Manu Yáñez

En la pasada edición de Filmadrid, Amijima, mediometraje realizado por Jorge Suárez-Quiñones Rivas, se convirtió en el único film español seleccionado en la Sección Oficial competitiva (terminó recibiendo una mención del Jurado Joven). Una personal adaptación de la obra de teatro bunraku Los amantes suicidas de Amijima, escrita por del japonés Chikamatsu Monzaemon a finales del siglo XVII, la singularidad del film residía, en palabra de Carlota Moseguí, en “sus persistentes intentos por desvincularse del argumento de la pieza teatral japonesa sin salirse nunca del texto”. Un heterodoxo planteamiento narrativo que desembocaba en un torrente audiovisual enraizado en la materialidad de los paisajes y los cuerpos, y al mismo tiempo suspendido sobre una banda de sonido esquiva, en muchos casos autónoma respecto a las imágenes.

Nacido en León en 1992, Suárez-Quiñones Rivas ingresó en 2010 en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid. De septiembre de 2013 a septiembre de 2014, vivió en Tokio como estudiante de intercambio en la Universidad de Tokio, y al regresar a España cursó el Master en Creación Audiovisual Contemporánea de VideoLAB (actualmente, MasterLAV). Aprovechando el estreno internacional de Amijima en el prestigioso Festival de Rotterdam, conversamos vía e-mail con Suárez-Quiñones Rivas acerca del origen, las influencias y la forma de su película, así como sobre su viaje por festivales y sus próximos proyectos.

Amijima se inspira en la obra Los amantes suicidas de Amijima, una pieza del teatro japonés de marionetas. ¿Qué te cautivó de la obra de Chikamatsu Monzaemon? ¿Qué elementos de la obra original te interesaba explorar y potenciar?

Dentro del teatro japonés de marionetas, se puede decir que Chikamatsu Monzaemon fue el creador de una nueva forma teatral: las piezas del pueblo, dentro de las cuales, uno de los subgéneros principales son las obras sobre amantes suicidas: Amijima, Soneazaki, Umeda… El propio título de la obra, Los amantes suicidas de Amijima, contiene la información relativa al suicido, y a lo largo de toda la obra se van haciendo alusiones, cada vez más explícitas, al destino de los amantes. Por lo tanto, no es una obra que dependa del suspense o deposite su interés en qué va a ocurrir. El espectador lo sabe desde el principio –en Amijima esa información la tiene el espectador ya en el segundo plano–. De esta forma, lo que termina cobrando importancia son los diferentes presentes que se narran, y cómo se construyen esas narraciones. La obra se divide en tres actos. Los dos primeros ponen en situación el contexto familiar, laboral, social, etc. de los amantes: todo lo que les ha llevado a decidir morir juntos ante la imposibilidad de poder vivir su amor en este mundo. El tercero, narra su última noche, en la que se produce su reencuentro, la huida hacia Amijima y el suicidio.

Todos los fragmentos literales de texto que han formando la estructura narrativa de mi película están en el tercer acto. No me interesaba el contexto específico, ni siquiera las razones que les llevaban a decidir suicidarse; tampoco el resto de personajes ni toda la mezquindad y convenciones sociales que acaban aplastando su amor. Me interesaba cómo se narra de una manera física el camino al suicidio, desde que abandonan juntos la casa de té donde ella está presa hasta su último aliento. Este proceso comienza con el michiyuki nagori no hashizukushi, el adiós a la vida de los amantes a través de los puentes innumerables. Todas las obras de amantes suicidas cuentan en su estructura con un michiyuki. Incluso es común en Japón que, al representarse obras de amantes suicidas, si el público está familiarizado con la trama —es decir, con todo lo narrado en los dos primeros actos—, se represente únicamente el michiyuki, lo cual demuestra de alguna manera la necesidad de puesta en escena, y por tanto la potencia cinematográfica que emana de este tercer acto.

Plano de Osaka que muestra el recorrido físico de la obra Los amantes suicidas de Amijima (cortesía de Jorge Suárez-Quiñones Rivas).

