Tras Year of the Horse (1997), el film que Jim Jarmusch dedicó al canadiense Neil Young, documentando una de las giras de aquel músico a contracorriente, punk incombustible, Gimme Danger es la segunda película que el director de Dead Man dedica a una banda de rock, y la segunda por tanto en la que abandona (al menos en apariencia) los registros más estilizados de su producción de ficción para adentrarse en un cine aparentemente menos cerebral, relacionado con sus pulsiones y pasiones culturales. Gimme Danger, así lo ha confirmado el propio Jarmusch, es ante todo una película rodada desde la posición de un fan, y así lo confirma también la frase con la que arranca la película, pronunciada en off por el propio cineasta: “Estamos rodando una película sobre The Stooges, el mejor grupo de rock de la historia”. Esa posición de admirador incondicional marca el tono, y la intención, de la película, que no pretende ser en ningún momento un documento objetivo, y tampoco un ajuste de cuentas, sino un homenaje y una puesta en contexto de una banda considerada la precursora del punk británico de los años setenta, por su espíritu salvaje y su condición indomable, pero sobre la que nadie ha profundizado en sus vínculos con la vanguardia artística de los años sesenta, que están en la raíz de la actitud experimentadora, ruidista y salvaje de The Stooges.

Famosos por la violencia desatada de sus conciertos, por su pasión por el ruido, por su entrega absoluta al espectáculo más sangrante (de forma literal), la película trata de explicar y contextualizar la formación de la banda, así como la trayectoria previa de sus miembros, que lejos del amateurismo que vendría a reivindicar el punk británico pocos años más tarde, tenía mucho que ver con una formación estricta en las raíces del blues y el rock americano, hasta llegar a John Cale, la Velvet Underground, y la exploración de formas de vanguardia musical. En ese sentido, es revelador ver la experiencia previa de Iggy Pop en formaciones de blues clásico como batería, y sus intentos de trabajar la puesta en escena, elevando, por ejemplo, al batería cinco metros por encima del resto de la banda, o la relación con movimientos de la escena de vanguardia en Ann Arbor. Como explica Edwin Pouncey: “Los primeros experimentos musicales de The Stooges fueron más vanguardia que punk rock, con Iggy incorporando objetos domésticos como una aspiradora y una licuadora en una intensa pared de acoples y ruido que un espectador de la época describió como ‘si un avión aterrizaba en la habitación’. También incorporaban instrumentos hechos en casa para dar cuerpo al sonido general. El ‘Jim-a-phone’ implicaba provocar acoples a través de un embudo que se elevaba y bajaba para lograr el mejor efecto. Había también una guitarra hawaiana barata que el guitarrista Ron Asheton usaba para producir un zumbido parecido al del sitar, mientras que el baterista Scott Asheton golpeó tambores de petróleo con un martillo de bola”.

En todo caso, esa parte más artística y vanguardista de la propuesta salvaje de The Stooges ocupa apenas una parte de una película que sí retrata de forma concienzuda el duro trabajo que había detrás de la aparente provocación violenta: los ensayos, la seriedad con la que trabajaron para conseguir el caos carnavalesco en el escenario, y los sobresaltos de una carrera marcada de forma bastante clara por la incomprensión y el fracaso. Con Iggy Pop, el único superviviente de la banda, como protagonista y narrador, la película tiene también algo de exorcismo casero: un mash-up de imágenes rodadas a salto de mata, de formatos bastardos, de archivos de calidad dudosa, y entrevistas hechas en patios traseros, lavanderías, y filmadas (aparentemente) de cualquier manera, para revivir a los miembros desaparecidos del grupo y devolverles de alguna forma el lugar que no ocuparon en vida. Combinando de forma despreocupada animaciones de baja estopa con toda suerte de materiales encontrados, la película logra algo realmente difícil: dar vida a la energía, al humor, a la diversión, y la reivindicación de clase obrera, que esconde y guardan todavía hoy The Stooges, y su líder: “No soy Bob Dylan, no escribo blablaba, blablabla, blablabla, bla-bla-bla… Me marcó un programa de infancia, en el que un payaso pedía a los niños que le escribieran cartas, pero de no más de veinticinco palabras. Y eso se me quedó grabado: hay que contar todo en menos de veinticinco palabras”.

Decíamos que tanto Year of the Horse como Gimme Danger parecen satélites dentro del conjunto de la obra de Jarmusch, y formalmente, especialmente esta última, quizás lo sean, pero hay un espíritu común que vincula todas sus películas, y es esa conexión íntima con cierta idea del desarraigo, el vagabundeo, y una posición, si no contracultural, al menos sí de un extranjero en su propia tierra. Tanto Neil Young como The Stooges comparten con los personajes de las películas de ficción de Jarmusch un cierto sentimiento de apátridas, así como una vinculación con raíces culturales, emocionales, e incluso políticas, profundamente entroncadas en lo popular.

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