(Imagen de cabecera: Irene Gutiérrez, fotografiada por @Anne-Claire Lans)

Manu Yáñez (Festival de Gijón)

¿Contra quién combaten los tres veteranos de la Guerra de Angola que protagonizan Entre perro y lobo? ¿Habitan la realidad física y presente de la selva cubana o viven inmersos en otra realidad interior, perdida en el tiempo y la memoria? Sobre estas coordenadas difusas pero elocuentes se mueve el nuevo trabajo de docuficción de la cineasta española Irene Gutiérrez. Tras su estreno internacional en el Festival de Berlín, Entre perro y lobo se ha convertido en una de las grandes triunfadoras del 58º Festival Internacional de Cine de Gijón gracias a los premios al Mejor Largometraje Español y a la Mejor Directora de una Película Española. Bajo el signo de esta victoria, conversamos con la directora de Hotel Nueva Isla, que disecciona para Otros Cines Europa tanto la dimensión conceptual de su nuevo film como la experiencia vital que supuso su rodaje. Abrimos así una puerta a los misterios de Entre perro y lobo, una obra hipnótica y espectral que medita acerca del pasado histórico de la nación cubana –y su conexión con la geopolítica global– a través del gesto, del ritual y de la incursión sensorial en un entorno selvático.

Entre perro y lobo se perfila como una obra de docuficción –una suerte de odisea espectral protagonizada por unos viejos guerrilleros cubanos que no encuentran su lugar en la realidad actual– de la que emerge un poderoso sustrato documental, formado por los testimonios verídicos de los guerrilleros e imágenes de archivo de la revolución angoleña de las décadas de 1970 y 1980. ¿Cómo surgió el proyecto de Entre perro y lobo? ¿Y cómo fue tomando forma esta dialéctica entre ficción y realidad?

La semilla de Entre perro y lobo se remonta a mi primera estancia como estudiante en la Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio de los Baños (EICTV, Cuba). Ya desde el 2003 pude comprobar que muchos de sus trabajadores habían participado como combatientes internacionalistas en Angola: el cocinero, el custodio, el bedel, varios de sus profesores y jefes de cátedra, buena parte del personal del huerto… pero ninguno de ellos hablaba con facilidad del tema. Fue una generación entera, 380.000 hombres. En ese mismo año viajé como alumna para hacer uno de los ejercicios prácticos a San Pablo de Yao, pequeña localidad en el corazón de la Sierra Maestra donde se encuentra la Televisión Serrana. Una vez allí, supe que volvería a esas montañas para hacer una película. El tiempo me fue llevando a saber que las dos cosas finalmente se unirían, dado que los veteranos que entrevisté en la Sierra Maestra tienen dos cualidades que los diferenciaba de los de la Escuela de Cine o incluso de aquellos que conocí en La Habana: el paisaje que los rodea y la manera en que hablaban de sus años en el frente angolano. Sus discursos están llenos de épica, quizás porque en aquellas mismas montañas ellos también despidieron a sus padres cuando se alzaron junto al Ché y Fidel contra la dictadura de Batista. Me pareció que la cuestión del “deber generacional” estaba profundamente marcada en sus vidas, y que los rostros de Miguel, Estebita y Alberto eran el símbolo preciso de esa generación que antepuso los mandatos de la Revolución Cubana a sus propios anhelos como individuos. Para bien o para mal, ellos representan una forma de estar en el mundo que hoy se ha perdido.

La dialéctica entre ficción y realidad surge espontáneamente desde la investigación. Primero porque, en el extenso período de documentación y entrevistas en la Sierra Maestra, muchos de los veteranos me contaban sus experiencias pero sobre todo reproducían los entrenamientos y operaciones con el cuerpo, esto es, escenificaban (para que yo lo entendiera bien) cada relato. Eso me dio la luz para comprender que en sus cuerpos aún sigue estando inscrita la guerra de una forma muy potente, y me pareció que era un recurso, inventado por ellos, extremadamente cinemático. Porque los relatos –las historias de batallas pasadas– se agotan, sobre todo cuando queremos ir más allá de la oratoria épica Revolucionaria, muchas veces de carácter oficialista. Así que fue desde lo performativo que pudimos adentrarnos en otros aspectos de la guerra non tan conocidos, quizás más dolorosos –las experiencias del soldado raso– para crear un estado de ánimo en el rodaje que propiciara la vuelta al pasado desde el gesto y no desde la palabra. Este dispositivo fue fundamental para hacerlos a ellos partícipes del guión de la película, puesto que las secuencias de entrenamiento fueron propuestas de ellos.

