Carlota Moseguí

El tercer largometraje del director búlgaro Konstantin Bojanov –Avé (2011) e Invisible (2009)– arranca con un adolescente siendo brutalmente humillado por su maestro. En la primera escena de Light Thereafter, el tutor grita al protagonista que sus cuadros son basura, y, a continuación, le echa de su casa. Tras esa incómoda introducción, las escenas sucesivas no terminan de encajar cronológicamente, dado que éstas revelan, primero, los anteriores intentos (fallidos) del joven por pintar siguiendo las directrices de ese famoso artista plástico llamado Arnaud, y, más adelante, la noche en que el joven llegó al chateau de la Provenza donde vive el renombrado pintor. El espectador no necesitará más de tres cambios de escenario para descubrir que la trama de Light Thereafter será narrada a través de su orden cronológico invertido.

Como decíamos, Light Thereafter arranca con una negativa aplastante. Arnaud no sólo detesta al joven que se ha colado en su casa para impregnarse de su arte; también detesta los cuadros que pinta. Al parecer, sean cuales sean los motivos que llevaron a ese inglés de padres búlgaros en busca del pintor retirado en la Provenza han sido en vano. Sin embargo, montando el largometraje a la inversa, Bojanov se dispone a defender lo contrario. Light Thereafter se apoya en una suerte de renacimiento que nunca veremos, aunque sí se materializará en un sugerente fuera de campo, cuando entendamos el calvario que ha sufrido ese adolescente de dieciséis años llamado Pavel. Carente de figura paterna, el chico –que además sufre algún tipo de trastorno mental grave que lo induce a autolesionarse o hablar solo consigo mismo– se relaciona únicamente con mujeres, cuyos nombres dan título a los ocho episodios de la ficción. Un amplio repertorio femenino que abarca desde prostitutas hasta amantes francesas, llegando finalmente a la madre (interpretada por la imponente actriz búlgara Margita Gosheva –protagonista de The Lesson y Glory–).

Bojanov sorprendió a la audiencia del Festival de Rotterdam con esta conmovedora road movie protagonizada por un personaje roto que se entrega por completo a su único sueño: ser pintor. No obstante, su nueva cinta, que posee muchos puntos en común con Avé (sobre dos adolescentes perdidos recorriendo Bulgaria en autostop), se distancia de aquella por la indefinida profundidad psicológica del protagonista. Terminado el film, nos da la sensación de haber dado un rodeo interminable para evitar hablar con franqueza de su esquizofrenia, así como de su obsesión por encontrar el amor del padre que nunca tuvo a través del arte.

La segunda película presentada en la primera jornada de Rotterdam, que compite por el próximo Tiger Award, fue el quinto largometraje del director indio Sanal Kumar Sasidharan. Sexy Durga plantea una inquietante radiografía del machismo en la India actual combinando imágenes de un festival hindú en Kerala con el relato de una pareja que viaja en autostop a medianoche. Tan sólo reconocemos dos protagonistas (femeninas) en el film: la diosa Durga a la que los devotos de Kerala demuestran su adoración a través de sacrificios físicos (caminando sobre brasas todavía ardiendo, colgando de barras de metal que perforan su piel…), y una chica con el mismo nombre, percibida como un objeto sexual por todos los hombres que se cruzarán con ella y su novio en la carretera. Kumar Sasidharan define la imagen de la mujer en la India, según la mentalidad masculina, a través de dos mujeres con el mismo nombre: una diosa y una puta.

Cabe destacar la habilidad del director para imbricar las escenas de no-ficción con la historia de los dos amantes encerrados en el coche de desconocidos que abiertamente desean abusar de la chica. Asimismo, son los prodigiosos movimientos de cámara los que consiguen fusionar dos formatos tan antitéticos. Tanto la parte documental como la ficción están filmadas mediante travellings imposibles que refuerzan la claustrofobia del ritual y del interior del vehículo: una claustrofobia similar a haber nacido mujer en la India.