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EL MAR LA MAR. JP Sniadecki, Joshua Bonnetta. 94 minutos. Estados Unidos (2017).

A estas alturas, es indudable que una de las fuentes más ricas y fructíferas para el cine contemporáneo provienen de aquello que la teórica Catherine Russell llamara, hace ya unos cuantos años, en 1999, “etnografía experimental”, y que no es estrictamente un nuevo campo del cine, sino una nueva mirada a prácticas que llevaban tiempo vigentes en torno a la superación de las desavenencias entre los defensores del compromiso, el realismo y la sociopolítica en el cine documental y los defensores de la experimentación estética y formal de la vanguardia. Un campo que propone una nueva mirada al mundo, a las representaciones culturales, a los diálogos entre filmados y filmadores basada en el diálogo entre política y vanguardia pero también en la asunción, y superación, de las desigualdades y desequilibrios de cualquier proceso de representación.

Dentro de la vasta extensión de formas que ha ido tomando la etnografía experimental, el cineasta JP Sniadecki se ha convertido en uno de sus mejores representantes, con una obra que arrancó en su larga estancia en China, y que, bajo el influjo del Sensory Etnography Lab de la Universidad de Harvard, ha ido evolucionando desde una aparente observación hasta el trabajo casi físico de El Mar La Mar, su último largometraje, realizado con Joshua Bonnetta, en el que la textura del 16mm digitalizado en resolución 5K se convierte en una suerte de metáfora plástica de un espacio tan fantasmal e irrepresentable como la frontera entre Estados unidos y México, que se convierte en esta película en una suerte de espacio mental en el que convergen los deseos, los anhelos, las vidas y los cuerpos de los inmigrantes, que a su vez encarnan las consecuencias de las políticas gubernamentales. Trabajando con los sonidos, las texturas del paisaje y del propio celuloide, la película se convierte en una especie de psico-geografía de ese no-lugar, la frontera, y esas no-personas, los ilegales, a medio camino entre un mundo y otro, atrapados en una zona que la película recrea de forma casi física y palpable. Gonzalo de Pedro Amatria

PARIS EST UNE FÊTE – UN FILM EN 18 VAGUES. Sylvain George. 95 minutos. Francia (2017).

Dividida en títulos una serie de títulos dispares, con el pasar de los años el trabajo del francés Sylvain George se va dibujando como un todo conjunto, una obra de enorme coherencia, interna y externa, formal y política; un proyecto sin igual en el cine contemporáneo (los referentes más cercanos podrían ser la monumental Le fond de l´air est rouge, de Chris Marker) que con sus ligeras variaciones de tono y melodía, va construyendo un retrato creciente de las grietas en la superficie de lo (i)rreal para destacar aquello que permanece invisible. Su anterior película, Vers Madrid! The burning bright (2012), sobre el movimiento del 15M en la madrileña Puerta del Sol, se presentaba a sí misma como una suerte de contra-informativo, un newsreeel en palabras del propio realizador, con escenas de la lucha de clases en el corazón de la capital. Esa idea de contra-información, de las imágenes que responden militantes a las imágenes y los discursos dominantes, continúa en esta nueva película, que no solo dialoga de manera directa con el trabajo rodado en Sol, sino también con sus trabajos anteriores, sobre los cuerpos-zombies de los inmigrantes varados en Calais, a la espera de una oportunidad para cruzar al Reino Unido, de la misma forma que todas las películas en su conjunto forman un cuerpo que reflexiona sobre los aparatos de resistencia en sus diversas formas, aparatos de los que las películas aspiran también a formar parte.

