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LOS NIÑOS. Maite Alberdi. 82 minutos. Chile, Colombia, Francia, Países Bajos (2016).

Como en La Once, su anterior y premiado documental, la realizadora chilena vuelve sobre otro grupo de amigos “invisibilizado”. Si allí eran unas ancianas las que se reunían a tomar la merienda, aquí el núcleo pasa por un grupo de personas con Síndrome de Down. Y en este caso, como en aquel, el trabajo de Alberdi consiste en mostrar las dinámicas internas de esos grupos y a la vez analizar su conexión (o no) con el exterior. Si hay otro punto en común entre ambos films es la idea de construir con los materiales documentales una suerte de ficción en la que los distintos personajes vayan relacionándose entre sí y que esa dinámica sea la que de vida a la historia. Aquí el centro son personas con Down que ya han superado los 40 años y se encuentran en una situación complicada: la ley ya no los protege como cuando eran más jóvenes y sus padres –quienes prometieron cuidarlos por todas sus vidas– van envejeciendo y muriendo. ¿Cómo se adaptan a esta realidad? ¿Quién y cómo los mantendrá? ¿Pueden ellos solos?

Alberdi no pone los temas en la mesa en primer plano. Al contrario, su film es una suerte de comedia de equívocos en la que los protagonistas vivirán historias de amor, de celos, peleas internas y otras desventuras como si se tratara de un grupo de alumnos de una escuela convencional. Puede que exista algún forzamiento de esa realidad para cuajar en los modelos narrativos más clásicos, pero se hace de manera tan sutil que el espectador difícilmente siente una mano por detrás manipulando los resultados. Los niños es una película noble, generosa, humana, que se acerca a los personajes de manera abierta y cariñosa, intentando que el espectador se sienta integrado a ellos y no mirándolos con distancia o de manera condescendiente. Nada más lejos que eso. La película de Alberdi es una película amorosa en el sentido más amplio de la palabra. Diego Lerer

SOLAR. Manuel Abramovich. 75 minutos. Argentina (2016).

Flavio Cabobianco escribió (o figuró como autor) de un best seller de 1991 titulado Vengo del sol, que lo convirtió (¡con menos de diez años!) en una figura célebre dentro del universo new-age. Iluminado, mesías, comunicador, niño prodigio, lo cierto es que Flavio y su hermano un poco mayor, Marcos, recorrieron los programas televisivos de la época dando cátedra sobre los cambios espirituales que necesitaba el ser humano contemporáneo. Dos décadas más tarde, el director de los cortos La reina y Las luces se plantea hacer una película sobre Flavio, ya un treintañero que sigue recorriendo el mundo dando conferencias e intenta reeditar su exitoso libro.

Pero Flavio no está dispuesto a someterse dócilmente a los dictados de Abramovich. El también quiere controlar la cámara, tomar decisiones, (co)dirigir. La no-película es precisamente el registro del largo y tortuoso proceso de realización –“quiero terminarlo de una vez y filmar otras cosas”, se sincera en un momento el frustrado Abramovich–, de las disputas de poder cruzadas entre el supuesto realizador y el supuesto protagonista, y del entorno familiar (la madre psicóloga y ligada a las prácticas new age aparece como la gran manipuladora de sus hijos). El resultado es inevitablemente caótico, irregular, tragicómico y Abramovich, conciente de las características del proyecto, decide hacer visible las tensiones y conflictos, subrayar el artificio y las dificultades para articular un relato con cierta lógica. Así, Solar termina siendo un film interesante que nos regala unos cuantos chispazos de creatividad, inspiración y talento. Diego Batlle

RADIO KOBANÎ. Reber Dosky. 68 minutos. Países Bajos (2016).