Me interesaba el hecho de que el michiyuki en esta obra sea un recorrido topográfico totalmente anclado a la realidad: con un mapa de la ciudad de Osaka se puede seguir la narración de Chikamatsu a través de los puentes que los amantes atraviesan hasta llegar a Amijima. La estructura narrativa va poniendo en paralelo este recorrido específico con un recorrido interior, metafísico, filosófico y religioso hacia la muerte. Lo que surge de la sincronía de estos dos recorridos es una estructura dramática de una gran potencia, que nace de lo concreto y lo humano pero que es capaz de revelar lo intangible: el encuentro con la muerte, el fin de la existencia en esta vida, el fuerte peso de las cadenas que provoca el apego a este mundo, el deseo del reencuentro en libertad por parte de los amantes más allá de la muerte…

Otro reto importante a la hora de llevar el texto teatral a la puesta en escena cinematográfica fue la síntesis de las diferentes personas verbales —la tercera persona del narrador omnisciente, el discurso subjetivo en primera persona de cada amante y los diálogos en segunda persona y primera persona del plural entre ellos— al discurso en presente de un solo personaje. El protagonista de Amijima, de alguna manera, condensa todas estas personas verbales, moviéndose entre el distanciamiento que provocan sus intervenciones en tercera persona del plural y la empatía cuando utiliza la segunda persona del singular, dirigiéndose a ese otro ausente. En ningún caso utiliza la primera persona del singular, nunca conjuga nada desde el yo, y sin embargo, las imágenes y los sonidos sí que nos permiten penetrar en su subjetividad. Esta transposición de la palabra a la imagen me parecía algo muy interesante para explorar.

También quiero mencionar algo importante que quise mantener e incluso potenciar: la alternancia que se produce a lo largo de toda la obra entre los elementos más banales y el enorme dramatismo y fatalidad del destino de los personajes, basculando, sobre todo durante los dos primeros actos, entre un tono solemne y el registro más vulgar. Así que siempre me esforcé por anclar al protagonista a la tierra durante su búsqueda de la trascendencia, de lo cual emana una dialéctica que permite que la película alcance instantes de belleza y emoción pura que por contraste con otros momentos que ponen de manifiesto la humanidad más banal del protagonista se refuerzan sin correr peligro de incurrir en ninguna clase de sentimentalismo.

Fotograma de Amijima.

Una de las cuestiones más sugerentes de Amijima es el modo en que Guillermo Pozo, el protagonista, declama de manera circular ciertos pasajes de la pieza teatral. El recitado en bucle crea una distancia muy misteriosa entre el texto y la representación, una sensación de otredad. ¿Está el protagonista reencarnando la historia original? ¿La está canalizando de un modo analítico? ¿La está invocando como a un fantasma? ¿Cómo surgió este acercamiento particular al texto?

Precisamente el acercamiento al texto se realizó de tal modo que todos los supuestos que has enumerado en tus preguntas fueran plausibles. Quería romper la barrera entre reencarnación, canalización e invocación, fundiéndolas además con otras posibilidades: recitación literal, ensayo, rememoración… Y además, el anhelo de todas ellas, de unas en otras, pues, según mi intención, al optar el espectador en su intento de racionalización por una ellas, rápidamente encontrará esa elección insuficiente y se planteará otra posibilidad, hasta que de alguna manera se haya roto el muro que las separa y se puedan aceptar todas a la vez, o lo que es lo mismo, ninguna, optando por tomar de manera literal aquello que se está oyendo y viendo y procesándolo más con los sentidos que con el intelecto. Por lo tanto, no creo que haya que elegir una respuesta y rechazar las demás; incluso puede verse así: cada plano puede asociarse en mayor medida con una de las posibilidades; incluso dentro de cada plano, en su duración, es posible pasar de una a otra.

De todos modos, esta es mi intención, pero la respuesta quedará siempre en manos del espectador, que al final termina creando su propio relato. De hecho, para mí lo más satisfactorio es conocer esas diferentes ficciones que la película genera en ellos, y que, por lo que he podido comprobar hasta ahora, son muy diferentes entre sí, lo cual es para mí una gran alegría. Creo que esta ambigüedad y este cambio constante de perspectiva se asemeja más a mi manera de entender las cosas, donde no hay lugar para ninguna clase de certitud. Pero más allá de todas estas interpretaciones, de lo que sí puedo hablar con seguridad es, respondiendo a tu pregunta, de este acercamiento particular al texto. Como siempre menciono, esto surge de un respeto por el texto y un tratamiento deudor de la genealogía que va desde Bresson hasta Straub-Huillet pasando por Godard y viceversa, Bresson hasta Godard pasando por Straub-Huillet, pues al ser estos tres últimos compañeros de tiempo y de algunas inquietudes, sus prácticas se afectan en ambos sentidos. Yo parto de lo que me interesa en el acercamiento al texto por parte de estos cineastas, generando mi propia propuesta, que en base a la repetición y una primera etapa de automatismo busca huir del psicologismo y de cualquier convención teatral o televisiva, desactivando estas referencias para que Guillermo Pozo, como portador de la palabra, pueda materializarla desde el interior, valorando en todo momento el proceso, de ahí la presencia de repeticiones —repetir en muchos idiomas significa ensayar— en el montaje final. Es algo que vengo investigando desde la voz en off de Yohei, donde por primera vez trabajé con la repetición y la declamación circular, con el objetivo de que Guillermo, como actor no profesional trabajando en su primera película, hiciera suya la materia literaria, olvidándose, como he dicho antes, de cualquier convención. A través de Coma brasas y Cuidado con el fuego, este trabajo con la repetición ha pasado al sonido directo, encontrando en Amijima una nueva experimentación al combinar el trabajo con el texto y el trabajo con el paisaje y la fisicidad del actor, eligiendo en muchos casos escalas diferentes para el registro de sonido y para la imagen de un mismo plano con sonido sincrónico.

