Un blanco, blanco día, el segundo largometraje del islandés Hlynur Pálmason, fue una de las sensaciones del pasado D’A Film Festival Barcelona, donde se alzó con el premio a la Mejor Película de la sección Talents. Unos meses antes, este drama de un hombre mayor enfrentado a la pérdida de su esposa participó en la Sección Oficial del Festival de Gijón. Fue en el certamen asturiano donde tuvimos la oportunidad de conversar con Pálmason acerca del imponente trabajo de su actor protagonista, Ingvar Eggert Sigurdsson, y acerca de la combinación de elementos autorales y códigos del cine de género. Una charla en la que el director de Winter Brothers manifestó su preferencia por un cine de la “exploración” en contraposición a un cine de la “explicación”.
Crítica del film: “El silencio de un hombre”.
Me gustaría empezar esta entrevista preguntándole por su trabajo dirigiendo a los intérpretes de Un blanco, blanco día. Ingvar Eggert Sigurdsson, el actor protagonista, otorga al personaje de Ingimundur una densidad psicológica que emana de un trabajo eminentemente físico.
Otorgo mucha importancia a la dimensión física de mi películas. Cuando concibo mis proyectos, vuelco en ellos una serie de ideas, pero desde el principio va tomando forma lo que podríamos llamar la dimensión escultural del film, su vertiente más física, algo que incumbe al modo en que se mueven los actores, pero también a los movimientos de cámara. En el caso de Un blanco, blanco día, escribí el papel específicamente para Ingvar (Eggert Sigurdsson). En el año 2013 trabajé con él en mi cortometraje En maler, y desde aquel mismo año acordamos que trabajaríamos juntos en el proyecto de Un blanco, blanco día. Para mí es una situación ideal poder escribir un guion conociendo a los actores que darán vida a los personajes. Eso me permite imaginar con mayor claridad las escenas. Saber que podía contar con la presencia y la fortaleza física de Ingvar me permitió concebir escenas más largas, con una tensión dramática más sostenida y prolongada.
El personaje de Ingimundur carga con un enorme dolor en su interior, un dolor a través del que se vehicula un estudio sobre la pérdida. ¿Cómo trabajó con el actor la evolución dramática del personaje?
Durante mis rodajes, intento hablar poco con los actores. No me gusta agobiarlos con información sobre el pasado de sus personajes. Prefiero dejar un cierto espacio para el misterio. Me gustaría pensar que mis películas no pretenden sermonear al espectador, no pretendo aleccionar a nadie, mis películas no tienen moraleja. Me interesa plantear preguntas y explorar posibles caminos para el conocimiento de nuestra naturaleza. De hecho, a veces, cuando empiezo a hablar demasiado sobre “el significado” de mis películas, me siento un estafador, porque la realidad es que no tengo respuestas definitivas a las preguntas que planteo en mi cine. Creo que la ambigüedad es una herramienta de expresión poderosa. Durante los rodajes, siempre intento ser honesto con todo el mundo y creo que mis actores saben que trabajan en un territorio cargado de enigmas. En este sentido, me he beneficiado del talento de Ingvar para sacarle todo el partido a los guiones que escribo. Durante el periodo de varios años que trabajamos juntos en el proyecto de Un blanco, blanco día, casi nunca hablamos de los emociones o del pasado del personaje de Ingimundur. Mientras preproducía la película, le iba enviando a Ingvar fotografías de escenarios, o sonidos, o pequeñas grabaciones que hacía con mi móvil en las que capturaba algo que me interesaba que él pudiera procesar. Ha sido un colaboración apasionante.
Por otra parte, la interacción de Ingvar con la actriz que da vida a su nieta en la ficción, Ída Mekkín Hlynsdóttir, resulta esencial para atisbar la complejidad de un personaje aparentemente tosco pero también capaz de expresar una gran ternura.
El caso de Ída también es particular porque ella es mi hija (risas).
Vaya, no lo sabía, disculpe, aunque ahora entiendo mejor la delicadeza y confianza con la que ella se relaciona con la cámara.
El caso es que, mientras íbamos desarrollando el proyecto, Ída no paraba de crecer, año tras año. Tenía cinco años cuando empecé a escribir el guion, pero cuando empezamos a rodar ya tenía nueve. De algún modo, su creciente madurez hizo que su personaje fuese ganando peso en la película. En un principio, Un blanco, blanco día iba a ser un estudio del personaje de Ingvar, pero poco a poco se fue convirtiendo en la historia de la relación entre el abuelo y la nieta. En conjunto, diría que el trabajo con los actores fue relativamente sencillo. Como director, siento que una de mis tareas principales es crear, en el set de rodaje, una atmósfera propicia para la creatividad, una ambiente en el que se toleren los errores y en el que impere la concordia.
