Estrenada en el Festival de Venecia de 2014, y recibida con aplausos de veneración por parte de los devotos del padre del cyberpunk –autor de la saga de Tetsuo–, Fuego abierto (Nobi. Fires on the Plain) adapta y sublima atrozmente la novela homónima de Ooka Shohei, llevada al cine por Kon Ichikawa en 1959, en la que se describía la trágica odisea de un soldado tuberculoso destacado en Filipinas durante el crepúsculo de la Segunda Guerra Mundial. El film es un exorcismo histórico sin paliativos, una crónica negra de las mayores abyecciones de las que es capaz el ser humano –uno de los temas recurrentes del film es la caída de los soldados japoneses en el precipicio del canibalismo, un tabú que abordó con furia Kazuo Hara en 1987 en la seminal The Emperor’s Naked Army Marches On–. Entre la maraña de cuerpos putrefactos que embrutece la pantalla, Tsukamoto busca continuamente la mirada atónita y acongojada del protagonista (interpretado por él mismo), algo nada extraño si tenemos en cuenta que Fuego abierto propone un contra-tratado fílmico sobre la fuerza reveladora de la mirada: de un soldado al horror de la guerra, de un país hacia su innoble historia. Manu Yáñez

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