Representación de teatro bunraku.

Me parece que ese modo algo artificial de recitar el texto genera un efecto de despersonalización, lo que podría guardar una lógica con tu decisión de no revelar casi nada de la psicología del protagonista: sus motivos, su pasado, sus verdaderas intenciones. ¿Es esto el resultado de un proceso de depuración narrativa o ya formaba parte de tu apuesta inicial?

En ningún momento quise imprimir ninguna clase de psicología en el personaje. En consonancia con el paisaje, buscaba su primitivismo. Una llegada a la emoción no a través de la psicología o la actuación, sino a través de la carnalidad. La crudeza está en el paisaje, en el propio grano de la cámara digital, en el registro directo de sonido con la grabadora y también en la fisicidad de la presencia de Guillermo Pozo, en su no-actuación y en su estar-presente. Esta fue la manera de entender este punto en el rodaje, pero como señalas es también resultado de una depuración narrativa con respecto al texto original. Al tratarse de una obra de teatro que debía estar interpretada por grandes marionetas de madera, con la ruptura de la ilusión que supone la presencia de la silueta negra del marionetista por detrás, el texto de Chikamatsu, sobre todo en las intervenciones del narrador, está lleno de referencias a gestos, expresiones y sentimientos expresados en el rostro, con los personajes principales hablando muchas veces entre lágrimas, dando lugar a un registro literario en el que las emociones a flor de piel se expresan mediante la palabra, pues el rostro de las marionetas admite solo pequeñas variaciones. Lo que se expresaba en la obra mediante la palabra, yo traté de introducirlo en la imagen, de modo que pudiera leerse en el encuadre del paisaje, en la selección de aquello que quedaba dentro y fuera de campo, y también en la exposición física del protagonista, por lo que hay fragmentos del texto cuya intensidad se traslada de la palabra escrita a la imagen a través de la duración.

A la hora de seleccionar los fragmentos que sí se pondrían en boca del protagonista, llevé a cabo una selección de aquellos que condensaban de una manera más sobria y concisa las emociones del texto, selección que en sucesivas fases fue depurándose más y más hasta quedar en un esqueleto de unas cuantas frases, tomadas literalmente del texto, pero en las que me permití omitir cualquier nombre propio. De esta manera, a través de ese efecto de despersonalización –que proviene en la mayoría de los casos de la recitación en bucle y la repetición que busca el automatismo para dejar aflorar el verdadero brillo interior de Guillermo, como persona y como personaje (él mismo en ese contexto de ficción)– el texto que ha resistido a todo este proceso escultórico y que ha llegado a ser registrado se sostiene por sí mismo con independencia, pero a la vez íntimamente ligado a una voz que busca ser libre y no estar atada a ninguna convención o aprendizaje anterior para dar materialidad a ese texto de una forma genuina, nueva y única, desde el presente que el cine registra. Este fue el proceso que me permitió llegar a incluir en la película fragmentos de textos de tal belleza e intensidad sin caer en excesos, respetando el texto original y a la vez poniendo en valor la puesta en escena.

Las repeticiones del texto también acentúan el carácter ritual de toda la película, algo que se aprecia en la escena del desnudo en la montaña o en el “entierro” de la cáscara de plátano. ¿Procede esa dimensión ritual de la cultura japonesa?