A mi parecer, Entre perro y lobo transcurre en una suerte de no-tiempo, o de tiempo desdoblado. Los guerrilleros permanecen atrapados en un bucle existencial, incapaces de dejar atrás una concepción belicista de la revolución. La película aborda esta idea abstracta a través de una serie de rituales que llevan a cabo los protagonistas: entrenar, curarse las heridas, limpiar a sus animales, o incluso purificarse con el humo que sale de un termitero en llamas. La acumulación de rituales obsoletos me hizo pensar en películas como Beau Travail de Claire Denis o De la guerre de Bertrand Bonello. ¿Cómo fue dar forma y significado a este universo ritualizado?

El entorno campesino está lleno de rituales en sí mismo, no fue algo forzado. El propio ritual anual de la zafra de café, que es la actividad económica principal de todos los habitantes de Yao y alrededores, marca sus ritmos vitales. Durante la cosecha, hay un sentimiento de cercanía a la tierra y de hermandad; después de la cosecha, se festejan los resultados en las comunidades durante días. Las mulas, que son fundamentales en esta labor de recogida de café en unas lomas en donde no llegan los vehículos a motor, también son aseadas y recompensadas luego del arduo trabajo. Recuerdo Las estaciones de Artavazd Pelechian y siento que, más allá de la distancia cultural, hay una ritualidad común que comparten todos los campesinos y que viene marcada por los ciclos de la tierra. Luego, Cuba es un país de rituales. Leyendo los Diarios de Campaña de José Martí durante el rodaje, veía que los mismos rituales de resistencia y camaradería ya estaban presentes en aquellas mismas montañas durante la Guerra de Independencia, el mismo espíritu que alimentó a los barbudos que derrotaron a Batista y que se organizaron desde las comandancias instaladas en la zona. Esa memoria del paisaje no es casual, sino que queda impregnada en nuestro escenario y lo convierte en un espacio simbólico que posibilita que cada acción contenga muchas más capas históricas –y que se remontan a la generación de sus padres y de sus abuelos, que también lucharon en aquellas lomas.

Por último, la película trata sobre el sentido del deber y la amistad, en este caso ambos se alimentan desde una iconicidad muy concreta: la ritualidad de la guerra como espacio para la hermandad. Ahí hay una contradicción muy potente, y es en esa grieta donde pretende indagar la película. La película de Claire Denis fue un referente para nosotros. Y la secuencia del hormiguero la propusieron ellos cuando Alejandro, el ayudante de dirección, encontró este nido de comején (termita cubana) gigante en una de las localizaciones. Santana nos explicó que, al inhalar el humo del termitero, ellos reciben energía en momentos de flaqueza. Así que dicho y hecho. Fue un rodaje en gran medida consensuado. 

El paisaje es un elemento central en la película. Un paisaje extremadamente agreste, selvático. El film invita a imaginar un rodaje lleno de adversidades físicas y climatológicas. ¿Cómo fue el rodaje?

Para contestar a esta pregunta citaré una frase de los Diarios de Campaña de José Martí: “Subir lomas hermana a los hombres”. Yo creo que ahí se resume todo, especialmente subir estas lomas en el momento en que se produjo el rodaje, cuando mi padre acababa de fallecer repentinamente en España. De hecho, tuvimos que atrasarlo porque yo estaba rota. La película fue un proceso compartido de curación: sus viejas heridas y mi reciente pena. Los retos fueron de orden físico y psíquico. Todo el equipo humano se esforzó al máximo en los dos meses que estuvimos caminando la Sierra; y es muy importante mencionar aquí que, sin el apoyo logístico, humano y espiritual de la Televisión Serrana y sus trabajadores, Entre perro y lobo no hubiera sido posible. Tampoco sin la tenaz previsión y el trabajo de campo en permanente avanzada de Viana y Marina. Pero si bien el cansancio físico y las jornadas largas que hay en cualquier rodaje fueron extenuantes, lo cierto es que, lejos de agotarnos, las montañas alimentaban nuestras ganas de rodar con las conversaciones y las ideas que surgían en las largas caminatas hasta llegar a la localización. Así, a pesar de las horas de viaje a pie, del insomnio, de los problemas técnicos con los equipos por el elevado calor y humedad, de no saber a ciencia cierta qué debíamos grabar y cómo, había que seguir P`alante siempre, en palabras de Alberto Santana. Y así lo hicimos.