En Paris est une fête – Un film en 18 vagues, como en las anteriores películas de George, el trabajo no es solo el de filmar aquellos gestos profundos de rebeldía, sino el de acompañarlos con las imágenes, para que estas formen también parte de ese cuerpo con el que enfrentarse a las estrategias de represión. El contexto internacional, que Vers Madrid dejaba en un aire de cierta esperanza, es claramente muy distinto: con el auge casi imparable de nuevas formas de fascismo, una crisis sorda y aparentemente soterrada que ha devaluado de una forma sin precedentes las condiciones de vida de la clase media, y unas oleadas migratorias que han demostrado la verdadera cara de nuestros gobernantes, poniendo a Europa frente a su propia imagen deformada y terrible. Donde Vers Madrid veía por tanto una cierta esperanza, un halo de cambio, Paris est une fête – Un film en 18 vagues es claramente una película mucho más desgarrada: la palabra da paso a la violencia callejera, a una cámara que deambula, de forma casi sonámbula, fantasmal, por la oscuridad, en unas secuencias inéditas en el trabajo de George, que convierten la propia película en un cuerpo azotado y perdido entre la deseperanza, la revolución y el insomnio, y que por otro lado expanden del lengua de su cine en nuevas direcciones. Gonzalo de Pedro Amatria

WE MAKE COUPLES. Mike Hoolboom. 60 minutos. Canadá (2016).

Mediometraje experimental producido a lo largo de seis años, We Make Couples del canadiense Mike Hoolboom se articula sobre la premisa del doble collage. En esta ocasión, el director de Imitations of Life funde fotogramas de películas mayoritariamente protagonizados por mujeres, o metraje encontrado que ilustran cuestiones feministas (desde sufragistas que lucharon por el derecho al voto femenino a las protestas de Pussy Riot) con una recopilación de confesiones, reflexiones y divagaciones poéticas que pronuncian dos voces en off femeninas. En este segundo collage sonoro, las protagonistas de la correspondencia epistolar abarcan una infinita variedad de temas. Por ejemplo, su interminable conversación nos adentra en el ámbito de la política y los movimientos sociales (con un especial interés en el Marxismo), pero también conseguirán que nos perdamos en una narración laberíntica, similar a las de Mark Cousins, sobre un posible recorrido anticronológico por el séptimo arte. Sin embargo, es la obsesión por hallar una definición perfecta para el amor, o lo que sería una pareja ideal –ya sea entre dos personas, o de ser humano con una máquina–, lo que termina conformando el eje central de esta joya inclasificable. Carlota Moseguí

CIDADE PEQUENA. Diogo Costa Amarante. 19 minutos. Portugal (2016).

Rodando con su propia familia, el cineasta portugués Diogo Costa Amarante compone en Cidade pequena una suerte de poema rural sobre el momento en que un niño descubre la presencia de la muerte, la finitud de la vida, y los procesos físicos, aleatorios e incontrolables, que determinan la presencia de la vida en la tierra. El joven protagonista regresa un día a casa atemorizado de la escuela: la profesora les ha explicado que la vida se acaba cuando el corazón se para, y esa noche, el pequeño Frederico no podrá dormir, aterrorizado por la idea de su propio corazón deteniéndose sin previo aviso, paralizado por la enormidad del misterio que se abre frente a él. Compuesto por una serie de postales fijas que bordean el retrato cotidiano, pero que se desbordan en lo irreal a través de pequeñas manipulaciones visuales, Costa Amarante parte del trabajo con su sobrino, y de un diálogo de voces diversas, para abordar una suerte de autobiografía ficcionada que cobra vida a través de las imágenes de su ciudad de infancia. En Cidade pequena no hay nada evidente, y todo se maneja de forma sutil, como buscando entre la oscuridad y en el trabajo del encuadre y la composición la solución al problema que plantea, a mitad de metraje, la canción de F. R. David: “Words don’t come easy, to me, how can I find a way, to make you see, I love you” (“Las palabras no me llegan fácilmente, cómo puedo encontrar una manera de hacerte ver que te quiero”). Ese, y no otro, quizás sea uno de los retos del propio cine: hacer ver sin palabras lo que no puede explicarse. Como el tiempo, la muerte, el miedo, el amor, o el final irrevocable de la inocencia. Gonzalo de Pedro Amatria

ASCENT. Fiona Tan. 80 minutos. Países Bajos (2016).

