Carlota Moseguí

Tras diez jornadas acudiendo a las proyecciones del Festival de Gijón, podemos certificar que la presente edición ha sido la de mayor rigor (en calidad general de títulos) de los últimos años. Este año, con la desaparición de secciones paralelas, y con un número menor de películas en las secciones que sí se conservaron, parecía que el Festival de Gijón se encontraba en estado crítico. No obstante, es probable que las limitaciones presupuestarias que condicionaban la elección de los films jugaran a favor del certamen afinando la selección. Si bien es cierto que nos hemos topado con una gran decepción en la competición oficial –la ya comentada El nacimiento de una nación (Nate Parker) link–, o con películas menores como Layla M (Myjke de Jong), Le ciel attendra y Ma’Rosa (Brillante Mendoza), el nivel del resto de films a concurso fue mucho mayor que el de los años precedentes.

Pertenecerían a este grupo The Teacher (Jan Hrebjk), Sicixia (Ignacio Vilar), Migas de pan, y especialmente Inversión (Behnam Behzadi). Presentada previamente en la competición Un Certain Regard del Festival de Cannes, Inversión retrata la ciudad de Teherán bajo una nube tóxica que está matando física y psicológicamente a sus habitantes. Si bien se trata de una metáfora recurrente en el cine iraní contemporáneo –con ejemplos como Paradise (Sina Ataeian Dena), o Drum (Keywan Karimi)–, en el film de Behnam Behzadi la alegoría será representada visiblemente sobre los edificios de Teherán. Esa nube que deja en coma a una anciana por falta de oxígeno es la misma que asfixia a su hija treintañera cuando descubre que nunca podrá decidir su destino –su profesión, su lugar de residencia y su amor– al haber nacido mujer. De este modo, Behzadi compara la normalidad con que los ciudadanos de la metrópoli conviven con la contaminación con la aceptación del rol sumiso de la mujer iraní.

Volviendo a la sección oficial, no podemos olvidar cuáles fueron sus cuatro joyas: Glory (Kristina Grozeva, Petar Valchanov), Death in Sarajevo (Danis Tanović), Felices sueños (Marco Bellocchio) y Paradise (Andrei Konchalovsky). Sin embargo, la película más esperada del festival no llegó hasta el último día del certamen. Nos referimos a Manchester frente al mar, el tercer largometraje de Kenneth Lonergan, con altas probabilidades de triunfar en los próximos Premios Oscars. En esta ocasión, el director neoyorquino nos regala otro de sus melodramas sobre las distintas formas de enfrentarse a la muerte. Tras Puedes contar conmigo y Margaret, Lonergan aborda la superación del luto a través de un drama doméstico, protagonizado por un sobresaliente Casey Affleck. El actor da vida a Lee Chandler: un conserje de Boston depresivo, cuya causa de su adicción al alcohol y sus brotes psicóticos de violencia permanecerá en fuera de campo hasta el ecuador del film.

Pese a que el gran trauma se revele más adelante, Lonergan anticipa la llegada insertando una serie de flashbacks, que ilustran el aparente pasado feliz del protagonista junto a su mujer (Michelle Williams) y sus dos hijas. En este sentido, Manchester frente al mar sigue un esquema narrativo de doble trama idéntico al de Blue Valentine de Derek Cianfrance. Las fórmulas y criterios que sigue Lonergan para introducir los saltos temporales remiten constantemente al film de Cianfrance. No obstante, el coguionista de Gangs of New York ha dirigido una pieza que es una suerte de depuración de los maniqueísmos de Cianfrance. Es decir, exenta de la tortura y los juicios morales que el director de The Light Between Oceans aplica sobre sus personajes-marionetas de forma sistemática.

Manchester frente al mar es esencialmente una película sobre la aceptación y el perdón de los errores que uno ha cometido. Pero, a diferencia de Cianfrance, Lonergan no necesita agravar el martirio de sus personajes para reflejar su tesis de fondo. En realidad, Lonergan apuesta por la vía contraria. En vez de agudizar la tragedia, el director introduce elementos cómicos en los momentos más dramáticos de la trama. Por ejemplo, consejos o preguntas inapropiadas de médicos que no saben anunciar la muerte de un paciente a sus allegados, bomberos pensando cómo subir a la ambulancia a una mujer que acaba de ver arder a su familia, o una escena clave en que Casey Affleck, enajenado, empieza a obsesionarse por encontrar un lugar donde dejar las bolsas de la compra en el peor día de su vida, entre tantos otros.

En resumen, se trata de escenas de suma trivialidad, que cualquier cineasta evitaría, sin pensarlo, para no distraer al espectador durante el clímax dramático. Sin embargo, Lonergan no las plantea como distracciones, sino detalles necesarios, que son incluidos con perfecta naturalidad para demostrarnos que la vida, y la muerte, es una suma de detalles: los banales y los memorables. Si el cine –y especialmente el género del melodrama– aspira a ser un reflejo de la tragedia humana debería incluir toda clase de momentos que la componen, no solamente los relevantes.