Mi relación con la cultura japonesa es muy intensa por el modo en que la vivo, pero a la vez realmente fragmentaria y quizás inconexa. Sin embargo, sí que creo que se podría establecer una conexión con Amijima través de la ritualidad y el trabajo mediante variaciones en aquellos aspectos que me interesan de la cultura japonesa: el arroz blanco hervido y el tofu como una base neutra sobre la que ir probando combinaciones que en todo momento deben respetar la individualidad de cada componente pero que van dejando su huella sobre la blancura de esos alimentos básicos, los ritos preparatorios que anteceden a una representación de Teatro Nō en la sala del espejo, la forma que se le da al vacío mediante la tinta negra en la pintura y en la caligrafía sobre papel de arroz, lo larga y sostenida que se puede hacer una cena mediante la embriaguez de los vapores del sake caliente, el máximo respeto y honestidad que otorga una desnudez compartida en los baños públicos, el impacto de poder elegir entre 50 tazas de té de cerámica trabajadas manualmente —todas iguales y todas diferentes— o las infinitas variaciones que pueden surgir al aplicar un sistema de reglas rígidas como las del ikebana a un elemento natural como son las flores. Son rituales que ensalzan la cotidianidad y le otorgan un carácter casi trascendental, manteniendo intacta la banalidad y el respeto por lo material, sin evocar ninguna clase de simbolismo.

Dibujo de un bloque de tofu por Yasujirō Ozu (cortesía de Jorge Suárez-Quiñones Rivas).

Se podría ver el trabajo de un cineasta como Ozu desde esta perspectiva: un cineasta que introduce en su sistema diagramático de combinaciones y variaciones una serie finita de elementos, obteniendo una infinidad de resultados. Y no hay que olvidar nunca la emoción pura que surge ante la reaparición de un pillow-shot en cualquiera de sus películas: en un nuevo contexto, con la misma estructura formal —misma posición de cámara y encuadre— y un nuevo contenido —cambio de las condiciones meteorológicas, del ritmo de los elementos presentes en el plano, de la luz…— y a través de todas las operaciones realizadas a lo largo del film en el tiempo que separada el pillow-shot inicial de su nueva conjugación, esta repetición, en su variación, genera un proceso, a través de la complicidad con el espectador, del que se desprende conocimiento y emoción.

El paisaje tiene un peso específico en la película. El tránsito de un hombre que camina hacia la muerte en escenarios naturales remite inevitablemente a El sabor de las cerezas de Kiarostami. El paisaje dota al film de un cierto carácter monumental, mientras que los diálogos, que escuchamos como si estuviésemos pegados al personaje, evocan un cierto intimismo. ¿Qué buscabas con ese diálogo entre una épica del paisaje y un cierto minimalismo emocional?

En la película el paisaje nunca es mostrado si no es para que albergue una presencia humana, con la que entra en diálogo, afectándose mutuamente. Mi objetivo es medir y encuadrar el paisaje siempre en relación a la escala humana, potenciando con el encuadre elegido que se pueda producir una relación fructífera entre ambos, y no solo el protagonismo del paisaje o su épica, por lo que incluso a veces, a la hora de encuadrar, elijo ir incluso en contra del paisaje para poder poner ambas fuerzas en equilibrio. Si un paisaje aparece en plano desprovisto de la presencia del protagonista, pronto aparece y lo ocupa, buscando una manera de relacionarse con él –incluso en el caso de la cascada, donde no hay presencia humana en la imagen, sí la hay en la banda de sonido, donde oímos al protagonista recorrer ese mismo paisaje, escuchando sus pisadas en los diferentes tipos de suelo, siendo posible por parte del espectador deducir ese recorrido virtual y trazarlo sobre la imagen–. Aunque haya paisajes que puedan resultar estériles o agresivos para un ser humano, todos, en su primitivismo, terminan acogiendo al protagonista tal cual es, sin enjuiciarle, sin imponerle ninguna necesidad de esfuerzo psicológico para relacionarse con ellos, como sí ocurre en los paisajes urbanos dominados por lo social; aunque el esfuerzo que imponen los paisajes de Amijima es de carácter físico, eso termina generando la posibilidad al protagonista de mostrarse y desenvolverse en la intimidad dentro de esos enormes espacios abiertos, acercándose a su propia esencia y esforzándose por estar presente —de alguna manera, ese esfuerzo físico que facilita un acercamiento a la propia esencia se puede relacionar, como sugerías en la anterior preguntas, con prácticas orientales muy arraigadas en Japón como la meditación Zen o algunos rituales budistas que Guillermo Pozo y yo hemos podido experimentar, como la unión de 108 esferas de madera atravesadas por un cordel para crear un rosario mediante un agotador y exhaustivo ritual de 108 reverencias completas—. Y debido al carácter híbrido entre la ficción y lo perfomativo de la película, se convierten en paisajes que invitan al autodescubrimiento tanto al personaje como al propio Guillermo.