Filmada a lo largo de tres años durante la destrucción y reconstrucción de la ciudad siria de Kobane, Radio Kobanî ofrece una crónica personal y al mismo tiempo omnisciente del crepúsculo bélico y del posterior amanecer de lo humano. Omnisciente porque, en su variedad de registros, el film consigue extender sus tentáculos por todos los rincones del conflicto. La columna vertebral de la película la conforma la historia de Dilovan, una joven kurda de 20 años, locutora en una emisora de radio desde la que se denuncian las atrocidades cometidas por Estado Islámico y desde la que se anima a la recuperación del aliento vital, del sentir colectivo, de una cultura vibrante. Las secuencias protagonizadas por Dilovan transitan entre la reconstrucción semi-ficcional y el registro directo (cuando entrevista a víctimas del conflicto), mientras que, en otros pasajes, Radio Kobanî apuesta por las formas del cinéma vérité y el documental de guerrilla, con la cámara sumergida en el fragor de la batalla armada (donde sobresale un escuadrón kurdo formado por mujeres) o en la recuperación de cadáveres enterrados entre los escombros. Este crítico tiene ciertas dudas acerca de la necesidad de utilizar planos tan cercanos a los cadáveres, cuando el corazón expresivo de la secuencia reside en el tesón mecanizado, casi anti-sentimental, del hombre que coordina la recuperación de los cuerpos: puro instinto de supervivencia combinado con la fuerza de un mandato ético.

El recuerdo de Roberto Rosselini late en el corazón de esta película que se adentra en las ruinas de una ciudad para capturar el dolor íntimo de un pueblo –condensado en la lectura de la carta de una joven a su madre muerta en la guerra–, mientras la voluntad de los supervivientes se resiste al abatimiento. Propulsada por una urgencia instintiva, mucho más que por un sosiego meditativo, Radio Kobanî se hace fuerte en sus pasajes más austeros a nivel formal, mientras que pierde algo de fuelle cuando se entrega al retrato musicalizado de la devastación urbana. Comentario aparte merece la fascinante y estremecedora secuencia del bombardeo de la ciudad, que en una elástica combinación de planos aéreos y tomas desde tierra no desentonarían en una película de Kathryn Bigelow. En definitiva, el cineasta kurdo-holandés Reber Dosky logra componer un retrato caleidoscópico de una realidad in progress: entre la elegía mortuoria y la fe inquebrantable de una joven superviviente que decide mirar al futuro convirtiendo su historia en un relato dirigido al hijo que algún día espera criar. Manu Yáñez

EL PACTO DE ADRIANA. Lissette Orozco. 96 minutos. Chile (2017).

El amor por la familia, dicen, suele anteponerse a casi todo. Y, en el caso de este documental chileno, el desafío para que esa frase sea cierta fue tan grande que la directora no tuvo más remedio que hacer una película para exorcizarlo. La tía de Lisette, Adriana Rivas, era para ella un personaje simpático y excéntrico de su familia. Vivía en Australia y, cuando volvía a Chile, lo hacía con regalos e historias para compartir. Pero, poco a poco, Lisette empezó a escuchar en los medios que a su adorada tía la acusaban de horribles crímenes durante la dictadura de Augusto Pinochet. Era obvio, para ella, que no había forma de conectar las dos cosas. Imposible. Una mentira.

Usando su cámara casera, un poco de Skype y ciertas dotes de investigadora, se lanzó a hacer este documental casi para probar que las acusaciones que ligaban a su tía con las torturas cometidas mientras ella trabajaba en la DINA (la policía secreta del gobierno de Pinochet) eran absurdas, como Adriana se lo juraba una y otra vez. Pero las evidencias están ahí y la película empieza a volverse en contra de sí misma, casi a pesar de su directora, que intenta seguir priorizando su devoción y cariño familiar hasta que la situación se vuelve inmanejable. En torno a un tema sensible y espinoso, el documental de Orozco ofrece un testimonio directo, concreto, personal, del modo en que los secretos y mentiras del pasado dejan huellas imposibles de borrar, ni siquiera con todo el amor del mundo. Diego Lerer