Manu Yáñez

Entre la fortaleza conceptual de una película que pone en diálogo la incomunicación y la expresión artística, y la cualidad sensorial de un film sobre personajes que aprenden a tocarse, Con el viento de Meritxell Colell Aparicio hace de la búsqueda (formal, emocional, existencial) su razón de ser. Este debut en el largometraje de ficción de la cineasta barcelona ha tenido su estreno mundial en el Forum del Festival de Berlín, una sección que apunta al descubrimiento de nuevos valores del cine mundial. Antes de su viaje a la Berlinale, tuvimos la oportunidad de compartir una extensa charla con Colell Aparicio, que desgranó con generosidad, para los lectores de Otros Cines Europa, las claves temáticas, formales y vivenciales de su película, además de sus experiencias como montadora, su participación en el proyecto pedagógico Cinema en Curs, y sus pareceres acerca de la producción de cine independiente y la responsabilidad de los cineastas en el proceso de distribución y exhibición de sus películas.

Tengo la impresión de que Con el viento se construye, de manera casi conceptual, en torno a unas dialécticas muy sólidas: entre la quietud y el movimiento, lo viejo y lo nuevo, el arraigo y un cierto deseo de libertad… ¿Hasta qué punto esta dimensión conceptual marcó la senda del film?

Desde un inicio, me interesó la idea de hacer una película sobre las distancias físicas y emocionales. Con el viento es un film sobre la aproximación, y en consecuencia quería que el dispositivo fílmico evolucionase en paralelo al personaje principal. La película empieza con la protagonista muy encerrada en sí misma y muy alejada de aquello que la rodea. Poco a poco, se va aproximando a los otros, se va dejando tocar. Al mismo tiempo, a lo largo del metraje, la cámara se va liberando de una cierta coraza. Empezamos trabajando con teleobjetivos, con planos bastante fijos y hieráticos, y con una planificación fragmentada y sostenida en el trabajo con el fuera de campo. Y luego, a medida que avanzaba el relato, fuimos acercando la cámara a los personajes hasta casi tocarlos.

Esta evolución se va dando a lo largo de una estructura en cuatro partes. Arrancamos en Buenos Aires, en lo que sería una especie de prólogo, le sigue el otoño, ya en el pueblo de la protagonista; y luego vienen el invierno y la primavera. En el otoño, que está marcado por la muerte del padre de la protagonista, es cuando se hacen más palpables las distancias. Y luego, en el invierno, se va generando una intimidad intensa entre madre e hija a partir de los movimientos de acercamiento. Con el viento es una película pensada a partir de los estados emocionales que se quieren generar. A partir de ahí fuimos escribiendo con la cámara.

¿De qué manera ese sustrato emocional fue dando forma a la película?

En realidad, el proyecto nació de un impulso muy personal. Quería hacer un retrato sobre mi abuela y su pueblo. Mi abuelo había muerto dos años atrás, yo me había ido a Buenos Aires y empecé a experimentar el peso de la distancia en relación a las propias raíces, un cierto apego. Cuando empecé a madurar el proyecto, decidí que no quería hacer un documental sobre mi familia y fue tomando protagonismo la idea de las distancias. Se me ocurrió un relato que podía permitirme explorar los temas que me interesaban: una coreógrafa de danza que regresa a su pueblo natal. A partir de ahí, la escritura se fue desarrollando a diferentes niveles. Pasé mucho tiempo filmando el pueblo de mi familia materna: sus paisajes, su gente, mi abuela hablando… Un proceso de investigación en el que descubrí, por ejemplo, las estaciones del año, porque yo solía ir solo en verano. Luego, a esa escritura con cámara en el pueblo, le fui añadiendo escenas que se me ocurrían para la historia de la coreógrafa. Así llegué a construir un guion de ¡unas 250 escenas! (risas). Más que a partir de un curso narrativo, el guion se fue construyendo como la suma de momentos relacionados con recuerdos de infancia, el día a día del pueblo, la vida de mi abuela… Y, finalmente, cuando el proyecto su fue haciendo realidad, conocí a Mónica García, la protagonista, sinteticé todo lo trabajado y elaboré el relato.