En mi anterior película los espacios con los que el personaje se relacionaba se encontraban en el interior de un pequeño apartamento con todas sus paredes impregnadas de recuerdos, en el que era difícil encontrar esa libertad interior al estar rodeado de referencias constantes de otros lugares y tiempos, no fomentando la búsqueda de su propia esencia sino más bien cayendo en la melancolía, conjugándose las imágenes y los sonidos en pasado-presente continuo. Y en la siguiente, Guillermo se encontrará en los espacios públicos de la ciudad de Seúl, lo que le obligará a relacionarse ya no solo con los propios espacios, sino también con los diferentes personajes que los pueblan, cargando con una responsabilidad social que pondrá a prueba su capacidad para expresarse desde el interior. Era en esta película por lo tanto donde era posible que surgiera ese intimismo y minimalismo emocional, fruto de la posibilidad de libertad en un ambiente primitivo, descontextualizado, no vinculado a ningún afecto, memoria, política, sociedad o cultura.

Por otro lado, quería que ese juego de escalas permitiera percibir, por un lado, la absoluta independencia del sonido y la imagen –cada uno era tratado según convenía en cada plano, no dando por hecho que un plano monumental requería un sonido de la misma magnitud, o que un plano cerrado exigía un sonido igual de pegado a la piel del personaje– y por otro lado la energía –en forma de emoción y conocimiento entendido como generación de información por parte del espectador– que se genera al superponer en sincronía un valor de imagen y un valor de sonido no coincidentes, pues es en el hueco entendido como décalage entre dos valores tan diferentes donde el espectador puede participar activamente, como por ejemplo en los cuentos morales de Rohmer lo interesante se encuentra en el desfase entre lo que los personajes dicen o piensan de sí mismos y lo que la imagen muestra de ellos.

Fotograma de Amijima.

En la película utilizas fragmentos de audio de la película Double Suicide (1969) de Shinoda Masahiro, otra adaptación de Los amantes suicidas de Amijima. ¿Qué te interesaba evocar a través de esos clips sonoros?

Quería realizar una cita sonora explícita. No me importaba si el espectador reconocía o no que se trata de esa película en concreto, pero sí que se trata de una película, una obra de ficción cinematográfica precedente, que se materializa en la banda de sonido. Así pretendía abrir caminos que devuelven de alguna manera a la segunda pregunta que me planteaste, pues ponen en entredicho una vez más la naturaleza de las declamaciones del protagonista: quizás esto que está haciendo viene de antes… Otra razón más para desconfiar de su originalidad, quizás animando a ver al protagonista como un repetidor de algo que le precede y que consciente o inconscientemente le afecta en su dimensión presente. O quizás como un obsesivo buscador de algo que ha visto, que ha experimentado intelectualmente, y quiere vivir ahora en su propia carne. Estas citas sonoras son por lo tanto motores de ficción que generan algunos de los movimientos del personaje y de la propia película, pues hay un deseo de ficción en ambos.

La primera inserción, en la secuencia en la que vemos al protagonista hablando a través de una grieta en el suelo, permite que puedan surgir diferentes lecturas. En este caso, yo he apostado por llevar al espectador a través de procedimientos formales hacia la idea de que se está produciendo una comunicación entre diferentes planos espacio-temporales –entre diferentes puntos del mundo, existencias, estados de la materia, pero también entre diferentes ficciones y obras–, pues, por un lado, este plano está montado justo a continuación de un plano en que vemos al protagonista atravesar una puerta a modo de umbral –después de un montaje, en la escena de los faros, que sugiere el desdoblamiento del protagonista a través de su propia mirada y la de la película– y, por otro lado, el montaje de sonido intenta generar la impresión de que el sonido de la película de Shinoda emerge literalmente de la grieta, mezclándose con el estruendo del viento y el vapor. Después, al continuar este sonido, ahora completamente limpio, en la siguiente secuencia —otro espacio, otro tiempo—, donde volvemos a ver al protagonista sentado en un entorno completamente diferente, se genera una sensación de extrañamiento respecto al protagonista, pues de alguna manera la película, en su montaje, está diciendo que él es también el otro, pues está oyendo simultáneamente y en otro lugar aquello que él mismo está oyendo simultáneamente y en otro lugar. Así, el recurso a este fragmento de sonido me sirve para potenciar la sugerencia de una puesta en abismo. En definitiva, este material ajeno me permite realizar manipulaciones en la relación entre la imagen y el sonido que fomenten la creación de significado y posibles lecturas en el espectador, estableciendo con él una comunicación en niveles más profundos.