Me parece interesante que mencione la posibilidad del error. Diría que la película se presenta ante el espectador como un ejercicio fílmico de gran precisión. Me pregunto como colisionan o se equilibran esas dos fuerzas aparentemente contrapuestas: la búsqueda tentativa y escritura milimétrica.
Mi impresión es que el cine es un juego de opuestos. Quiero que mis películas sean precisas pero al mismo tiempo que estén vivas, que sean sorprendentes. Me gusta que mis películas contengan una cierta belleza pero también que estén tocadas por la brutalidad. Pienso que la vida es así. No es extraño amar a una persona pero, en un momento determinado, sentir odio hacia ella. Siempre me ha inquietado el hecho de que tendemos a mostrar nuestra peor cara a la gente a la que más queremos, a aquellos que tenemos más cerca. Me gusta que mis películas investiguen esa contradicción, creo que es lo que las hace obras personales.
Otro elemento relevante de Un blanco, blanco día son los escenarios. Por un lado, está la casa que el protagonista va remodelando a lo largo del film, un espacio cargado de significados metafóricos. Pero también están los grandes escenarios naturales y el peso dramático que tiene en la película la nieve y la niebla.
En ocasiones, mientras escribo el guion de mis películas, me gusta ir a los lugares en los que tengo previsto filmar. Estando allí, siento que la historia toma forma, así que los escenarios son un elemento clave de mis películas. En el caso de Un blanco, blanco día, la carretera en la que filmamos algunas de las escenas clave de la película, aquella que va a parar hasta un túnel, la visité muchas veces. Es la carretera de grava situada a mayor altitud de toda Islandia, y como está tan alta es muy habitual que aparezca sumergida en las nubes. Tenía claro que quería trabajar con el color blanco y sabía que allí podría contar con la niebla como mi aliada. Como ves, en mi modo de trabajar se superpone la escritura del guion con el casting y la búsqueda de escenarios. De esta manera, siento que mis proyectos evolucionan de una manera más orgánica.
Antes ha mencionado lo personales que son tus películas. Al mismo tiempo, usted maneja una interesante variedad de códigos del cine de género, del drama intimista al thriller de venganza.
Para responderte debo explicar que crecí viendo mucho cine de Hollywood, algo nada extraño porque Islandia es un país muy “occidentalizado”. Piensa que, geográficamente, estamos en un punto intermedio entre Europa y los Estados Unidos, y nos hemos acostumbrado a convivir con bases militares norteamericanas sobre nuestro territorio. Sin embargo, cuando fui creciendo, las películas que me hicieron querer ser cineasta fueron obras de los grandes autores europeos, de Tarkovski a Antonioni, o también Víctor Erice… y el director de Cría Cuervos.
Carlos Saura
Sí, me fascina Saura. Fue la obra de estos directores la que me metió en la cabeza la idea de que el cine podía ser una herramienta de expresión extremadamente personal.
La mención a Tarkovski creo que me hace entender mejor el modo en que toman forma algunas de las metáforas que Un blanco, blanco día. Pienso por ejemplo en la aparición del caballo en el interior de la casa del protagonista.
Suele decirse de Tarkovski que su trabajo era esencialmente simbólico, pero yo no lo creo así. Pienso que él trabajaba de un modo muy intuitivo, pero al mismo tiempo conectado a lo espiritual. A mí no me gusta demasiado trabajar con símbolos, prefiero dejar que los significados de mis película surjan de un modo orgánico. Cuando filmas un escena a lo largo de dos años, como me ocurrió con el arranque de Un blanco, blanco día, o si filmas en una misma casa durante años, acaban sucediendo cosas imprevistas pero cargadas de significado. La escena del caballo tiene su origen en la realidad. En la zona en la que rodábamos habían caballos y una noche un joven potro se coló en la casa en la que filmábamos. Por la mañana, cuando llegué al rodaje, el caballo estaba dentro de la casa y se había cagado por todas partes (risas). Como te decía, cuando filmas ocurren cosas, muchas de ellas extraordinarias o imposibles. Hay que estar dispuesto a alimentarse de la realidad, que puede ser ambigua o hermética, para luego crear la ficción.
Por último, me gustaría preguntarle por el modo en que evoluciona la película en términos formales, desde una cierta quietud hacia un territorio más cinético a medida que avanza la acción y las emociones de los personajes se desatan.
Uno de los apartados más excitantes de mi trabajo es la composición de mis películas. Y cuando hablo de composición me refiero al modo en que fluyen las imágenes y la narración. Mientras escribo mis guiones, no me preocupa tanto que se entienda cada escena, cada gesto o cada decisión de los personajes. Me interesa más “explorar” una cierta realidad que “explicarla”. Desde la primera escena de Un blanco, blanco día, creo que el espectador se percata de que está ante un viaje sinuoso, cargado de incógnitas, en el que las emociones se caldean a fuego lento, y en el que el destino es incierto.