En todo caso, la de Con el viento es una ficción muy abierta. Todos los miembros del equipo teníamos copias del guion que había escrito, pero a la hora de rodar lo dejábamos a un lado. Partíamos de la situación que estaba escrita, hablábamos con las actrices y rodábamos. Ensayábamos situaciones que no se ven en pantalla. Mónica García y Elena Martín escribieron unos diarios de sus personajes y eso tuvo un impacto sobre la película. Ha sido un trabajo permanente de reescritura y de diálogo, tanto durante el rodaje como en el montaje.

¿Podrías ponerme ejemplos concretos de ese ejercicio de reescritura?

Hay muchos. La primera escena en la que vemos al personaje de Mónica y su madre, Pilar, jugando a las cartas, no estaba en el guion. Y creo que ha terminado siendo una escena importante para describir el proceso de apertura de Mónica y el surgimiento de una complicidad entre madre e hija. Y luego está todo el trabajo con Concha Canal, que interpreta a la madre, Pilar. Concha tenía 89 años cuando iniciamos el rodaje y no tenía ningún sentido obligarla a memorizar sus diálogos. Vimos que, en las escenas en las que ella podía conectar de una manera más directa con su propia vida, brillaba más: jugando a cartas, mostrando la casa a posibles compradores, revisando los objetos del trastero… La reescritura consistió fundamentalmente en buscar y construir momentos en los que todas las actrices pudiesen conectar con su propia realidad. Así surgió, por ejemplo, el momento en el que el personaje de Elena Martín habla de Berlín, que es algo que ella vivió y reflejó en su película Júlia Ist.

Este sistema de rodaje del que hablas me hace pensar en un modelo de producción poco habitual.

Considero que he tenido mucha suerte con mis productores, empezando por Carles Brugueras, el productor principal. Cuando les presenté el proyecto, les hablé de mi interés por abrazar un cierto espíritu neorrealista, trabajando con un equipo reducido, viviendo en las casas del pueblo en el que íbamos a filmar. Les gustó la idea y planteamos un rodaje de doce semanas, lo que nos daba tiempo para trabajar y reescribir. Un lujo.

A nivel actoral, tengo la impresión de que trabajas con una base naturalista, muy basada en esa búsqueda de verdad, pero también hay momentos en los que apuestas por el quietismo, por el gesto más ritualizado, casi a lo Bresson. ¿Cómo abordaste esa dialéctica actoral y gestual?

El reto consistía en adaptar cada situación y el trabajo de cada actriz a la verdad emocional de cada escena. En ese sentido, la escena de la despedida de los personajes de Pilar y Paquita, dos hermanas muy mayores, está cargado de afecto y comunión. Se da la circunstancia de que Paquita es mi tía abuela y es una persona muy cariñosa, mientras que Concha, que interpreta a Pilar, también es una persona muy empática. La escena de la despedida está cargada de emoción porque la rodamos el día en que ellas se despedían después de un rodaje en el que habían compartido momentos de intimidad. Además, Paquita estaba viviendo un momento delicado a raíz de la salud de su marido, Florencio, que también aparece en la película. Todo eso generó una proximidad y un grado de expresividad muy elevado.

Sin embargo, en la escena siguiente, vemos todo lo contrario. Concha y Mónica, madre e hija, comparten plano, pero ninguna sabe cómo comunicarse con la otra. Eso genera una parálisis, un quietismo. En la película, hay escenas en las que las actrices se mueven con relativa libertad, pero hay otras de gran precisión, como esta última que hemos comentado. En este caso, optaba por trabajar con cada actriz por separado para intentar que ellas mismas alcanzaran, a través de sugerencias, el lugar emocional al que quería que llegaran. Tampoco me interesaba “dirigirlas” demasiado, prefería que intentaran vivir algo genuino en cada momento del film.

Lo que comentas de trabajar una cierta cotidianeidad, otorgando libertad a los actores, utilizando planos generales, en algunos casos muy largos, modulando el tono emocional de las escenas sobre la marcha, me hace pensar en la obra del director taiwanés Hou Hsiao-hsien, en quién pensé en más de una ocasión mientras veía la película. Él también está muy interesado en las relaciones intergeneracionales y en lo rural.

Soy muy fan del cine de Hou. Hay algo de la luz de Millenium Mambo en el arranque de la película en Buenos Aires.

A nivel global, quizá el cineasta en quién más pensé mientras veía la película fue en Yasujirō Ozu, por esa dimensión “esquelética” del relato, proponiendo una reflexión sobre el paso del tiempo utilizando muy pocos elementos.