La segunda inserción sigue un procedimiento y unos intereses diferentes, pues ayuda a generar un ambiente de ensueño e irrealidad, de no verosimilitud, o como mínimo de ruptura con lo mostrado en la película hasta ese momento, pues el fragmento sonoro es la única pista en la banda de sonido, es decir, ya no se ha tratado en postproducción para que se funda con el paisaje, sino que el montaje fomenta su lectura no-sincrónica con respecto a la imagen, lo contrario a lo que ocurría en el caso anterior. Aquí el fragmento sonoro se entiende claramente como elemento independiente de la imagen, pues de hecho se extiende sin cortes a lo largo de 5 planos diferentes, negando lo que hasta ese momento había primado en el montaje de la película, donde el sonido había sido tratado de manera inseparable a la imagen, considerando cada plano como bioscópico –cada imagen con su sonido en un bloque indisociable de presente–, no continuando el sonido de un plano en el siguiente sin cortes o alteraciones de por medio. En este ambiente de irrealidad, el fragmento sonoro evoca el momento del ahorcamiento del personaje de Chikamatsu en la película de Shinoda, condicionando y friccionando con la lectura de la imagen que yo propongo, donde el cuerpo desnudo y fragmentado del protagonista tiritando evoca quizás sufrimiento, soledad y dolor. El siguiente plano negará cualquier ilusión que se haya podido formar con respecto a un ahorcamiento, yendo en contra de todo lo que he intentado sugerir en ese breve montaje del fragmento sonoro con los planos del cuerpo de Guillermo, poniendo en conflicto ambas partes.

A nivel compositivo, hay un diálogo interesante entre el uso de planos generales, que enfatizan la vulnerabilidad del personaje ante la inmensidad de la naturaleza, y de planos detalles, que generan un cierto extrañamiento y que convierten el propio cuerpo del protagonista en un paisaje insondable. ¿Qué buscabas con esta estrategia formal?

No sé si se trata de una estrategia formal, pues realmente durante el rodaje no me lo plantee como tal, sino que cada plano filmado resultaba de un ajuste de fuerzas entre el paisaje y sus condiciones atmosféricas, el fragmento de texto elegido y la presencia del protagonista, como si fuera una ecuación. Al resolver la ecuación, surgía una escala de plano diferente cada vez, y poco a poco sí que me di cuenta de la gran variedad de valores de plano que iba filmando. Sería entonces una estrategia formal que surge de manera experimental durante el rodaje, pero de la que luego en el montaje sí soy plenamente consciente, y a la hora de elegir qué planos monto de manera contigua, la escala es uno de los factores esenciales —como la luz o la intensidad dramática, formal y narrativa— a la hora de generar energía en ese choque. Cada vez que se produce un cambio de secuencia, y a veces incluso dentro de una misma secuencia, la escala cambia considerablemente.

Fotograma de Amijima.

Al trabajar con escalas tan diferentes, el espectador puede apreciar de formas muy distintas las interacciones entre el protagonista y el paisaje: cómo al lanzar una piedra al agua las ondas que se generan en la superficie del lago son más grandes que nada de lo que aparece en ese momento en el plano o cómo las manos del protagonista vistas de cerca mueven la tierra y generan montañas. También había a nivel compositivo un interés pictórico que se puede apreciar al ver la vertiente más abstracta de algunos planos: cuando el protagonista se desnuda y se tumba en la ladera, se convierte en el punto de luz más blanca de toda la composición, o cuando lanza las piedras al lago y se produce una vibración que ocupa más de la mitad del encuadre; o al contrario, como propones, cuando el plano se cierra sobre el cuerpo del personaje y ya no se distingue el paisaje, convirtiéndose su cuerpo en una nueva clase de paisaje.

El trabajo de la película con la coordenada temporal es también muy misterioso, algo difuso. El horizonte de la muerte establece un cierto anclaje cronológico, pero al mismo tiempo el film está lleno de elipsis. Y luego está el plano con la cascada que parece ir al revés.

Hay en la película una construcción temporal que evoca una especie de presente continuo, con un cierto carácter cíclico. El personaje avanza realizando acciones diferentes en diferentes lugares y la percepción del espectador sobre él y la historia va cambiando, y aunque no se puede decir que la narración llegue a avanzar como se podría decir de una película clásica, la narración nunca se detiene. No sabemos el tiempo que pasa entre cada bloque espacio-temporal, y tampoco parece importar. El tiempo parece ser más el de un estado del alma que el de una narración de ficción más tradicional. Especialmente a partir de un plano que para mí marca un punto de no retorno: el del personaje perdido entre la multitud preguntando por un lugar con un libro en la mano. Hasta ese momento se podría apostar por una progresión del tiempo más o menos lineal, con un cierto carácter de road movie. Sin embargo, a partir de ese último contacto con la humanidad, el personaje y la película parecen iniciar un camino hacia la incertidumbre y la difusión temporal.

