Una de las etiquetas más dañinas que han pesado sobre el cine documental, al menos en la España reciente, ha sido la de “documental creativo”. Pensada en origen como una estrategia para reivindicar el valor cinematográfico del cine documental, frente a su contaminación más televisiva y periodística, tuvo el efecto (quizás) indeseado de vaciar al cine de una relación crítica con lo real, obviando los aspectos más políticos, críticos y sociales en favor de una estilización de lo filmado, anteponiendo una estética a una ética, lo formal frente a lo concreto, lo consensual frente a lo incómodo, y privilegiando lo contemplativo frente a lo combativo, lo pausado frente a lo urgente, lo lírico frente a la poética. En definitiva, un cine moderno (en el sentido histórico, artístico y filosófico del término) que vino a negar la posmodernidad y reivindicar unas formas añejas de hacer cine, vendidas como vanguardia a unos medios deseosos de comprar titulares.

No es necesario citar nombres ni títulos, pero todos sabemos que a principios del presente siglo, el “documental creativo” fue objeto de congresos, artículos, libros, reseñas, casi siempre laudatorios, y casi siempre reivindicando con orgullo un cine que se acercaba a la ficción en estrategias, puesta en escena y espíritu, como si un cine documental que se enorgulleciera de serlo fuera una lacra, una enfermedad, algo a desterrar. Y es de recibo preguntarse, como ya lo hacía hace ya tiempo Elena Oroz en una reseña memorable del libro colectivo El batallón de las sombras, dedicado a ese cine predominante y hegemónico en el campo documental durante unos años, si su influencia, su hegemonía, su predicamento mediático, no contribuyó de alguna manera a invisibilizar propuestas más radicales o incómodas, y a establecer una zona de consenso y confort en la que el documental (cierto documental) se terminó por convertir en el mamporrero del status quo. Decía Oroz: “¿Acaso este batallón, además de emerger del otro lado el de la no ficción, no ha contribuido también a ensombrecer otras propuestas documentales, acaso más periféricas y rupturistas? Una vez más, esta publicación parece constatar que el actual documental de creación en España se reduce a las obras que llevan el sello de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y a las dos líneas abiertas por sus maestros: Guerin y Jordà”.

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Sirvan estos párrafos histórico-introductorios para situar el contexto en el que se inscribe una película como Frankenstein 04155, dirigida por Aitor Rei, y que ha llegado de forma casi secreta a algunas salas y cines del país, tras un proceso de autoproducción muy revelador del estado de la producción documental en España: un trabajo de investigación, un trabajo didáctico, militante, y cuya finalidad principal es arrojar luz sobre una tragedia deliberadamente ensombrecida por los poderes públicos, solo ha podido llevarse a cabo de forma colaborativa y social, sin apoyo alguno de los estamentos del cine, la producción, la industria, las televisiones o los organismos públicos. Solo el proceso de financiación a través de la red, en una plataforma de microfinanciación, logró sacar adelante una película que, en un país dotado de un orden moral, sería emitida en televisión pública, financiada por las instituciones, y debatida en el parlamento. Y no por sus características formales, por su relevancia artística, por su rigor formal, sino por la firmeza ética con la que está realizada, y el efecto que produce en el espectador: una profunda indignación a través del retrato de la instrumentalización de una tragedia que podía haber sido evitada, la del accidente del tren de alta velocidad que el 24 de Julio de 2013 descarrilaba a la entrada de Santiago de Compostela con un saldo de 81 fallecidos y más de 140 heridos, y cuya responsabilidad última recae de forma clara en directivos de las empresas públicas, políticos y ministros.

La película, que podría encajar perfectamente en aquella definición que dio Josetxo Cerdán a propósito de la película colectiva 200 Km, “vanguardia más política que estética que busca poner en evidencia algunas de las prácticas habituales del funcionamiento social que damos por buenas en el acontecer cotidiano”, retrata la cadena de decisiones políticas, empresariales, publicitarias, que llevaron a que un simple despiste del maquinista se saldara de forma trágica, y el posterior trabajo por ocultar y negar esas responsabilidades, culpando exclusivamente al eslabón más débil, al conductor de un tren que circulaba por un trazado inseguro y que no estaba dotado de los necesarios sistemas de seguridad porque no lo quisieron así los responsables políticos, más interesados en inaugurar la línea que en la seguridad y fiabilidad de la misma. Realizada de forma transparente, con un lenguaje, sí, muy deudor del documental más televisivo, Frankenstein 04155 es una película al mismo tiempo militante y emotiva, rigurosa y necesaria, y a través de un ejemplo dramático permite hacer un retrato de todo el tinglado de intereses político-empresariales que ha dirigido este país durante muchos años, en total impunidad, tratando a sus ciudadanos como niños que no tienen derecho a pensar, a ser informados, a tener una clase política que asuma responsabilidades y actúe en beneficio de todos. Las palabras de uno de los supervivientes explica muy bien el ánimo, sencillo y al mismo tiempo combativo, que impulsa la película, y que la vincula con la larguísima tradición de cine documental como agente de intervención social y político: “No somos héroes, queremos la verdad, lo único que hemos hecho ha sido sobrevivir”.