Conocida como artista visual antes que como cineasta, Fiona Tan lleva muchos años trabajando con y sobre las imágenes como un espacio de re-presentación, el lugar en el que nos presentamos al mundo, y el lugar en el que el mundo se presenta ante nosotros. Su segundo largometraje, estrenado en la pasada edición del Festival de Locarno, lleva por título Ascent y remite de forma lejana a uno de sus primeros trabajos: Tilt, una instalación audiovisual en la que un bebé suspendido de un conjunto de globos descubre la posibilidad de volar-ascender con un pequeño golpe de pie en el suelo. Algo de ese ascenso ilusionante, de esa posibilidad de volar, convirtiendo lo real en un juego, hay también en esta película hecha exclusivamente de fotografías del Monte Fuji, a los que Tan incorpora una banda sonora, de diálogos y audios que van reconstruyendo la historia de una pareja formada por una mujer inglesa y su difunta pareja japonesa. Las 4.500 fotografías, algunas con casi 150 años de vida, lejos de convertirse en un recurso estático, son el punto de partida para una película que es, paradójicamente, puro movimiento: el de la historia de la pareja mientras asciende el Monte Fuji, pero también la historia del propio paso del tiempo en las fotografías, que, ordenadas en perfecto desorden cronológico, consolidan el estatismo del Monte, su grandeza, su inmovilidad aparente en el tiempo, frente a la vejez, la muerte inevitable, el inexorable paso del tiempo del humano. Ese ascenso es al mismo tiempo una ilusión fugaz, y una esperanza de vida y trascendencia. Gonzalo de Pedro Amatria

COLOMBI. Luca Ferri. 20 minutos. Italia (2016).

Una sorprendente historia de amor dirigida por el italiano Luca Ferri, Colombi rememora las hazañas de un matrimonio cuyos miembros tienen más de cien años. La película, rodada íntegramente en Super-8, alternando imágenes en color y en blanco y negro, nos traslada hasta la residencia de ancianos donde ahora viven Annunciata Decò y Giovanni Colombi. Ferri les ha colocado detrás de un parrilla de números gigante que termina en el noventa, indicando el total de años que han pasado juntos. Durante los veinte minutos de metraje de Colombi, una incansable voz en off femenina describe su vida conyugal. Sin embargo, si escuchamos con atención, veremos que la mujer no está narrando momentos cualquiera, sino la relación que estableció la pareja con los objetos o descubrimientos tecnológicos de cada década. Así, la voz ilustra el impacto que supuso la aparición de las motocicletas, los coches, las cafeteras y hasta los pomos de las puertas. Colombi describe la atemporalidad del amor de un matrimonio cuya llama permaneció intacta mientras el siglo XX aceleraba sin frenos que lo controlaran. Carlota Moseguí

LIMBO. Rafael de Jesús Ramírez Pupo. 12 minutos. Cuba (2016).

Alumno del curso regular de la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, Rafael Ramírez es un cineasta que, con una obra todavía casi inédita fuera de los círculos más próximos al centro cubano, va camino de convertirse en una joven promesa de su cine, y por ende de todo el cine latinoamericano, gracias a su extraña capacidad para extraer de lo real lo más extraño y perturbador. Limbo es un trabajo en torno a los rituales mágicos de una familia en un pueblo perdido del interior de Cuba. Una familia organizada en torno a la figura central del padre, una suerte de predicador-mago, que reza y camina, reza y camina. Con ecos e influencias del trabajo de Andrés Duque, Limbo es uno de esos trabajos que enfrentan al espectador a su propia ignorancia, a la barrera de su desconocimiento. ¿Qué es lo que hacen esos personajes, quién es esa mujer que mira hacia un punto indefinido, qué son esos cómics que lee el padre? Con una estructura de capas y al mismo tiempo circular, la película se abre como una especie de ficción surreal, en la que figuras, cuerpos extraídos de lo cotidiano se convierten en arquetipos misteriosos, personajes de un serial de ciencia-ficción de los años cincuenta del pasado siglo. ¿Cuándo transcurre toda la acción, dónde están ellos? ¿Y donde estamos nosotros? La película, quizás, es ese limbo flotante entre ellos y tú, que les miras. Gonzalo de Pedro Amatria