Cuando montaba ese plano en ese lugar, me imaginaba que a partir de ahí incluso se podría llegar a desarrollar en paralelo la historia de ese otro personaje que parece cobrar protagonismo en los últimos minutos. Este plano, aún al estar situado tan al principio de la película, ya difiere de los dos primeros y diferirá de todos los demás; es una especie de bifurcación, una bifurcación que luego la película no toma pero que aquí queda abierta para el espectador, y que me recuerda a lo que ocurre en algunas películas de Buñuel, solo que él es capaz de abrir una bifurcación y tomarla y no tomarla a la vez. En este plano se oye además, aunque de manera sutil, la voz de Hara Setsuko en un diálogo amoroso de Banshun (1949), la primera película que realizó con Ozu, y también en Kohayagawa-ke no aki (1961), su última intervención en el cine de este, en concreto la última escena y su último diálogo, a modo de despedida, como esbozando en ese paréntesis la posibilidad de una última promesa de ficción clásica, personificada en la reconocible voz de la mítica actriz y acompañada por la bellísima banda sonora de esas secuencias, tan característica del espíritu del cine clásico. Sin embargo, tras este rebose de ficción ya no volveremos a ver a ese personaje masculino —que no ha llegado a ser personaje siquiera— ni a ningún otro, y la película entra en una deriva espacio-temporal más compleja.

Además, hay un carácter cíclico que intenta negar la idea de un final como tal. Las energías que genera un plano las retoma otro más adelante, como el caso de la evocación al entierro de un cadáver y el posterior entierro del plátano. Las alteraciones en la imagen, como en el caso de la cascada al revés o del penúltimo plano-secuencia, fundido consigo mismo en forma de loop, parecen negarse a avanzar solamente hacia delante, planteando movimientos temporales de carácter circular. Además, la propia relación entre bloques espacio-temporales no contiguos refuerza esa idea: el personaje aparece de entre la niebla y termina volviendo a ella. La película intenta encontrar su final en diferentes momentos: cuando en el último plano la imagen y el sonido se disocian siguiendo diferentes caminos, cuando el coche se detiene, cuando se oyen las últimas palabras –“Y salta al vacío”–, cuando la imagen desaparece y solo queda el sonido… Y sin embargo, termina volviendo la imagen, la ilusión de la sincronía con el sonido, el coche se pone de nuevo en marcha y entonces un fundido a negro es lo que parece poner fin a la película, dejando sin embargo la sensación de que esta quiere continuar, como si fuera un ente autónomo. Además, la falta de una conclusión clara con respecto a la integridad del personaje, tanto narrativa –¿se ha llegado a suicidar?– como formalmente –¿se ha disociado su voz de su cuerpo, su plano físico de su plano mental?– refuerzan la sensación de no-reconciliación y por tanto la imposibilidad de un final.

Representación de teatro Nō (cortesía de Jorge Suárez-Quiñones Rivas).

De alguna manera, creo que la película sí que se ha contagiado, por una parte, del entendimiento del tiempo que tienen los amantes suicidas de la obra de Chikamatsu, en particular, durante la confusión y la intensidad de su última noche –“La noche ha sido larga, aunque nos haya parecido tan breve como nuestra vida de esposos”, dice en uno de sus últimos momentos el protagonista masculino en la obra original– y, en general, basado en el budismo y con la creencia en la reencarnación como base –“¡Que renazcamos juntos sobre el cáliz del mismo loto!” será la última intervención del amante antes de suicidarse– y por otra, del tiempo fluido, casi abstracto, inasible e inconmesurable del teatro Nō, que aunque como género aristocrático se oponga al carácter más popular del teatro de marionetas, sí que apuesto a que influyó en Chikamatsu Monzaemon, quien de hecho realizó estudios sobre teatro Nō.

¿Cómo ha sido la experiencia de presentar Amijima en Filmadrid y ahora en el Festival de Rotterdam?

