Gravity, del mexicano Alfonso Cuarón, es una de esas películas en las que los rasgos característicos de la personalidad de un director hallan acomodo en las posibilidades ofrecidas por una nueva tecnología –algo habitual en las mejores películas de David Fincher o de la factoría Pixar–. En el caso de Cuarón, sus intereses pasan por la idea de un cine inmersivo, donde la cámara se pasea sensual y operísticamente entre los personajes interrogándolos acerca de sus aflicciones personales: un cine que parte del cuerpo para adentrarse en la psicología. En el caso de Gravity, la historia planteada por el director de Children of Men y su coguionista (e hijo) Jonás –un convencional y algo sentimentalista relato de hundimiento, negociación de un trauma y resurrección– da pie a una memorable primera hora de película. Un segmento, organizado en larguísimos planos secuencia digitalizados (es decir, llenos de cortes ocultos), que hace realidad la utopía de representar la ingravidez, o al menos generar en el espectador esa ilusión. Así, en unas coreografías espaciales que harían las delicias de Brian de Palma o Johnnie To, Cuarón reinventa el modo en que nos orientamos por la acción gracias a la virtualidad en 3D. MY

Programacióm completa del Phenomena.