Ozu es otro gran referente para mí, sobre todo por el modo en que planteaba reflexiones profundas sobre la realidad de sus personajes a través de momentos mínimos, cotidianos. Él decía que se puede hablar de los social a través del gesto, y hacerlo no desde el fango sino desde la flor de loto, sin dejar fuera lo turbulento, pero abrazando la belleza.

Me tenía muy obsesionada la desaparición de un modo de vida. El pueblo de mi abuela desaparecerá cuando las personas de su generación mueran. Ellos son gente de tierra. Nosotros hemos perdido ese arraigo a la tierra.

Es interesante cómo circula la idea del arraigo por la película. Para Mónica, es una cuestión muy conflictiva, y para su madre también, por el hecho de verse obligada a cortar los lazos con su tierra. Sin embargo, en su retorno a los orígenes, Mónica parece que se va encontrando a sí misma, va hallando un sosiego.

Concha, la madre, va tomando conciencia del final de su relación con la tierra. Y, para Mónica, ese vínculo con las raíces es muy conflictivo porque es algo a lo que le ha estado dando la espalda durante años y eso la ha roto por dentro. Para Mónica, hay un punto de inflexión en una escena muy íntima que comparte con Berta, el personaje de Elena Marín. Una escena en la que Mónica llora. Ahí se inicia un proceso de reencuentro consigo misma y de liberación.

Lo que quizá es paradójico e interesante es que el tormento interior que vive Mónica aflora de una manera muy bella a través de la danza. Creo que eso inmuniza la película contra cualquier tipo de juicio de valor contra el curso vital que ha decidido seguir Mónica.

Mónica es un personaje que tiene dificultades para comunicarse. Es a través de la danza que consigue expresarse. En eso, me siento representada por el personaje. Los procesos creativos funcionan como una vía de comunicación con el otro y con uno mismo. En el caso de la danza, lo interesante es que todo este proceso es físico, lo que da forma a un arte muy poderoso, muy intenso. Al igual que la música, la danza apela de manera muy directa a los sentidos y a la emoción. Quiero seguir explorando todo esto con Mónica en nuestro próximo proyecto.

La danza tiene una presencia singular en la película. Tiene una presencia muy fuerte al principio, hasta el punto que, en algún momento, llegué a ver la película como el choque, casi igualitario, entre un modelo de cine físico a la Claire Denis y un naturalismo más del estilo de Víctor Erice, por ejemplo. Pero luego la danza va apareciendo más esporádicamente, como si temieses que esa vertiente más turbulenta y física se comiese toda la película.

Fue difícil encontrar un equilibrio. Lo fuimos encontrando en la fase de montaje. En la película, hay tres escenas de danza y otras que sugieren el baile, como cuando vemos a Mónica extendiendo la ropa mientras la agita el viento, o cuando ella pasea por la nieve, de noche. Pero rodamos otras tres escenas de danza más, que finalmente optamos por dejar fuera de la película porque, sí, sentíamos que la presencia del baile mermaba la fuerza de la otra parte de la película.

Con todo el material que rodamos, había varias películas posibles para montar. Junto a Ana Pfaff, la montadora de la película, nos sentamos y fuimos buscando un camino, y vimos que lo que más nos importaba eran los personajes. Eliminamos partes del retrato costumbrista del pueblo, y algunos momentos de danza. En un momento determinado, me interesó que Mónica tuviese que dejar de bailar a su regreso al pueblo. Cuando empieza a conectar con su madre, no puede seguir bailando.

Volviendo al terreno cinéfilo, la manera que tienes de filmar la danza, y en general el movimiento de los personajes, me ha recordado al estilo de Olivier Assayas.

El universo visual de la película es amplio y hemos trabajado con varios referentes. Assayas es uno de ellos. Pero también Bresson, Antonioni por su investigación de la incomunicación humana, Rossellini por el trabajo con las emociones, y por el modo en que Te querré siempre (Viaggio en Italia) aborda la negación de uno mismo y el ejercicio de aprender a mirar. También pensé en Hou Hsiao-hsien o en las primeras películas de Naomi Kawase, como Suzaku. También en Jonas Mekas, en el momento en que utilizo los fuegos artificiales para expresar una cierta angustia del personaje.

Respecto a la manera de filmar la danza, quería que hubiese una evolución similar a la del personaje. Empezamos con una fragmentación absoluta y terminamos con un plano secuencia.

