Expansiva y maximalista, A Ghost Story ofrece una pista clave de su modus operandi en la geometría de su estructura narrativa. Lo que parece ser un intricado laberinto de elipsis y flashbacks termina proponiendo un elemental juego del pez que se muerde la cola. Seguramente, el director David Lowery defienda que esta ingeniosa pirueta circular responde a la figuración del eterno retorno nietzscheano: lo certifica la aparición nada casual de un tomo del filósofo alemán en una escena del film. Aunque, lo primero que pone de manifiesto este artificio narrativo es la voracidad autodestructiva de la película, su disposición a engullirse a sí misma a cada giro de la trama, a cada viraje conceptual, a cada quiebro de cintura formal. Así, para empezar, lo que se presenta como el retrato de una domesticidad conyugal en declive –un Antonioni en clave indie– pronto deriva hacia un estudio de lo fantasmagórico que exhibe sin disimulo su raigambre orientalista.

Entre los hallazgos de A Ghost Story, destaca la sobriedad (efímera) con la que Lowery convoca a un espectro y lo invita a habitar el territorio de los vivos. La sábana que recubre el cuerpo del fantasma (Casey Affleck) acentúa la fisicidad del espíritu enamorado que se niega a abandonar a su amada y su casa, mientras que un montaje ultra-elíptico atienta contra la noción de arraigo emocional. El film explora está dialéctica mediante el uso de planos secuencia (fijos o en parsimonioso movimiento) que acentúan la coexistencia de vivos y muertos, como si se tratara de una versión diurna de los Cuentos de la luna pálida de Mizoguchi, una declinación deadpan de El sexto sentido de Shyamalan, o una relectura de Ghost –sí, la película de Demi Moore y Patrick Swayze– adaptada a la cinefilia del siglo XXI. Este sustancioso trabajo de puesta en escena alcanza su cénit en una agónica secuencia en la que Rooney Mara –que vuelve a sacar petróleo de su inexpresividad ensimismada y cabizbaja– engulle un pastel en un simulacro desesperado de normalidad transformado en arrebato patológico. La escena se prolonga hasta lo indecible y remite tanto a la espartana alienación de la Jeanne Dielman de Chantal Akerman como a las ingestas compulsivas del cine de Tsai Ming-liang: dos orfebres del desamparo que iluminaron el dolor de sus personajes con sus rigurosos y radicales postulados formales.

Por su parte, a Lowery la coherencia le importa bien poco. Y no me refiero únicamente a la ridícula escena en la que Will Oldham hace acto de presencia para destruir el mutismo del film con un monólogo cínico y grosero que evidencia los “temas” de la película: el deseo frustrado de trascendencia, el nihilismo como verdad inquebrantable, el apocalipsis del romanticismo… No, la pulsión autodestructiva y la manifiesta incongruencia de las que hace gala Lowery se manifiestan mucho antes, por ejemplo, cuando el fantasma ensabanado inicia un diálogo (en intertítulos) con otro espectro y se finiquita el trabajo con las “presencias” para iniciar un tratamiento sentimentalista de las “psicologías”, que alcanza su cima en la banalización del aquel sublime gesto final de Deseando amar (In the Mood for Love), cuando el Sr Chow (Tony Leung) enterraba su desolación amorosa en un recoveco del templo de Angkor Wat.

A nivel formal, esta tendencia al borrón-y-cuenta-nueva cuaja en un juego caprichoso con los referentes fílmicos: la templanza modernista del arranque de la película da pie a ocasionales incursiones en el impresionismo de Terrence Malick, que a su vez se utiliza como legitimación de la “profundidad” del film. Un cambio de cromos que demuestra el esteticismo más bien oportunista del film. En este sentido, la torsión más agresiva de A Ghost Story se produce en la forma que tiene Lowery de articular las dialécticas de lo privado y lo universal, lo concreto y lo metafísico, lo urgente y lo eterno, lo cotidiano y lo cósmico. En un principio, estas compuertas hacia una sabiduría filosófica se abren a través de la puesta en escena: un resplandor que hace centellear un escenario ensombrecido, una efectiva secuencia de acción que presenta un fenómeno poltergeist desde el punto de vista del fantasma, una panorámica que conecta la harmonía doméstica con el accidente de coche que traerá la fatalidad. Sin embargo, a partir de la escena del monólogo de Oldham, la película pretende desbordar sus significados mediante un remake extendido y pirotécnico de la secuencia final (en la habitación blanca) de 2001: Una odisea del espacio, con unos incontrolables saltos temporales que, en este caso, subrayan una y otra vez la idea del eterno retorno y la dimensión trágica de la conciencia del paso del tiempo.

A Ghost Story puede verse como el último eslabón de un cine caníbal y voraz que ha causado furor entre la cinefilia del siglo XXI, un cine que lo deglute todo con ánimo megalómano y pulso posmoderno: como todo está contado, la novedad debe pasar por la demostración de fuerza (autoral). A la estela de películas como Babel de Iñárritu, la más global de las obras intimistas; Magnolia de Paul Thomas Anderson, la película más intimista jamás filmada en cinema-scope; Memento de Nolan, la más lineal de las películas anticronológicas; The Fountain de Aronofsky, el más compacto de los films cósmicos; o la más reciente Dunkirk de Nolan, la más patriótica de las películas “anti-épicas”; A Ghost Story aspira a ser la más épica de las películas rodadas en 4:3 (formato cuadrado), la más romántica de las películas distanciadas, la más discursiva de las película lacónicas, la más rural de las películas urbanitas, la más kubrickiana de las películas malickianas… Un ejercicio de furor cinéfilo que antepone el ingenio y el exhibicionismo manierista a la implicación genuina del director con sus temas, sus figuras y sus referentes. Un cine protuberante; un cine omnívoro.