Violeta Kovacsics (Festival de Sevilla)

Basada en el cuento El velero rojo de Aleksander Grin, L’envol –presentada en la Sección Oficial del Festival de Sevilla– narra la historia de una hija y su padre. En los comienzos del siglo XX, Juliette y Raphael viven en un entorno rural, lejos de la creciente civilización. A la chica la llaman bruja, y la leyenda dice que se cruzará con un aventurero. He aquí lo fantasioso, que sobrevuela también las imágenes de la película, a veces deliberadamente kitsch. Martin Eden, la anterior película de ficción de Pietro Marcello, estaba atravesada por la Historia y su lirismo desembocaba en una sensación de constante evocación. En L’envol, lo poético tiene que ver con lo fabulístico, aunque la película no termine de aterrizar en lo fantástico. Algo en el cine de Marcello lo asemeja al de la Alice Rohrwacher de Lázaro feliz. En ambos casos, hay una mirada crítica sobre el capitalismo y la marginalidad que el sistema genera, pero también una fuga desde el realismo hacia la fantasía y una concepción de la narración sorpresiva e imprevisible.

La Europa de Martin Eden estaba marcada por las grandes guerras de la primera mitad del siglo XX y por los cambios políticos y sociales. Con un sabor más dulce, L’envol es la primera película francesa de Marcello (cuenta con Louis Garrel y Noémie Lvovsky) y comienza con el regreso de Raphael a casa después de la Gran Guerra. Lo que él ha visto y vivido en la contienda, no lo sabemos; y lo que ha sucedido en su hogar durante su ausencia se va desvelando poco a poco. A lo largo de L’envol, Juliette se va haciendo mayor. El crecimiento de la protagonista, desde que era una bebé hasta que se convierte en una mujer –que desea, que estudia, que cuida de su padre– se define mediante bellas elipsis, que sirven a Marcello para indagar en algo que ya estaba presente en Martin Eden: el paso del tiempo. L’envol es la historia de Juliette, pero también la de una Europa en proceso de modernización. Juliette crece, y en la tienda de juguetes donde su padre vende sus diseños ya no quieren aviones de madera, sino trenes eléctricos. La niña se hace mayor, y en la ciudad se pueden ver ya abarrotados centros comerciales. Es aquí donde asoma de nuevo el capitalismo, telón de fondo de una película abiertamente política como Martin Eden.

“L’Envol”.

Marcello es uno de los grandes cronistas de la historia europea. La textura granulada de sus imágenes y su trabajo sobre el material de archivo viven en contacto directo con su voluntad de abordar la Historia, pero también con el gusto por el tacto, por lo físico, por lo analógico. Raphael es un artesano que en un tronco puede esculpir un bello retrato de su difunta mujer. El detalle de sus manos gruesas y ajadas es una constante en la película, cuando talla la madera, o cuando acarona a su niña, todavía diminuta. Detrás de la cámara, hay otras manos, las de un cineasta que sigue pensando en la imagen como algo tangible, de texturas, de celuloide, como el de las viejas películas de archivo que documentaron la historia.

Por su parte, EO, la última película de Jerzy Skolimowski –presentada en Sevilla en el marco de la Selección European Film Academy–, también podría ser una fábula. Su premisa parece sacada del juego del teléfono roto: EO se inspira en Au Hasard Balthazar de Robert Bresson, un cineasta aparentemente en las antípodas del director polaco. Como aquel film de Bresson, la película de Skolimowski está protagonizada por un burro. La mirada del animal sirve para retratar la inquietante situación política y social de la Europa actual. El periplo del asno por diferentes lugares entreteje una estructura episódica, en la que de forma fragmentaria y breve van apareciendo situaciones y personajes de lo más diverso. Desde el fanatismo a las contradicciones de un cierto ecologismo, desde la inmigración hasta la decadencia de la clase burguesa: todo esto va encontrando el inocente burro Eo, cuyo punto de vista domina eminentemente la puesta en escena.

“EO”.

Al comienzo de la película, Skolimowski aguanta el primer plano del animal, que permanece parado, inmóvil pese a las órdenes de su amo, como aquel caballo de Turín que prefirió no moverse. La labor del director de Le départ sobre el punto de vista y sobre lo sensorial resulta conmovedora, pero sobre todo lo es su manera desprejuiciada de filmar las transiciones entre los diversos episodios, bordeando casi lo experimental. En un momento de la película, el bosque en el que se pierde el asno se torna completamente rojizo, como si ardiera, o como si fuese una imagen salida del mismo apocalipsis. Cuando la transición termina, Eo deambula por un pueblo sin rastro alguno de sus habitantes: podría ser el fin del mundo, y aunque no lo es, la humanidad con la que se va cruzando el asno se encuentra al borde del precipicio.