En la lucha de los personajes contra los elementos (agua, fuego, tierra), Entre perro y lobo adquiere una dimensión mítica. La aparición de un hombre ciego que se desenvuelve como una suerte de profeta, o de oráculo –a la manera de Tiresias–, parece confirmar el juego mitológico que propone el film. ¿Cómo manejaste el aura mítica y legendaria de la película?

La propia naturaleza del cine potencia lo onírico, lo mítico, lo fantasmagórico, el extrañamiento alucinado… El cine es el medio ideal para explotar el tiempo suspendido, el no tiempo. Y esto es clave en toda la película, este limbo que no es otra cosa que su estado de ánimo. Como mencionaba al inicio, la Sierra Maestra tiene esa capa de servir como icono histórico del país, un lugar que por otro lado ha quedado muy aislado, casi virgen si cabe decirlo, de forma que es fácil extraer allí ese universo atemporal y llevarlo al terreno de la leyenda. Pienso en una película de esta misma temática en La Habana e irremediablemente el resultado hubiera sido completamente distinto. Como afirmaba Chantal Akerman, “un paisaje puede ser filmado como un rostro y un rostro puede filmarse como un paisaje”. Por ello el río, el fuego, incluso la fiesta y el oráculo contienen un aspecto telúrico. Esto no hubiera sido posible sin la gran labor de José Alayón como director de fotografía y de Carlos García como diseñador sonoro. Ellos entendían perfectamente desde el principio que fondo y figura en esta película son lo mismo, son indisolubles, y están al mismo nivel porque ambos han quedado suspendidos en tiempo y espacio.

En su trabajo en torno al mito, Entre perro y lobo adquiere por momentos una cierta aura de western, o de cine de aventuras. Los tres guerrilleros podrían verse como unas encarnaciones ennoblecidas de los protagonistas de El tesoro de Sierra Madre de John Huston. O, en su incapacidad para dejar atrás un pasado marcado por la violencia, los guerrilleros podrían evocar el recuerdo del Ethan Edwards de Centauros del desierto. ¿Tuviste presente en algún momento todo este imaginario fílmico?

Sí, desde luego, el western es uno de mis géneros favoritos, sobre todo el crepuscular. Para nosotros, además de los títulos que mencionas, fue una referencia The Wild Bunch (en España se estrenó como Grupo salvaje), de Sam Peckinpah. Otra figura de referencia que nos acompañó durante todo el rodaje fue Don Quijote, y la inevitable huella de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad.

No es posible hablar de Entre perro y lobo sin mencionar a Miguel Soto, Juan Bautista López y Alberto Santana, los tres protagonistas de la película. ¿Cómo diste con ellos? Hay algunas escenas, sobre todo las más físicas, en las que parecen moverse con gran libertad. ¿Cómo fue el trabajo con ellos a nivel escénico y emocional?

Para el casting, el trabajo con Carlos Y. Rodríguez fue esencial. Carlos, cineasta de la televisión serrana, es compañero de muchos de los excombatientes que entrevisté. Él hizo una primera selección muy amplia por el pueblo y alrededores. Durante el proceso, los mismos entrevistados nos llevaban a otros que no estaban en la lista inicial, volviendo a corroborar la dimensión histórica del tema que estaba investigando, tanto cualitativa como cuantitativamente. Después de tres meses de inmersión absoluta, decidí trabajar con cinco de ellos: los tres protagonistas, Pepé el guerrillero solitario y Lázaro el pastor. Durante la vida diaria en el pueblo en esos meses de investigación, me sentía además muy próxima a las experiencias de Estebita, Miguel y Alberto, y al hecho de que eran viejos amigos. Al final me pareció que debían ser los protagonistas por esta cercanía que tenían entre ellos, pero también por sus rostros, sus historias personales y por el equilibrio que ellos tres conforman, una trinidad excepcional de mente, cuerpo y corazón.

