Gonzalo de Pedro Amatria

Al igual que ocurre en otras partes del mundo, el cine documental constituye en América Latina un espacio de resistencia y pensamiento, un lugar donde pensar el cine y las formas audiovisuales mientras se practica, al tiempo que se reflexiona y se trabaja la memoria, la historia, o la identidad de unos países que, en una economía globalizada y controlada desde el norte, siguen necesitando la validación occidental para constituirse frente al resto del mundo. Mucho menos dependiente de fondos, festivales, ayudas y mercados que el cine de ficción, el cine documental latinoamericano parece constituir un espacio de resistencia, de experimentación, ya sea formal o política. La selección del DocsBarcelona, festival que históricamente ha prestado mucha atención a las formas más tradicionales del documental, recoge este año algunos buenos ejemplos de cómo el cine documental latinoamericano, en línea con lo que ha constituido el cine documental desde sus orígenes, concilia la atención social y política con el trabajo formal, entendiendo que, en el fondo (y en la superficie) ambos espacios son inseparables.

Sin ánimo de buscar artificiales hilos que las vinculen, cuatro películas muy diversas destacan en la programación y sirven como pequeño retrato en movimiento de uno de los campos más activos del cine latinoamericano, que ha visto en el documental un espacio en el que continuar por otras vías el impulso más social y político que animara, por ejemplo, el movimiento del Tercer Cine impulsado a finales de los 50 por autores como Fernando Solanas y Octavio Getino: “El cine impone con esa sola imagen una de sus funciones: ser parte de la memoria colectiva. Ésa es la lucha del Tercer Cine: combatir al enemigo recuperando y conservando la memoria mediante la imagen. El enemigo, la burguesía, el imperialismo, se esforzarán en borrarla, en falsificarla”.

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«Paciente» de Jorge Caballero.

La primera podría ser Paciente, del cineasta colombiano, afincado en Barcelona, Jorge Caballero, que en la línea del cine directo de los años sesenta, parece enfrascado en la misión de fotografiar las entrañas de los sistemas públicos en su Colombia natal. Con un enfoque mucho más humano que el de sus maestros del directo como Frederick Wiseman, Paciente sigue la evolución de una joven enferma de cáncer, permanentemente acompañada por su madre, que termina por revelarse como la verdadera paciente, capaz de aguantar sin mudar el rostro los embates de la burocracia inhumana de un sistema sanitario injusto, y a todas luces cruel. La película, aunque se enmarque dentro de la herencia del cine directo, se sostiene sobre una decisión formal radicalmente de autor y puesta en escena: la joven nunca aparecerá en cámara, solo escucharemos su voz, cada vez más apagada, cada vez más débil, y será la madre quien sostenga el peso entero de la película sobre sus hombros.

Rodada en largos planos secuencia, la película se estructura en un doble progreso horizontal y circular: el devenir del tiempo es lineal, y hay una narrativa, la de la enfermedad, que avanza inexorable, pese a algún pequeño destello de esperanza que no tarda en apagarse; a ese tiempo lineal se le opone el tiempo de la burocracia, que es circular y también infinito: el largo plano secuencia de la paciente y abnegada madre caminando por el hospital tiene su sentido cuando se descubre que se repetirá, ad infinitum, en sus paseos tratando de lidiar con la burocracia que le deniega las medicinas, las ambulancias, las atenciones. La cámara, siempre presente, solo se apartará de madre e hija al final de la película, en un plano revelador, en un adiós elegante que no necesitaba del texto escrito con el que la película resuelve el drama.

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«La familia chechena» de Martín Solá.

Martin Solá, que hace unos años deslumbrara con su película Caja cerrada –que bien podría verse como un antecesor del Leviathan de Lucien Castaing-Taylor y Verena Parabel por su propuesta entre sensorial e inmersiva en la vida de un barco pesquero en alta mar–, recupera su trabajo cercano a la etnografía experimental en una película rodada en Chechenia. Siguiendo la vida de una familia en el territorio checheno en conflicto con los rusos, Solá filtra el conflicto político a través de las danzas extáticas de los miembros de la familia, que tratan de sublimar el sufrimiento de la vida diaria a través de un baile que les conecte con lo espiritual. La película se estructura en largas secuencias de inmersión en la práctica de unas danzas sufís conocidas como “zikr” en las que la cámara renuncia de forma explícita a lo racional para optar por un retrato cercano al cine-trance de Jean Rouch. Así, si Paciente de Jorge Caballero podía verse como una relectura del cine directo, La familia chechena retoma la herencia del cinema-vérité en su vertiente más paradójicamente observacional y al mismo tiempo experiencial: la película se convierte en un puro trance, el espectador se sume en las danzas con las que la familia exorciza los males de un territorio azotado por la violencia, en busca de una belleza superior, y la razón da paso a una experiencia mística, en la que la cámara no es un observador sino un passeur, un transmisor de experiencias y vivencias.

"El cuarto de los huesos" de Marcela Zamora.

«El cuarto de los huesos» de Marcela Zamora.

El cuarto de los huesos, de Marcela Zamora, aborda el tema de los desaparecidos por la violencia en El Salvador, primero por la guerra, ahora por las bandas rivales, a través del trabajo de un equipo de forenses encargados no solo de analizar los restos humanos recuperados, sino de buscar en la tierra los cuerpos violentados, escondidos, enterrados, asesinados. El trabajo del equipo de forenses da pie a que la película se acerque a las familias de los desaparecidos, que relatan las historias de las desapariciones, y que terminan por componer un retrato de la impunidad, la violencia y las luchas individuales frente al olvido y el dolor, invisibles tras la veintena de cuerpos que se reciben en la morgue mensualmente y que nadie reclama. La película es la historia del ADN sin nombre, de cuerpos olvidados, de familias rotas, piezas de un puzzle que no termina de solucionarse ni resolverse. En su abordaje a uno de los grandes conflictos que afectan a gran parte de los países de Latinoamérica –la impunidad, la violencia, el olvido– la película es quizás menos rigurosa en su combinación de la voz en off de la realizadora, entrevistas con los antropólogos, con los familiares, y el retrato del trabajo diario del equipo anatómico-forense, desbordados ante la crueldad y el crecimiento de la violencia.

La última película, la brasileña Jonás y el circo sin carpa de Paula Gomes tiene un vínculo común con todas las demás, y en el fondo con gran parte del cine documental que se hace en América Latina hoy en día: hablen de lo que hablen las películas, siempre están preguntándose por el futuro y el presente, aunque hablen del pasado. Así ocurre con las tres arriba mencionadas, que miran al futuro aunque pongan la cámara en el pasado, y así ocurre con esta, que retrata, sin apenas intervenciones, la vida de un niño que ha construido un circo en el patio trasero de su casa. Ese circo, sin carpa, es en esencia un espacio de resistencia ante el presente, y una voluntad de futuro, la expresión de un deseo y una voluntad de cambio. La película retrata de forma paciente la vida de Jonás y sus amigos, y cómo habrán de enfrentarse, conforme van creciendo, a los embates de lo real que empuja por desmontar ese espacio de sueño. Sin ser perfecta, la película brilla por su evidente voluntad metafórica: un grupo de niños construyendo un espacio de juego como espacio de activismo vivo y resistente. En el fondo, algo muy parecido a lo que hace el cine documental: constituirse como un testimonio de lo real y, al mismo tiempo, una posibilidad de futuro.

Página web del Festival DocsBarcelona.