Volviendo al trabajo actoral y de escritura, me gustaría preguntarte por el recitado de los diálogos, que en muchos casos son directamente susurrados. Ahí se detecta un trabajo ingente.

La palabra me parece una cuestión crítica. Muchas veces no me acabo de creer los diálogos en el cine. Mi solución ha sido marcar mucho ese trabajo en las actrices. Con Concha, la madre, insistí en que no proyectase la voz, que no intentase “parecer” real, sino que forzase una cierta contención. Debía parecer que a las actrices les costaba hablar, en consonancia con las dificultades de los personajes para comunicarse. Es una película casi susurrada. También buscábamos momentos y situaciones que permitieran que se olvidaran de cómo decir las cosas.

Esta película ha sido “la primera vez” de muchas. Era mi primera película como directora de una ficción, el primer trabajo actoral de Mónica y Concha… Al principio, se trataba de jugar con ese espíritu tentativo, como de aprendizaje, y después, cuando ya llevábamos un tiempo trabajando, buscar una liberación, una relajación.

No te he preguntado todavía cómo encontraste a tus actrices.

A Mónica la encontré en 2014 y enseguida tuve claro que ella iba a ser el corazón de película. Desde el Mercat de les Flors me pusieron en contacto con coreógrafas, pero no terminaba de encontrar a la persona adecuada. Un día, leyendo un texto sobre Israel Galván, un coreógrafo, vi que estaba firmado por Mónica García. Conecté mucho con ese escrito, la busqué, nos conocimos, la vi bailar y me di cuenta de que era a ella a quien había estado buscando. Tiene un rostro muy expresivo que a la vez conserva un elemento de misterio.

A Concha la conocí el verano anterior al inicio del rodaje, que arrancó en otoño. Mi idea inicial era que el personaje lo interpretara mi abuela. Aquello no pudo ser y opté por hacer un casting por los pueblos de la zona. En un Hogar del Jubilado de Aguilar, encontré a Concha y, desde el primer momento, vi que ella compartía muchas cosas con el personaje y que además era muy empática y expresiva. Su rostro dice muchas cosas, incluso cuando está en silencio.

Al final de la película hay un agradecimiento emotivo a Cinema en Curs. ¿En qué sentido te ha marcado la participación en ese proyecto formativo?

Empecé a participar en Cinema en Curs en el 2007, tenía 23 años. He crecido como cineasta y como persona en paralelo al proyecto. Allí he aprendido de los otros cineastas, de los profesores, de los alumnos, de la mirada de los niños haciendo cine, y de las organizadoras, Nuria Aidelman y Laia Colell, que siempre están pensando en las metodologías cinematográficas en relación a la pedagogía. Eso te obliga a replantearte continuamente la esencia del cine. Y, sobre todo, he aprendido acerca de la fuerza de lo colectivo. Creo que eso me ha inspirado a plantear Con el viento como una experiencia creativa colectiva. No se trataba tanto de ejecutar un plan prediseñado por mí, sino de compartir miradas y colectivizar los procesos. Cinema en Curs también me ha enseñado a trabajar a partir de la búsqueda de una cierta esencia, que puede ser emocional o temática. Y, a partir de ahí, plantear unas herramientas con las que plasmar esa esencia en imágenes.

Pero no son solo los conceptos y el aprendizaje, también está la comunidad de personas relacionadas con Cinema en Curs. Hay cineastas como Carla Simón, Diana Toucedo, Pep Garrido, Nely Reguera, Jonás Trueba o Ángel Santos. Se ha creado un espacio para compartir procesos que permite hacer más plural el punto de vista.

Como contrapunto, me llama la atención que la mayoría de películas de los cineastas que has mencionado son extremadamente personales.

En realidad, la idea de una creación personal y la existencia de una colectividad van muy de la mano. Todo parte de entender el cine y la vida como una sola cosa. Para mí, el cine es lo que me permite ser quien soy. Me ha dado un lugar, una forma de comunicación. Todo eso surge de unos impulsos íntimos, pero al tratarse de algo personal, tiendes a compartirlo con tus verdaderos amigos. Cuando tu cine contiene un elemento afectivo fuerte y, al compartirlo con un determinado colectivo, no encuentras una mirada distante, sino una respuesta igual de afectiva, todo crece. La idea es trabajar como una familia, en la que lo personal puede entrar en contacto con el colectivo sin temores. Hacer una película te hace estar muy expuesto y pertenecer a un grupo te da fuerza y confianza.

