeos y, en su nueva película, la fascinante En el sótano, lo que esconden sus compatriotas bajo tierra, en sus sótanos, en la trastienda de su cotidianidad, o como lo llamó Freud, en el reino del inconsciente (colectivo). Como en todas las películas de Siedl, el meollo de la cuestión se halla tanto en el fondo como en la forma, tanto en el tema como en las implicaciones éticas y morales de sus esteticistas composiciones, unos planos que pueden remitir a la orfebrería fílmica de Wes Anderson o a las películas autobiográficas de Terence Davies. Como en las películas de esos dos maestros contemporáneos, los personajes de Seidl se explican a través de su pose, su indumentaria, su lugar en el encuadre y los objetos que les acompañan en unas estampas que funcionan como tableaux vivants. Las (gran) diferencia es que, en Seidl, no hay rastro ni del romanticismo de Anderson ni del aura fatalista de Davies. Estrictamente materialistas, vaciadas de toda afectación emocional, las imágenes de Seidl no cuentan más de lo que muestran.

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Se podría apuntar, algo temerariamente, que todo el cine de Seidl persigue la destrucción del fuera de campo. Sus planos concentran –a veces de forma abigarrada, jugando con el kitsch– todo cuanto necesita el espectador para comprender a los personajes y su condición, mientras que, en términos ideológicos, la obra del austríaco aspira a sacar del escondite, del fuera de campo social, la historia oculta, los tabúes e intimidades de su nación. En este sentido, En el sótano podría ser la obra definitiva del director de Jesus, Du weisst (Jesus, You Know). En las imágenes del nuevo film de Seidl coinciden mujeres que combaten la soledad meciendo en brazos a muñecas hiperrealistas, hombres islamófobos que se distraen en un campo de tiro subterráneo, un admirador de Hitler que reposa plácidamente en un refugio doméstico vetado para su esposa, unos adolescentes que beben y fuman en su guarida, o una pareja que encuentra en el fetichismo sexual la liberación del pesado yugo laboral (ella) y una forma de explotar unas dotes de semental (él). Manejando este heterogéneo panorama de filias y fobias, Seidl acomete una estrategia audaz, consistente en una democracia estética radical: todos los personajes reciben el mismo tratamiento, todos gozan del tiempo necesario para explicarse. Para Seidl, una entrañable pareja que recuerda con nostalgia las fiestas familiares que celebraban en su sótano vintage merece la misma atención que un vigilante de la ópera de Viena que, en privado, disfruta de su condición de esclavo sexual. El director de Import/Export los observa desde una especie de neutralidad que es al mismo tiempo incisiva y reveladora: el espectador goza del privilegio de poder sacar sus propias conclusiones.

Bajo este prisma observacional, En el sótano disecciona una realidad pasmosa. En una película en la que aparecen varios matrimonios veteranos, la única persona que habla del “amor auténtico” es una ama sadomasoquista que no tiene contemplaciones a la hora de estrujar los testículos de su esclavo. El admirador de Hitler se vanagloria de cómo sus vecinos le visitan regularmente, sin que su santuario nazi resulte ningún inconveniente (no deja de asombrar cómo Seidl consigue que sus personajes acepten mostrar su intimidad de un modo tan impúdico). Aunque el momento más ilustrativo y espeluznante de En el sótano es el monólogo de una adepta al sadomasoquismo que habla de su trabajo como asistente de mujeres maltratadas en Cáritas mientras reivindica el placer y “libertad” que siente al convertirse en objeto sexual. Con este contradictorio testimonio real –con la mujer desnuda y amarrada por una gruesa cuerda–, Seidl configura un retrato social de una complejidad que ya querrían para sus películas popes del cine histórico-social como Michael Haneke, Ken Loach o Lars Von Trier.