El espectador de Greener Grass puede descubrirse fácilmente “bailando” al ritmo pegadizo, contagioso, de uno de esos anuncios televisivos cuyo estribillo se revela, a cada nueva emisión, como un parásito letal. Cuando nos hemos querido dar cuenta, ya hemos sido víctimas, una vez más, del efecto anestésico del sueño americano. Por suerte, ahí están Jocelyn DeBoer y Dawn Luebbe para ayudarnos a ver la gracia del asunto. En Greener Grass, un bienavenido enjambre de adultos se congrega alrededor de un campo de fútbol para animar a sus retoños en una infumable pachanga solo justificable por la ceguera del amor paternal… y por el malsano vicio de restregar al prójimo una “conquista” microscópica, magnificada por el culto al éxito. La broma se alarga, pero afortunadamente no se hace larga. Y no era fácil.

Al fin y al cabo, Greener Grass es una película construida y justificada por la confusión y la desmesura, esa misma que lleva a los habitantes de la “suburbia” a ver el jardín del vecino siempre más impecable que el propio. En éstas que una mamá estrecha lazos con otra. De tal manera, que cuando se ha construido la confianza suficiente entre ambas, la primera ofrece su hijo recién nacido a la segunda, en prenda de buenísima voluntad. O esto se supone. A partir de ahí, la dupla DeBoer & Luebbe (directoras, guionistas y protagonistas del film) nos masacra, sin piedad alguna, con una metralleta de gags (visuales y/o conceptuales) con el único punto en común de la idiotez típicamente americana, ese invento que tan fácilmente se presta a la caricatura… y que irónicamente, tanto despierta la genialidad de estas dos artistas.

Este dibujo deformado de unos Estados Unidos de color pastel –esa Arcadia reivindicada ahora por los clanes más retrógrados– luce como el relevo natural (tanto en espíritu como en formas) de órdagos cinematográficos como los de John Waters, Todd Solonz cargándose la “casa de muñecas”, o Las esposas de Stepford de Bryan Forbes, adaptando a Ira Levin. Pensemos también que Jim Hosking es, ahora mismo, quien seguramente tenga mejor tomada la medida al grotesco sinsentido en el que nos ha tocado vivir. Por último, recordemos al desgraciado de William H. Macy de Magnolia de Paul Thomas Anderson: aquel exniño prodigio que se emperraba en arruinarse invirtiendo todo su dinero en un aparato dental que no necesitaba. Lo digo porque las casas y jardines de Greener Grass están sobrepobladas por seres que lucen, cual joyas de la corona, unos brackets que, desde luego, ningún dentista ha podido recetarles. Lo que antes quedaba justificado por un ataque desesperado de amor, ahora no pasa de espantoso capricho.

Y así transcurre la hora y media de Greener Grass, encadenando aparentes tonterías que, en realidad, ponen de relieve la inteligencia de DeBoer & Luebbe. Ahí está, por ejemplo, el uso recurrente del fuera de campo en la confección de los gags –al espectador siempre parece faltarle algo de información–. Una estrategia con la que las cineastas apuntan a nuestra ignorancia como parte fundamental de la comicidad de este mundo. Y es que el guiñol nos devuelve a la cruda realidad: una competición absurda que parece sacada de los Sims, aquel famoso simulador de vida social. A esto puede verse reducida la vida. Nada es único, mucho menos irremplazable.

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