Además de tu participación en Cinema en Curs, ¿hay alguna otra experiencia formativa o vital que haya sido clave en la formación de tu mirada cinematográfica?

Desde pequeña he estado muy vinculada al cine y la fotografía. Recuerdo las sesiones de programa doble de mi infancia, con películas que recordaré toda mi vida. Siempre quise dedicarme al cine y tuve la suerte de poder estudiar Comunicación Audiovisual en la Universitat Pompeu Fabra. Me gusta reivindicar la universidad pública como un posible lugar de formación para los cineastas.

Fue a través de la Universitat Pompeu Fabra que pude aprovechar un convenio que existía con la Universidad del Cine de Buenos Aires. Aquella experiencia me volvió a abrir la cabeza. Todavía recuerdo el impacto que me causó una asignatura impartida por Yamila Volnovich en la que se abordaba el Análisis Fílmico a partir de la filosofía.

Y, por último, he aprendido mucho en mi trayectoria como montadora. Durante un periodo muy marcado por figuras como Rossellini, Antonioni, Bresson o Murnau, sentí que dirigir no era lo mío, que me venía grande. Aquello me fue decantando hacia el cine documental. El descubrimiento de la obra de Jonas Mekas y Chantal Akerman supuso una revelación. Vi que era posible que el cine acompañase mi cotidianeidad. Mi pasión por el documental y el cine-diario me llevaron a valorar mucho la tarea del montador, que es quien acaba coescribiendo la película. La práctica me ha llevado a valorar la emoción del montaje, aquello que se siente al enfrentar los múltiples caminos que te ofrece una película en construcción. En Buenos Aires he tenido la oportunidad de montar un par de largometrajes documentales: El azúcar y la sangre (Eduardo Anguita, 2007), sobre Tucumán, la industria azucarera y los desaparecidos durante la dictadura, y La cárcel del fin del Mundo (Lucía Vasallo, 2013). Aquí he montado [No-res] vida i mort d’un espai en tres actes de Xavier Artigas, entre otros documentales.

Con el viento ha pasado por los Work in progress de los festivales REC Tarragona y L’Alternativa, por el programa europeo Sources 2 y por L’Atelier de la Cinéfondation del Festival de Cannes. ¿Cómo valoras estas experiencias?

Han sido experiencias muy vinculadas a lo profesional, desde una perspectiva de producción, y no tan ligadas al ejercicio de escritura más esencial. En ese tipo de plataformas se trabajan las potencias creativas asociadas a la industria. Por ejemplo, cómo encontrar el mejor lugar para mostrar la película. Han sido experiencias muy enriquecedoras por la posibilidad de recibir opiniones y consejos de personas con perfiles muy diversos, desde un agente de ventas a un distribuidor o un programador.

Respecto a la dimensión industrial de mi película, me gustaría reivindicar la tarea de los productores que, como Carlos Brugueras, aman el cine y apuestan por un tipo de cine difícil de llevar a cabo, que cada vez tiene más dificultades para llegar y mantenerse en salas. Eso complica la capacidad de levantar el financiamiento de determinadas películas. La diversidad es muy importante y debería existir un espacio para las producciones pequeñas, del mismo modo que lo existe para las grandes.

¿Qué tipo de recorrido te imaginas que tendrá tu película de ahora en adelante, en un marco de proliferación de festivales de cine y de plataformas de VOD, pero también un escenario en el que el acceso a la distribución tradicional parece más complicado?

Este es un tema importante y es algo en lo que creo que nos tenemos que involucrar los cineastas, no solo los productores y distribuidores. Los festivales abren las películas a muchísima gente de territorios muy diferentes, pero mucha de esa gente ya está ligada al cine. Los festivales son eventos bastante alejados de la cotidianeidad de la gente. Mi deseo es poder acompañar todo lo posible la película en su encuentro con cada espectador. Nos estamos planteando hacer alguna gira por pueblos, que suelen estar muy abandonados por la distribución de cine. Viendo el entusiasmo con el que respondió la gente que asistió al preestreno de la película en el pueblo que se rodó, creo que los habitantes de esos lugares quieren que haya más eventos culturales. No quiero caer en el victimismo de pensar que esta película es sólo para un público determinado y que su pervivencia en salas será complicada. Debemos ser ambiciosos, tenaces y originales a la hora de buscar maneras para que la película llegue al máximo de público, lo más diverso posible.