Carlota Moseguí

La escena que inaugura el segundo largometraje del gallego Oliver Laxe es un dibujo del Atlas norteafricano, pintado sobre una puerta. Pese a la gran belleza del extenso mural, la presencia de éste en el film no es estrictamente ornamental. Detrás de este fondo que acompaña los títulos de crédito de Mimosas, se esconde la quintaesencia de la película. En esta secuencia inicial –quizá la que delata implícitamente, y con mayor precisión, el enigma de la cinta– observamos una representación atemporal de la cordillera del Atlas en el hermoso fresco de colores chillones mientras escuchamos, de fondo, voces y bocinas de coches (concretamente, de los taxis que más adelante tendrán un rol fundamental en la ficción). Esa puerta con el Atlas estampado cual trampantojo es, en efecto, la brecha que permitirá introducirnos en un mundo místico, la grieta a través de la cual Laxe nos invitará a saltar al vacío.

En palabras de Santiago Fillol –coguionista de Mimosas, que presentó el film en Barcelona durante su paso por el Festival Alternativa–, la película es un relato de aventuras sobre el poder de la fe, siempre y cuando entendamos la fe como el salto al vacío que definió Søren Kierkegaard en Temor y temblor. Así, a lo largo de este western itinerante, que nos lleva por los imponentes paisajes del Atlas, conoceremos personajes sin fe, o con una relación de amor-odio con la misma; incluso, algunos, como Ahmed, admitirán sin pudor que nunca han pisado una mezquita en toda su vida. Para vencer los obstáculos de la travesía –el hambre, el frío nocturno del desierto, el indomable cauce de los ríos, raptos y tiroteos con bandidos que acabarán con muchas vidas de los miembros de la caravana–, los protagonistas deberán reconciliarse con su fe. No obstante, esta reconciliación sólo podrá cumplirse si se abraza lo desconocido, entregándose ciegamente a él.

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La gran hazaña de Laxe se descubre en el tercer acto, cuando el espectador advierte que desde su cómoda butaca de la sala de cine está llevando a cabo un salto al vacío tan extenuante y meritorio como aquel al que se enfrentan Shakib, Saïd y Ahmed para sobrevivir en la ficción. En cierto modo, desde el mismo arranque del film, el director de Todos vós sodes capitáns ya nos advirtió, con la imagen de esa puerta pintada, que la audiencia acompañaría a los protagonistas en su entrada al reino de lo incierto. Así, llegados al tercer capítulo –que lleva por título la posición de postración del rezo islámico del Salah–, la trama ya no puede entenderse a través de la lógica, porque en ella se mezclan, con suma naturalidad, elementos y personajes de dos mundos paralelos. Esta presunta incoherencia obliga al publico a rendirse (postrarse, como indica/demanda el título) ante una experiencia cinematográfica nueva, que permita entender esas imágenes con un filtro que no sea el lógico: es decir, con el místico.

Para Laxe, ceder ante la no-lógica de las escenas del último tercio de Mimosas es un gesto único y espiritual similar a un salto al vacío en la fe sufí. Explorando, y explotando las capacidades, y los límites, del séptimo arte, Laxe se atreve a proclamar que una experiencia cinematográfica puede ayudarnos a aprehender la mística del mundo.