Violeta Kovacsics (Festival de Sevilla)

Podríamos convenir que la Transición y su impugnación es uno de los temas centrales del cine español contemporáneo. La isla mínima se asentaba en aquel tiempo transitorio, planteaba un cambio que quizá no fue profundo ni supuso una ruptura radical. El futuro retrataba la fiesta y la posterior resaca de la primera victoria socialista. Y La décima carta, el documental de Virginia García del Pino sobre Basilio Martín Patino, reivindicaba para el presente a un director revolucionario, acallado por el franquismo. A ellos dos, a García del Pino y a Martín Patino, está dedicada La transacción: un recorrido audiovisual por la Transición española, presentada en la sección Resistencias del Festival de Cine Europeo de Sevilla y en la que Kikol Grau, convertido en auténtico espigador del audiovisual español, compone un análisis de la Transición a partir de películas y programas.

Su trabajo recoge una serie de documentos fílmicos que van desde películas conocidas –Días contados– hasta documentales a reivindicar –el díptico formado por Atado y bien atado y No se os puede dejar solos–, pasando por cintas prohibidas incluso en el período democrático –Rocío–. En este sentido, el recorrido que propone es aplastante, pues son las propias imágenes las que revelan el discurso teórico que plantea Grau: la idea de que la Transición no se puede dar por terminada. Esa es la tesis de un trabajo con marcada vocación didáctica. Dice el cineasta, al final de la película, que La transacción fue parte de su proyecto final de la carrera de historia (y que le pusieron un seis). De ahí, quizá, la voz en off, que apuntala el discurso.

Puede que ni siquiera hicieran falta todas esas palabras, pues hay algo locuaz en las propias imágenes, que van más allá de la propia tesis (histórica y política), evidenciando que la historia se escribe necesariamente a partir de un imaginario. Un ejemplo: el fragmento de ¡Votad, votad, malditos!, de Llorenç Soler, en el que un grupo de gente explica los motivos de su voto (uno al que le obliga la empresa, una mujer que espera que el marido le diga qué votar…) revela de manera aplastante las dificultades de aquella democracia naciente. Director de Las más macabras de las vidas, un documental sobre Eskorbuto que era también un demoledor retrato de aquel período de Transición, Grau se aferra, en su cine, a ese espíritu punk, radical, inconformista, divertido y por momentos incómodo, pues cuestiona la historia a partir de las propias imágenes que han construido nuestro relato político.

Decía Grau que decidió meterse en el análisis de la Transición porque, tras estudiar historia, nadie le había explicado propiamente los hechos más recientes de la historia española. Y que creía que las nuevas generaciones solo se acercarían a esta parte de la historia si esta les llegaba en formato audiovisual. La transacción viene a ocupar ese lugar, quizá de manera pedagógica –sería un pecado tildar de clásica o de tradicional cualquiera de las películas de este cineasta punk–. El acercamiento a las nuevas formas de las imágenes es lo que propone Grau en Histeria de España, película que ha coordinado y que firma junto a otros veinte cineastas. María Cañas, Manuel Bartual, Alex Reynolds, Martín Gutiérrez, Andrés Duque, Albert Alcoz y David Domingo, entre otros, se dan cita en una película que funciona como un canal de YouTube, en el que un dibujo animado de Blancanieves saca un cadáver de un pozo; en que un chico le cuenta a otro, en una suerte de monólogo, la historia de los tercios españoles; en que un televisor repesca, en un perverso viaje al pasado, la propaganda política de las primeras elecciones en Cataluña…

Cada pieza tiene su forma, y sus tiempos. Y se entremezclan con un televisor que va sintonizando canales (aquí, una piensa en La telenovela errante, la película, también con poso política y con referencia a la cultura popular, de Raúl Ruiz). Se trata de la historia trasladada a las formas de la cultura visual actual, la del dispositivo, la de la multipantalla, la del meme y el gif. En este sentido, la pieza de Albert Alcoz, en que el cineasta transforma en inquietante vídeo musical una escena de Atado y bien atado en que un grupo de franquistas se manifiestan en una plaza de toros, resume la vocación sumamente contemporánea de esta pieza de valor histórico, que funciona como un divertimento, pero que, por lo que tiene de real, no debería hacernos ni puñetera gracia. Si no, repasen aquel vídeo que rescata Histeria de España y en que Rajoy dice: “lo que nosotros hemos hecho, y que no hizo usted, es engañar a la gente”. Pasen y rían (para no llorar).

“Por un momento el calor y el ruido invaden el recinto, alzo la vista y veo a una mujer frente a mí, lleva un abrigo blanco, su cara es morena bajo un cabello oscuro y peinado hacia atrás con masculina severidad; me sorprende la fuerza bella y luminosa que irradia su mirada y nos encontramos, un segundo, y yo siento el impulso irresistible de acercármele y, más amargo y doloroso aún, el impulso de seguir a la impresionante desconocida, que nace en mí como un anhelo y un mandato”. Estas palabras, sugerentes y líricas, escritas por Annemarie Schwarzenbach, retratan un encuentro entre dos miradas como si se tratase de un apasionado plano contraplano cinematográfico, pues el texto parece evocar constantemente el mundo de las imágenes.

Las líneas corresponden a un texto breve, titulado Ver a una mujer (publicado en castellano por Minúscula). Este mismo título es el que lleva la película de Mònica Rovira presentada estos días en la sección Resistencias del Festival de Cine Europeo de Sevilla, en la que la cineasta se expone, como si recolectase las piezas de un diario íntimo, o como si despertase los recuerdos dormidos para exorcizar así una relación amorosa que se ha quebrado. Ver a una mujer, la película, intenta buscar el lirismo a partir de una cámara que muda de piel: inestable en primera instancia, y más asentada después. Lo curioso, quizá, es que el desgarro que produce el desamor no se filtra necesariamente en las imágenes, sino que se presenta con mayor fuerza a partir de los límites del lenguaje. En uno de los instantes centrales de la película, en que las dos protagonistas están sentadas en una mesa, Rovira habla precisamente de las dificultades de comunicar (“me jode las entrañas”, acaba diciendo, en un acto de desesperación lingüístico). En el fondo –y tal y como revela la propia Rovira al final de la película cuando dice que quería atrapar aquello que no se puede decir– esta es una película sobre la imposibilidad de hablar el desamor y así reparar las heridas. Las protagonistas plantean metáforas –la maleta como vestigio, también vital– y se cuestionan si todavía tienen algo que decirse… Es en este intento de poner en palabras, frustrante a veces, que se produce finalmente el desgarro, entre lo que es y lo que se logra decir.