Sobre el trabajo con ellos a nivel escénico, creo que esa pregunta se contesta más arriba, cuando comento que ellos fueron quienes en gran parte decidieron las secuencias de los entrenamientos. Esto nos sirvió para “entrar en calor”, en modo guerra, y desde ahí poder lanzar las entrevistas. Porque siempre que les preguntaba cosas me asaltaba una duda ética: ¿hasta dónde tengo yo derecho de meter el dedo en la herida? Pues en cada pregunta que les formulaba sentía que, bajo sus palabras, tras sus ojos rajados, aún faltaba mucho por decir, y que ese sería el camino de la película: saltar de la epopeya de Angola hacia otro lugar distinto que era más amplio –más universal, más humano si cabe– y que tiene que ver con un estado mental y no tanto con el hecho histórico en sí.

Me parece muy interesante el modo en que la película explora una masculinidad resquebrajada por no poder estar a la altura del arquetipo del guerrillero inquebrantable. Resulta muy impactante la escena en la que uno de los guerrilleros recuerda, con gran pesar, un episodio en el que no fue capaz de desactivar una mina porque no podía liberarse del deseo de llegar a conocer a su hijo recién nacido. “Eso me dolió: no poder ser un hombre”, afirma el personaje. Es estremecedor.

Sí, yo creo que, junto a Hotel Nueva Isla, mi primer largo, esta película conforma un díptico sobre el proyecto fallido de Nuevo Hombre Latinoamericano, cuyo icono es el Ché. En Cuba, los niños en el colegio, después de cantar el himno cada mañana, terminan diciendo: “Seremos como el Ché”. Crecer con este modelo puede considerarse como una misión vital dignificante, pero hay que recordar que no somos más que humanos, y que muchos de los que fueron a Angola guiados por ese lema regresaron devastados, física y psíquicamente. Fue una Guerra muy compleja, llena de escaramuzas y trampas como relataba Alberto en una de las entrevistas previas al rodaje: la Guerra Fría es la peor de las guerras, porque hoy es un traidor infiltrado, mañana es una mina y pasado es una emboscada en el camino. Nunca sabías de dónde de venía el peligro, hubiera preferido una guerra con dos bandos claros, en la que te bates en el frente a vida o muerte con tu enemigo y ahí se decide todo. Tanto Miguel como Estebita necesitaron años para poder recuperarse del todo del trauma posbélico, pero ese es un tema tabú en Cuba, pues no hubo una campaña de tratamiento psicológico para estos veteranos de guerra, ni tampoco ayuda económica.

Entre perro y lobo destaca por sus atmósferas sonoras, en las que confluyen sonidos de la naturaleza, fuertes respiraciones, pitidos extraños, discursos radiofónicos. ¿Qué peso tiene el sonido en el viaje sensorial que propone la película?

Tiene un peso enorme. Con Carlos García, el diseñador sonoro, probamos un primer montaje sonoro de tono “naturalista” y rápidamente supimos que no funcionaba. Así que él tiró de toda su sabiduría después de tantas películas en las que ha trabajado (Entre Perro y Lobo era su número 100) para lanzarnos a una premisa, la misma que nos marcamos con José Alayón en cuanto a la foto: la selva se convierte en paisaje interior, esto es, convertir el paisaje físico en psíquico, y viceversa. Para ello, decidimos junto con Carlos hacer el viaje junto a ellos a través de subjetivizar aquello que oímos, es decir, trasladar al tratamiento sonoro su punto de vista alucinado de la guerra.

¿Qué sientes con el premio de Entre perro y lobo a la Mejor Película Española en la sección Retueyos del Festival de Gijón?

Siento una enorme alegría porque, aunque no hablemos de una realidad histórica española, se ha reconocido la película como parte de nuestra filmografía. Pero, sobre todo, siento una enorme gratitud hacia todo el equipo humano que ha hecho posible este camino de seis años. También siento un profundo agradecimiento hacia el Festival de Gijón, que ha realizado una edición online en donde han hecho un enorme esfuerzo por cuidarnos mucho, a los cineastas y a la audiencia, con un festival lleno de encuentros, debates, charlas y reflexiones en torno a un cine político, de resistencias, muy heterodoxo y arriesgado pero profundamente humano. Y eso creo que se ha notado. Es un festival que toma importantes riesgos en su programación, no solo ha pasado este año con las obras de Celia Viada Caso, Meritxell Colell Aparicio y Fon Cortizo, sino que ya ocurrió el año pasado con la película de Nuria Giménez My Mexican Bretzel; fueron ellos quiénes la descubrieron, un film que hoy sigue cosechando importantes premios en todo el mundo. ¡Gracias a todos!