A estas alturas, la presencia del cine de género está más que asumida en Cannes, y en 2016 hemos visto en la Croisette unas cuantas películas que, con toda probabilidad, despertarán interés en los certámenes especializados: Grave, que comentamos hace unos días, pero también la odisea de un psicópata hindú que narra Raman Raghav 2.0, de Anurag Kashyap, y los retorcimientos morbosos de la Agassi de Park Chan-wook. Pero los placeres “genéricos” más inesperados y, seguramente, estimulantes que ha dado el festival han venido de dos títulos que, según nuestras expectativas, no deberían haberse movido en estas coordenadas: Personal Shopper, de Olivier Assayas, y Mimosas, de Oliver Laxe.
Al principio de Personal Shopper, Maureen (Kristen Stewart) llega a un gran caserón vacío, donde pasará la noche tratando de entablar contacto con la presencia fantasmagórica que puede estar habitando el lugar; al cabo de poco, se nos informará de que este espectro sería el de su hermano, fallecido unas semanas antes. Pero la auténtica sorpresa será descubrir que, además de médium, Maureen trabaja como compradora personal para una VIP. El plano espiritual queda unido a la que quizá sea la manifestación más extrema del delirio, creando una fricción que afectará a todas las capas de la película.
Personal Shopper está hecha de temas que no deberían coexistir, pero Assayas no trabaja esta mezcolanza postmoderna con ironía, sino igualando el tono de la propuesta, y tratando con la misma seriedad todas sus partes: las secuencias sobrenaturales son genuinamente inquietantes, y en ellas el director mide los tiempos, el sonido y el espacio como si llevara toda la vida dirigiéndolas (en ese sentido, la película resulta la más afortunada incursión en el terror por parte de un autor ajeno al género desde la Història de la meva mort de Albert Serra). En su afán por plantear lo fantástico en un entorno estrictamente contemporáneo, Assayas da con una forma hasta ahora inédita de contacto paranormal, haciendo que Maureen sea contactada por una persona o ente desconocido a través de la app de mensajería de su móvil; de este modo, se crea una conversación textual que pasa a guiar (o, casi, a dirigir) las acciones de la protagonista, actualizando por la vía del software las llamadas de teléfono que hacía el Hombre Misterioso de Carretera perdida. Como este personaje clave del cine de David Lynch, el incorpóreo interlocutor de Maureen también la animará a descubrirse a sí misma; en este caso instándola a romper las normas de su profesión, y probarse los caros vestidos que ha adquirido para su clienta. Una transgresión absolutamente superficial (y, según se mire, ridícula), pero que da lugar a una secuencia ‘transformadora’ que dialoga directamente con la metamorfosis de Maggie Cheung en el hotel de Irma Vep y que posee la clave de las manifestaciones fantasmales del film (que se acaban explicitando en una secuencia tardía innecesariamente expositiva).
Finalmente, lo que propone Olivier Assayas en Personal Shopper es un camino para acercarse lateralmente al fantástico, encontrándolo en lugares improbables. De ahí, seguramente, que el cineasta quiera introducir en el relato los cuadros de la artista y seguidora del ocultismo Hilma af Klint, que se desplazó de lo figurativo a lo abstracto para tratar de alcanzar una dimensión más allá de lo tangible; y también recordar las sesiones de espiritismo que presenció Víctor Hugo, y ficcionadas a través de un falso telefilm que proporciona un curioso cameo de Benjamin Biolay encarnando hieráticamente al escritor.
Abucheada (con más desidia que verdadera irritación) en el pase de prensa, es probable que las múltiples ideas que lanza Personal Shopper encuentren una mejor recepción en entornos algo más relajados que Cannes. Algo, por otro lado, que sucede con prácticamente toda la filmografía de Assayas.
Por su parte, Oliver Laxe trajo Mimosas a la Semana de la Crítica seis años después de presentar su ópera prima, Todos vós sodes capitáns, en la Quincena de Realizadores. Es posible que sus mejores obras todavía estén por llegar, pero estas ya poseen la virtud de estar activadas por un deseo fundamental: filmar un espacio, una tierra, que en el caso que nos ocupa sería Marruecos, donde Laxe vive y rueda. Sus paisajes desérticos y enormes le llevan de manera natural a la aventura, género que el director trata con gratificante naturalidad, quizá porque no comete el error de confundirlo con el cine de acción, algo demasiado habitual estos días.
En Mimosas, un sheikh moribundo quiere ser enterrado junto a sus seres queridos, por lo que ordena una expedición que debe atravesar el Atlas. Las complicaciones del viaje son paliadas, relativamente, por la llegada de Shakib, que viaja en el espacio (y, tal vez, también en el tiempo) para actuar como Ángel de la Guarda-Loco que lleve a buen puerto esta caravana. Sus alucinados monólogos hablan de una fe intensa y sin religión, que tiene dificultades para calar verdaderamente en los demás personajes.
El ritmo conseguido por el film estalla en un tramo final que comprime diversas acciones, llegando a escenas que se resuelven con más parquedad que misterio. La revelación elevadora no llega a orillarse a la pantalla, a lo mejor porque nunca se supuso que estuviera allí, pero las dudas que deja la película al apagarse se combinan con las ganas de una pronta revisión, que puede despejarnos la cabeza o perdernos definitivamente en el desierto, pero que al menos serviría para reencontrarse con los formidables colores de la fotografía de Mauro Herce.