Que Filmadrid diera la oportunidad a Amijima de ser mostrada por primera vez en público fue algo inesperado e increíblemente maravilloso, pues no solo estaban dando la oportunidad a un autor joven completamente desconocido, sino que el marco elegido era la sección oficial a competición con una película de una duración tan incómoda como 55 minutos. Después de ese pase, Amijima no parecía encontrar su lugar en ningún otro festival para su estreno internacional, bien por su carácter híbrido de ficción experimental o por su duración, que le cerraba las puertas a todos aquellos festivales que solo entienden de cine cuando esta rebasa los 60 minutos. Entonces Rotterdam quiso confiar en la película dentro de su desprejuiciado y arriesgado programa de mediometrajes de la sección Bright Future. La sala en Madrid llena de amigos y tanta gente a la que admiro fue algo precioso que nunca olvidaré y siempre me llenará de fuerza, con el regalo que supusieron las entrevistas y los textos sobre la película que aparecieron en ese momento en publicaciones jóvenes, independientes y verdaderamente comprometidas con el nuevo cine que se hace en los márgenes, como Magnolia, VOS Revista, El Antepenúltimo Mohicano e incluso vosotros, con la crítica de Carlota Moseguí para Otros Cines Europa.

También fue extremadamente emocionante ver que los pases de público en Rotterdam se llenaron de completos desconocidos, a los que algo les había llevado a ver esta película, y no solo eso, sino –para mi alegría– que apostaron por vivir la experiencia que yo propongo en toda su duración, permaneciendo en la sala hasta el final y participando en el coloquio. Además, fue algo maravilloso el hecho de ser presentado en los pases por una de las programadoras de la sección Bright Future, Maaike Gouwenberg, que en todo momento mostró un sincero interés, profesional e intelectual, por la película, y un gran cuidado hacia mí como cineasta novel en Rotterdam. Siendo además Rotterdam un foco de atención para festivales y programadores de todo el mundo, confío en que la presencia de Amijima en ese contexto pueda permitir que la película siga viajando y así siga transformándose ante la visión de nuevos espectadores en contextos insospechados.

Fotograma de Gimcheoul (cortesía de Jorge Suárez-Quiñones Rivas).

¿Podrías contarnos algo acerca de tus proyectos futuros?

Ya hace un año que rodé en León y Seúl la que será mi próxima película, Gimcheoul, y ahora que he vuelto de Rotterdam me centraré por fin en su montaje y post-producción. Continuaré con algunas líneas de investigación presentes en Amijima, como la generación de significado e información adicional a través de la relación entre sonido e imagen o la creación de una red espacio-temporal no lineal, y experimentaré en campos nuevos como el tratamiento digital del color —con sus implicaciones formales y narrativas— y el trabajo con más de un personaje, pues alrededor del protagonista, Guillermo Pozo, orbitarán presencias de todo tipo, desde desconocidos coreanos a mis abuelos. Tengo materiales muy heterogéneos, tanto desde el punto de vista técnico como de la puesta en escena, pues a parte del material fruto del rodaje formal, que compondrá el grueso el del film, y que a su vez es un registro de dos universos antagónicos en circunstancias completamente diferentes –León, con una carga más documental y performativa, y Seúl, con un plantamiento más basado en la ficción–, existen una serie de planos grabados de manera más informal con una segunda cámara durante un retiro junto a Guillermo Pozo en un templo en las montañas en Corea del Sur, y tengo la intención de considerar para el montaje vídeos grabados por él con una pequeña cámara digital durante su estancia en Corea del Sur y archivos en VHS de mi –o quizás su– infancia. Será un reto poner en relación todos estos materiales.

Además, ya he empezado a esbozar los apuntes para un nuevo proyecto, para el cual me gustaría encontrar financiación, producción o al menos algún apoyo institucional; pretendo rodar en Madrid y me gustaría, dado el carácter conciso y controlable de una propuesta que dará una gran importancia a la materialidad de cada plano, experimentar con el diseño de un rodaje muy preciso que me permita rodar en celuloide… Y a la vez, sueño con la idea de realizar un proyecto híbrido entre documental y ficción en Japón alrededor del teatro Nō. Entremedias, calmaré mi ansia con la publicación de nuevas entregas de mi serie Diarios a partir de los diarios de Ozu, abierta a todo tipo de colaboraciones, y de la correspondencia audiovisual con Carlos Rivero, Contingencias, además de seguir trabajando en un video-ensayo que ya he comenzado a partir de una investigación que realicé en la universidad como trabajo de fin de grado, De espacios vacíos filmados a lugares de la memoria. El cine como dispositivo operador de transformaciones en la percepción de espacios a diferentes escalas, donde pongo en relación la obra de Ozu, Akerman, Straub-Huillet, y Benning, entre otros.